martes, 30 de abril de 2024

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

II.-En la cueva de Santa Rosalía

No lejana del pueblo de Marta existía una cueva que, desde años casi inmemoriales, estaba dedicada a Santa Rosalía. Se accedía al antro por una entrada bastante angosta, que pronto se ensanchaba y daba lugar a un vasto espacio en cuya pared frontal dormitaba una imagen de “la Santita” (como era conocida), ya deslucida por el transcurrir del tiempo. Una puerta compuesta a base de lienzos de diferentes maderas, algunas ya carcomidas, fraguadas entre sí por deformadas chapas y clavos de hierro, cerraba el conjunto de aquella especie de basílica. Al cargo de dicha gruta-santuario hallábase el lego Raimundo. Había  llegado de lejanas tierras y representaba como nadie al arquetipo perfecto de la doble moral. Era personaje aficionado a contar historias, muy dado a las mujeres, además de entregado a ciertos menesteres y “otras cosas” nada nobles, más que consagrado a deberes divinos.

A decir del mismo, todas aquellas historias que contaba se las había oído a un viejo fraile de la abadía de la que procedía. La que tiene que ver con el relato presente la había conocido el susodicho fraile en un antiguo libro, cuyo título el lego no recordaba. Aquella historia venía a decir más o menos así: “Existía una antigua leyenda, según la cual una mujer, llamada Orberosa, fue gozada por el diablo en una caverna donde mucho tiempo después los mozos y mozas del pueblo jugaban a diablos y bellas orberosas.”

He aquí el origen de cuanto aconteció, posteriormente,  en la pequeña población por la que se extendió la citada crónica.

Pese a las severas restricciones mentales impuestas por la religión, allí empezó a tomar cuerpo el juego entre mozos y mozas, al modo de la leyenda contada por el lego y, en pocos años, se convirtió aquella gruta de “la Santita” en famoso lugar de peregrinaje hedonista. Hasta la misma acudían tantos diablos y bellas orberosas que aquellos espacios se hicieron insuficientes para albergar a tanta juventud con ansias de gozo carnal, tanto que podría asegurarse que superaban con creces las fiestas orgiásticas de las Lupercales de Roma.  Y no es que el resto del año dejasen de dar rienda suelta a sus delirios eróticos, sino que aquella era la fecha establecida para una celebración conjunta.

Acontecía cada noche que precedía al  tres de septiembre de cada año, (también solían hacerlo el trece de julio). Fue, primero, la juventud del pueblo, seguida de la de territorios limítrofes, la que llegaba a venerar durante la noche y el día cuatro, día de la festividad de la Santa, a la que consideraban libertadora de enfermedades infecciosas, de epidemias tan maléficas como la peste, y Santa siempre protectora en momentos difíciles.

La religión, que durante siglos había sido mordaza y tortura, estaba adoleciendo de rigor, aunque aún quedaban muchachas jóvenes que, pese a su comportamiento licencioso, jugaban cada semana a liberarse del lastre de sus pecados, postrándose ante el confesionario con el deseo de ser redimidas de sus voluptuosos pensamientos e irresistibles ansias de placer. Pero de nada  valía, pues, una vez que se sentían liberadas del pecado, renovaban con mayor ímpetu, si cabe, una nueva etapa de lozanía y desenfreno. Y siempre así.

De esa manera, la religión dejó de ser lo que era y aquella romería que, en principio, encerraba una finalidad piadosa, más pronto que tarde se convirtió en una  bacanal del placer. Podría decirse  que el hedonismo se fue adueñando de la mente y cuerpos de toda aquella juventud, más proclive a los instintos de la carne que a la devoción por la Santa, pues deducían que la religión sólo aportaba miedo, miseria e ignorancia, frente a la libertad del gozo y deleite que les otorgaba el desprendimiento de prejuicios y ataduras impuestas por falsas creencias. Aquella juventud ya no  tenía más religión que el placer. Con todo, el motivo de “La Santita” les servía de excusa más que sobrada para acudir a tan ineludible cita.

No eran muchos los que se adentraban en la caverna para la práctica de un culto religioso, y sí demasiados los que se esparcían por los andurriales de la gruta para disfrutar de cuantos  instintos pasionales se encierran en el ser humano. Aquel fue, en adelante, el elemento primordial de aquellas jornadas. Las jóvenes, bellas orberosas,  pasaron a asemejarse a ninfas sacadas de lo más profundo de los bucólicos bosques que rodeaban la gruta. Eran ninfas  que incitaban la voluptuosidad de los mozos, pobres diablos, y los arrastraban, seduciéndolos con su belleza, por entre árboles,  cañadas y  valles, donde se adentraban para dar rienda suelta a una lujuria que ni la misma Afrodita habría igualado.

