viernes, 18 de enero de 2013

EL CUENTO DEL PASTOR Y LAS GACHAS


 

                                 RECUPERANDO  RECUERDOS
             
            (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)
 
Dos veces por semana aparecía montado sobre una burrilla "rucia" a la que arreaba el abuelo con una varilla de retama. El niño se había marchado a vivir  con los abuelos después que le habían dado el "paseillo" a su padre, ya acabada la guerra, y haber muerto su madre más por tristeza y miseria que por enfermedad, aunque decían que se debió a un resfriado mal curado. El niño, de no más de unos ocho años, siempre llevaba unas abarcas de goma, resto del desecho de alguna abandonada rueda de camión y que su abuelo le había confeccionado con el esmero y la paciencia de un sastre, valiéndose de una vieja "almará" y un fino cordelillo de "gramante". 
 Aquel niño, Paco, nunca se quitaba  un roído pantalón de pana que le cubría por debajo de la rodilla y que lo sujetaba   a  su flaco cuerpecillo con una sola tiranta que le cruzaba en diagonal, pues la otra, rara era la vez que no la llevaba  caída.
Siempre les ocupaba la misma rutina: se dirigían primero a un pequeño bancal que poseía el abuelo en la huerta, donde cargaban alguna "vituallas" y alfalfa para los animales en dos de las aguaderas. Desde allí se dirigían hacia la fuente de S. Rafael donde se surtían de dos cántaros de agua que les servían para abastecerse varios días.
Los acompañaba su fiel perro, "Serafín", inseparable siempre, que les prevenía de cualquier peligro. Tenía yo por ese tiempo un perrillo, "Melindres", que cuando olía y adivinaba la aparición de "Serafín", huía como alma que lleva el diablo, escondiéndose debajo de la albarda o metiéndose en las paletas y no saliendo hasta el día siguiente. Por eso que "Melindres" pasaba más tiempo escondido que un desertor de guerra. 
Cada vez que "Serafín" anunciaba  su llegada, yo salía y miraba al niño con pena, pues sabía de su desdicha, pero a la vez con cierta admiración, al reconocer en su rostro una felicidad que yo no entendía del todo.  Los saludaba, a la vez que intentaba proteger a "Melindres" de las embestidas que pudiera padecer por parte de "Serafín". El niño me miraba con brillantes ojos color aceituna, sorprendido por la actitud cobarde de "Melindres".
Fue así como empecé a fraguar una amistad con Paco que duraría años, hasta que un buen día partiera para la Argentina. El abuelo, de apariencia bonachona, arrastraba unas esparteñas  desgastadas, que más parecían estar hechas de albardín que de esparto, procurando meter prisa a la borriquilla, que era  de andar lento y que empinaba las orejas en cuanto oía a su inseparable "Serafín" ladrar. 
A veces mi madre me permitía bajar a la huerta y pasar un rato con el abuelo y el nieto, y allí, a la sombra de los olivos, unas veces, o corretando por aquellos caminos, otras, jugaba con Paquillo mientras el viejo llevaba a cabo sus tareas. Nuestra imaginación de niños daba rienda suelta a infinidad de juegos, a los que nos entregábamos perdiendo la noción del tiempo, permaneciendo así hasta que el abuelo finalizaba. Nuestros juguetes no eran otros que piedrecillas, paletas, pequeños palos, canicas, aros y galgas,... y poco más.
A veces el viejo descansaba y aprovechaba para  contarnos cosas que nosotros escuchábamos ensimismados. También preguntábamos sobre la guerra que años atrás había asolado el país  y el motivo por el que  se habían llevado a su hijo y por qué éste no había regresado. A Paquillo se le entristecía la mirada y el abuelo, a regañadientes, hablaba de las negruras de aquella época y de las muchas desgracias sobrevenidas, aunque prefería hacerlo de otras cosas. En ocasiones nos contaba historias sobrecogedoras, pero también algún cuento, como el que relato a continuación. Es el cuento de "EL PASTOR Y LAS GACHAS",  muy breve, pero, a mi juicio, tan interesante como otros.

