viernes, 18 de enero de 2013

EL CUENTO DEL PASTOR Y LAS GACHAS


 

                                 RECUPERANDO  RECUERDOS
             
            (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)
 
Dos veces por semana aparecía montado sobre una burrilla "rucia" a la que arreaba el abuelo con una varilla de retama. El niño se había marchado a vivir  con los abuelos después que le habían dado el "paseillo" a su padre, ya acabada la guerra, y haber muerto su madre más por tristeza y miseria que por enfermedad, aunque decían que se debió a un resfriado mal curado. El niño, de no más de unos ocho años, siempre llevaba unas abarcas de goma, resto del desecho de alguna abandonada rueda de camión y que su abuelo le había confeccionado con el esmero y la paciencia de un sastre, valiéndose de una vieja "almará" y un fino cordelillo de "gramante". 
 Aquel niño, Paco, nunca se quitaba  un roído pantalón de pana que le cubría por debajo de la rodilla y que lo sujetaba   a  su flaco cuerpecillo con una sola tiranta que le cruzaba en diagonal, pues la otra, rara era la vez que no la llevaba  caída.
Siempre les ocupaba la misma rutina: se dirigían primero a un pequeño bancal que poseía el abuelo en la huerta, donde cargaban alguna "vituallas" y alfalfa para los animales en dos de las aguaderas. Desde allí se dirigían hacia la fuente de S. Rafael donde se surtían de dos cántaros de agua que les servían para abastecerse varios días.
Los acompañaba su fiel perro, "Serafín", inseparable siempre, que les prevenía de cualquier peligro. Tenía yo por ese tiempo un perrillo, "Melindres", que cuando olía y adivinaba la aparición de "Serafín", huía como alma que lleva el diablo, escondiéndose debajo de la albarda o metiéndose en las paletas y no saliendo hasta el día siguiente. Por eso que "Melindres" pasaba más tiempo escondido que un desertor de guerra. 
Cada vez que "Serafín" anunciaba  su llegada, yo salía y miraba al niño con pena, pues sabía de su desdicha, pero a la vez con cierta admiración, al reconocer en su rostro una felicidad que yo no entendía del todo.  Los saludaba, a la vez que intentaba proteger a "Melindres" de las embestidas que pudiera padecer por parte de "Serafín". El niño me miraba con brillantes ojos color aceituna, sorprendido por la actitud cobarde de "Melindres".
Fue así como empecé a fraguar una amistad con Paco que duraría años, hasta que un buen día partiera para la Argentina. El abuelo, de apariencia bonachona, arrastraba unas esparteñas  desgastadas, que más parecían estar hechas de albardín que de esparto, procurando meter prisa a la borriquilla, que era  de andar lento y que empinaba las orejas en cuanto oía a su inseparable "Serafín" ladrar. 
A veces mi madre me permitía bajar a la huerta y pasar un rato con el abuelo y el nieto, y allí, a la sombra de los olivos, unas veces, o corretando por aquellos caminos, otras, jugaba con Paquillo mientras el viejo llevaba a cabo sus tareas. Nuestra imaginación de niños daba rienda suelta a infinidad de juegos, a los que nos entregábamos perdiendo la noción del tiempo, permaneciendo así hasta que el abuelo finalizaba. Nuestros juguetes no eran otros que piedrecillas, paletas, pequeños palos, canicas, aros y galgas,... y poco más.
A veces el viejo descansaba y aprovechaba para  contarnos cosas que nosotros escuchábamos ensimismados. También preguntábamos sobre la guerra que años atrás había asolado el país  y el motivo por el que  se habían llevado a su hijo y por qué éste no había regresado. A Paquillo se le entristecía la mirada y el abuelo, a regañadientes, hablaba de las negruras de aquella época y de las muchas desgracias sobrevenidas, aunque prefería hacerlo de otras cosas. En ocasiones nos contaba historias sobrecogedoras, pero también algún cuento, como el que relato a continuación. Es el cuento de "EL PASTOR Y LAS GACHAS",  muy breve, pero, a mi juicio, tan interesante como otros.