Cada uno de aquellos  mozos, que acudía cortejando y acompañando  a una bella doncella, sucumbía a la irresistible tentación de rendirse  ante la cautivadora dádiva de sumo placer que se le ofrecía, tal y como le ocurriera al diablo con la virgen Orberosa. Lo hacían con auténtico delirio y ninguno se encontró en la necesaria tesitura de tener que llevar a cabo un rapto como el que llevara Plutón con Proserpina, para saciar su incontinencia y ansias lascivas. Sin embargo, el estupro habido entre el lego Raimundo y la bella Marta sólo se debió a la farsa que él le montó y a la ingenuidad de ella.

sábado, 30 de marzo de 2024

PEQUEÑOS RELATOS 

¿Quién era ella?

Pasó junto a él y ambos se miraron fijamente. Era la primera vez que se veían. Aquellas miradas se cruzaron de forma casi accidental. Ella continuó pasillo adelante. Él hizo lo mismo, pero en sentido contrario. El día era apacible, de los que se agradecen. Era el último día de octubre, pero el sol caldeaba el ambiente. El más absoluto de los silencios reinaba en el recinto. Algún gorrión dejaba escapar su nada bucólico gorjeo desde alguno de aquellos gigantescos árboles. Él observó aquel reducido espacio, que sólo visitaba una vez al año,  y entendió que necesitaba limpieza, como siempre. Ya iba preparado para eso. Tomó el pequeño cubo y se dirigió hacia una de las fuentecillas que servían para tal menester. Al salir al pasillo, otra vez ella. Demasiado hermosa. Demasiado joven. No pasaría de los veinticinco años, pensó. Se cruzaron y sus miradas chocaron de nuevo, tanto como si dos trenes quisieran  estrellarse voluntariamente, uno contra otro. Él no supo entender si aquella mirada que parecía taladrarlo, era desafiante o dulce.  Le pareció ambas cosas. Siguió su camino y ella hizo lo mismo. Lo hacía sin rumbo, sin objetivo, sólo observaba. Iba sola. A él le pareció todo demasiado extraño. Cuando regresaba de abastecerse de agua del grifo, también regresaba ella, tratando de escudriñar aquel solitario lugar, que sólo contenía vidas que fueron y ya no eran. Las miradas, como amenazantes espadas, se retaron nuevamente. Él se sintió confuso y, hasta aturdido. Lo cierto es que siempre había sido cobarde e indeciso; y más lo estaba siendo en aquel momento y en aquel lugar; un espacio que tanto respeto le imponía. Así que intentó continuar con su tarea. Extrajo unos trapos que portaba en una bolsa de plástico, los mojó y se dispuso a limpiar aquel frontal, demasiado abandonado, pues sólo lo visitaba una vez al año, trató de pensar, pero no pudo.  La algarabía ruidosa de los gorriones continuaba como único sonido en aquel lugar tranquilo. Intentaba llevar a cabo la tarea que tenía entre manos, pero, cierto nerviosismo se había apoderado de él. Con el rabillo del ojo la vio adentrarse por la estrecha calle en la que él se hallaba. Lo sobrepasó sin pronunciar una palabra. A él le temblaban las manos, el corazón le latía fuerte y desacompasado. Ella llegó hasta el final, se paró donde terminaba el pasillo, observó sin precisión alguna y regresó sobre sus pasos. Al llegar donde se hallaba él, se detuvo, dándole, esta vez sí, los buenos días. Él no supo reaccionar. La miró algo extrañado. Era demasiado hermosa. Lo encandilaba. No sabía cómo reaccionar. Tuvo miedo. Nunca le había aterrado tanto aquel lugar como lo hizo entonces, y no precisamente, por la soledad del mismo y por el significado que tenía. Eran otros fantasmas los que se le presentaron. Estaba arrodillado y si no hubiera sido porque apoyó una de las manos contra el suelo, habría caído como un pajarillo del nido. Fue entonces cuando ella tomó el trapo y limpió el frontal de aquella pieza de pizarra oscura. Él se repuso un poco, lo que ella aprovechó para ayudarle a que se incorporara. El sol se filtraba por un lateral de la calle, quedando partida en dos mitades: una con sombra; la otra, soleada. Lo miró fijamente y, aproximándose a él, lo besó en los labios. Seguía escuchándose el alboroto de los gorriones perdidos entre los cipreses. Se apoyó en aquella fría piedra, sobre la que rezaba una inscripción, y lo atrajo hacia sí. Él experimentó un temblor que le hizo tambalearse junto a un inaudito placer jamás sentido. Notó un sudor intenso y cómo su cuerpo quedaba a la deriva. Su mente cayó en un abismo. Ella abrió su camisa y le brindó sus pechos, tersos, maduros, atrapados por un sujetador negro. Él no supo qué hacer. Pensó que sería la muerte que venía a llevárselo. A continuación, ella dejó caer su falda y él se estremeció. Salió huyendo y ni el cubo cogió. Nunca regresó al cementerio.