                 EL PASTOR Y LAS GACHAS


Cuentan que en el Alto Aragón había una vez un pastor que pasaba el día con su rebaño de ovejas. Una vez  que éstas eran conducidas al aprisco, que los corderillos habían mamado y  él había ordeñado, ponía los cántaros de leche en las aguaderas, subía en la mula y emprendía el regreso a la aldea para la cena y el descanso. A la mañana siguiente cogía de nuevo sus aperos, montaba en la mula y emprendía el regreso a la montaña. Así cada día. 
El caso es que cada noche, como regresaba muy tarde, su madre le tenía apartada la cena, pues el resto de familia ya lo había hecho. En la casa siempre cenaban gachas y a él, que era buen mozo y joven, la madre le guardaba una buena parte de las mismas en el perol para que estuviera  bien alimentado. Al  llegar, se las calentaba en el fuego y le ponía la mesa. El mozo, en vez de alegrarse, siempre se echaba a llorar a  la vez que las iba engullendo. La madre le preguntaba el motivo, pero él no decía "ni pío". Y siempre así, una noche y otra.
La pobre mujer andaba muy desconcertada por el comportamiento del hijo, sin saber a qué demonios podría deberse cada noche el dichoso llanto, aunque no lo achacaba a que estuviese mal alimentado, por el buen aspecto que presentaba y porque nunca pedía más. Cansada ya de aquel comportamiento tan desconcertante, decidió un buen día hacerle un gran perol de gachas para él solo, a ver si así cambiaba su actitud. Se esmeró la buena mujer en hacer las mejores gachas que hubiese hecho en toda su vida. Eran "gachas coloradas", con un caldo que estaba diciendo "trágame", "cómeme". Además, en el perol había gachas para más de media docena de soldados que se hubiesen personado por allí, así que, a buen seguro, el mozo se rebailaría de gozo viendo tan enorme manjar.
Cubrían ya las estrellas el firmamento y la luna hacía su aparición mágica por el horizonte, cuando la buena mujer, que esperaba ansiosa en la puerta por comprobar la satisfacción del hijo, escuchó la proximidad de los cascos de  la mula. Descabalgó el muchacho, descargaron los cántaros de leche y se fueron para la cocina. La madre, tan contenta, destapó el perol con las gachas aún casi hirviendo y  lo puso en la mesa, esperando con entusiasmo el júbilo del hijo. Pero no fue así, ni mucho menos, sino que, muy al contrario, el jovenzuelo rompió a llorar de tal forma que no hubo manera de consolarlo. Se "esjarrataba" llorando, en un llanto interminable entre cucharada y cucharada.
La buena mujer no encontraba palabras, ni gestos ni acción alguna para mitigar aquel desconsuelo del chico.
-¿Qué te pasa hijo? ¿Acaso no te gustan?
Por fin el hijo se decidió a hablar:
-No, no es eso, madre.
-¿Qué es, entonces?
-Nada, madre, nada.
Y así continuó llorando, cada vez con suspiros más profundos.
-¿No son estas las gachas que más te gustan? He hecho todo el perol para tí, hijo, todo.
-Pues eso es, madre, que es todo el perol para mí.
-¿Y es eso lo que te enfada, hijo?
-Pues sí, madre, sí,... ya que "SI TODAS ESTAS ME HABÉIS DEJADO A MÍ,....¡CUÁNTAS NO OS HABRÉIS COMIDO VOSOTROS!"
Así fue como la madre comprendió la verdadera razón del llanto del hijo, que no era otra que la envidia y la desconfianza, defectos que sólo conducen al llanto y a la  desdicha, como le pasaba a aquel jovenzuelo.
Y colorín colorado que este cuentecilllo ya se ha acabado.

GLOSARIO:

Rucia:   denominación que se daba a todas las burras que tenían color claro canoso.
"Dar el paseillo": en la jerga popular se denominaba así a las personas que desaparecieron tras la Guerra Civil española de 1936 y que fueron asesinadas por el bando ganador sin tan siquiera dar cuenta a sus familiares.
Abarcas: calzado rústico, muy pobre, con suela recia de goma y algunas correas tambiem de goma.
Almará: objeto con puño de madera y estilete largo de hierro que servía para coser pleita, suelas de calzados y todo lo que se hiciese con esparto y cáñamo.
Cordelillo: cuerdecilla delgada de esparto o cáñamo. 
"Gramante": hilo fino y duro cuya denominación real es "bramante", pero que las gentes le denominaban "gramante"
Tirante/a: Cada una de las dos tiras de piel o tela, generalmente elásticas, que sirven para sujetar de los hombros el pantalón u otras prendas de vestir
Bancal: Terreno de forma cuadrada o rectangular en que se divide una zona de cultivo, especialmente una huerta.
Vituallas: Conjunto de cosas necesarias para la comida. Abundancia de comida y, sobre todo, de menestras o verdura.
Esparteñas: Calzado cuya suela esta hecha de cuerda de esparto.
Regañadientes:  Se usa en la expresión a regañadientes, que indica que una cosa se hace a disgusto, protestando o de mala gana
Aprisco: Paraje donde los pastores recogen el ganado para resguardarlo del frío o de la intemperie.
Rebailarse: sentir gran contento interior y manifestarlo externamente.
"Esjarratarse": Llorar con desconsuelo.