                 EL PASTOR Y LAS GACHAS


Cuentan que en el Alto Aragón había una vez un pastor que pasaba el día con su rebaño de ovejas. Una vez  que éstas eran conducidas al aprisco, que los corderillos habían mamado y  él había ordeñado, ponía los cántaros de leche en las aguaderas, subía en la mula y emprendía el regreso a la aldea para la cena y el descanso. A la mañana siguiente cogía de nuevo sus aperos, montaba en la mula y emprendía el regreso a la montaña. Así cada día. 
El caso es que cada noche, como regresaba muy tarde, su madre le tenía apartada la cena, pues el resto de familia ya lo había hecho. En la casa siempre cenaban gachas y a él, que era buen mozo y joven, la madre le guardaba una buena parte de las mismas en el perol para que estuviera  bien alimentado. Al  llegar, se las calentaba en el fuego y le ponía la mesa. El mozo, en vez de alegrarse, siempre se echaba a llorar a  la vez que las iba engullendo. La madre le preguntaba el motivo, pero él no decía "ni pío". Y siempre así, una noche y otra.
La pobre mujer andaba muy desconcertada por el comportamiento del hijo, sin saber a qué demonios podría deberse cada noche el dichoso llanto, aunque no lo achacaba a que estuviese mal alimentado, por el buen aspecto que presentaba y porque nunca pedía más. Cansada ya de aquel comportamiento tan desconcertante, decidió un buen día hacerle un gran perol de gachas para él solo, a ver si así cambiaba su actitud. Se esmeró la buena mujer en hacer las mejores gachas que hubiese hecho en toda su vida. Eran "gachas coloradas", con un caldo que estaba diciendo "trágame", "cómeme". Además, en el perol había gachas para más de media docena de soldados que se hubiesen personado por allí, así que, a buen seguro, el mozo se rebailaría de gozo viendo tan enorme manjar.
Cubrían ya las estrellas el firmamento y la luna hacía su aparición mágica por el horizonte, cuando la buena mujer, que esperaba ansiosa en la puerta por comprobar la satisfacción del hijo, escuchó la proximidad de los cascos de  la mula. Descabalgó el muchacho, descargaron los cántaros de leche y se fueron para la cocina. La madre, tan contenta, destapó el perol con las gachas aún casi hirviendo y  lo puso en la mesa, esperando con entusiasmo el júbilo del hijo. Pero no fue así, ni mucho menos, sino que, muy al contrario, el jovenzuelo rompió a llorar de tal forma que no hubo manera de consolarlo. Se "esjarrataba" llorando, en un llanto interminable entre cucharada y cucharada.
La buena mujer no encontraba palabras, ni gestos ni acción alguna para mitigar aquel desconsuelo del chico.
-¿Qué te pasa hijo? ¿Acaso no te gustan?
Por fin el hijo se decidió a hablar:
-No, no es eso, madre.
-¿Qué es, entonces?
-Nada, madre, nada.
Y así continuó llorando, cada vez con suspiros más profundos.
-¿No son estas las gachas que más te gustan? He hecho todo el perol para tí, hijo, todo.
-Pues eso es, madre, que es todo el perol para mí.
-¿Y es eso lo que te enfada, hijo?
-Pues sí, madre, sí,... ya que "SI TODAS ESTAS ME HABÉIS DEJADO A MÍ,....¡CUÁNTAS NO OS HABRÉIS COMIDO VOSOTROS!"
Así fue como la madre comprendió la verdadera razón del llanto del hijo, que no era otra que la envidia y la desconfianza, defectos que sólo conducen al llanto y a la  desdicha, como le pasaba a aquel jovenzuelo.
Y colorín colorado que este cuentecilllo ya se ha acabado.

GLOSARIO:

Rucia:   denominación que se daba a todas las burras que tenían color claro canoso.
"Dar el paseillo": en la jerga popular se denominaba así a las personas que desaparecieron tras la Guerra Civil española de 1936 y que fueron asesinadas por el bando ganador sin tan siquiera dar cuenta a sus familiares.
Abarcas: calzado rústico, muy pobre, con suela recia de goma y algunas correas tambiem de goma.
Almará: objeto con puño de madera y estilete largo de hierro que servía para coser pleita, suelas de calzados y todo lo que se hiciese con esparto y cáñamo.
Cordelillo: cuerdecilla delgada de esparto o cáñamo. 
"Gramante": hilo fino y duro cuya denominación real es "bramante", pero que las gentes le denominaban "gramante"
Tirante/a: Cada una de las dos tiras de piel o tela, generalmente elásticas, que sirven para sujetar de los hombros el pantalón u otras prendas de vestir
Bancal: Terreno de forma cuadrada o rectangular en que se divide una zona de cultivo, especialmente una huerta.
Vituallas: Conjunto de cosas necesarias para la comida. Abundancia de comida y, sobre todo, de menestras o verdura.
Esparteñas: Calzado cuya suela esta hecha de cuerda de esparto.
Regañadientes:  Se usa en la expresión a regañadientes, que indica que una cosa se hace a disgusto, protestando o de mala gana
Aprisco: Paraje donde los pastores recogen el ganado para resguardarlo del frío o de la intemperie.
Rebailarse: sentir gran contento interior y manifestarlo externamente.
"Esjarratarse": Llorar con desconsuelo.


   
Niños con el aro y la galga
       
Bancal de huerta