   
Niños con el aro y la galga
       
Bancal de huerta

     
           

martes, 4 de diciembre de 2012

UN CUENTO EN NAVIDAD

                                 
                          RECUPERANDO RECUERDOS
            
        (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)

Recuerdo, no sin nostalgia, los duros y fríos inviernos en los que cada noche, tras la última "rebaná" de pan, único postre con el que finalizábamos la cena, solíamos acurrucarnos junto a  raquíticos leños que lentamente se consumían  en la humilde chimenea de la casa. El rinconcillo sólo estaba alumbrado por la luz que desprendían las llamas, mientras adoptaban formas caprichosas que creaban sombras diversas en la estancia, y por la tenue luz de un candil de aceite. Cuando la aterradora ventolera nos visitaba, la lucecilla de la candileja zigzagueaba a capricho de los impulsos de aquellos vendavales, pues ni de colarse por el cañón de la chimenea se privaban. Al calorcillo de las ascuas permanecíamos hasta que no mermaban el aceite o la "torcía" del frágil candilucho. En cuanto alguno de estos elementos empezaba a apuntar hacia su ocaso, solíamos retirarnos a  descansar con el pensamiento puesto en que tendríamos que "ser buenos" al día siguiente. En aquellas entremedias que la lumbre y el candil tenían vida, nosotros repasábamos los hechos del día, mi abuelo hacía futurología sobre el tiempo, o salían a relucir relatos que transportaban la mente hacia mundos imaginarios y fantásticos. Solía ser esto más frecuente cuando la climatología ayudaba a recrear escenas ficticias, especialmente en las noches que retumbaba la lluvia en el tejado, o en las huracanadas, cuando el turbulento y persistente gemido del viento azotaba la pared de poniente y el aguilón del tejado. Era un sonido titubeante, que amainaba a veces, enloquecía rabiosamente otras, pero mantenía siempre mil melodías amenazantes y siniestras. Su furia flagelaba por igual, en una escena interminable, todo cuanto en su camino se interponía, a la vez que producía medrosas sensaciones. Considerábamos la vivienda como un baluarte hercúleo contra aquellos vientos y estar en su interior producía en nosotros sensación de fortaleza inexpugnable, sabiéndonos a salvo de tan amedrentador poder de la Naturaleza. Era como un quite especial que hacíamos en la noche a aquellas  furiosas inclemencias de las que durante el día nos resultaba imposible escapar, pues nuestra vidas estaban atadas al campo.


Carámbanos en el tejado

Frecuente en invierno era aquella situación, producida  por el poniente,  asiduo visitante,    y que servía para despertar leyendas y cuentos, adormecidos en la memoria de los mayores, que hablaban de historias malvadas, de personajes perversos o de infortunadas  criaturas vapuleadas por la desdicha y la adversidad, o de otras visitadas, de forma inesperada, por la diosa Fortuna. Una vez acabada la historia solíamos emprender la retirada. 

En las fechas de Navidad aumentábamos el consumo de leños y candil y así permanecíamos más tiempo junto al fuego. Esto y unos mantecados y tortas de Pascua, de elaboración casera, conformaban el solo capricho del que  disfrutábamos durante esos días. Cuando el cuerpo ya no aguantaba o el sueño me doblegaba, abandonaba  el humilde rincón para ir a meterme bajo los cobertores y zaleas que cubrían la cama y que, en un primer instante, más parecían  ser los carámbanos que a menudo colgaban de aquellos vetustos tejados de la casa. Allí, oyendo aún el gruñido del viento y recreando en la imaginación detalles de las historias narradas, iba dejándome abrazar por el deleite de un maravilloso sueño.


Hoy traigo a la memoria un cuento que mi abuela me relató estando pegados a las ascuas tanto o más que el gato, por el mucho frío, una de aquellas noches de crudo invierno, próxima ya la Navidad. El cuento se titulaba: 

  "EL SOLDADO QUE NO SABÍA LEER"


Allá por los tiempos de Maricastaña, cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo, volvían éstos un día de regreso de una de sus múltiples andanzas cuando se cruzaron con un viejo soldado que había servido en una de las mesnadas del rey y que ya regresaba a su casa. Como casi siempre, San Pedro iba de muy mal humor, no tanto por el mucho calzado malgastado, según él,  sino por lo poco que en su estómago  entraba últimamente.

Hacía algún tiempo que el soldado había recibido carta de su esposa, pero como no sabía leer, había sido otro soldado de la mesnada el que lo había hecho. En dicha carta le comunicaba que debido a las muchas penurias por las que atravesaban, había tenido que cambiar de pueblo y que ahora se hallaba en uno llamado "Cotavieja" que estaba a más de cuatro leguas del anterior. También le decía que lo esperaba para Nochebuena, que ya eran varios los años que no la pasaban juntos y que tanto su hijo como ella estaban deseando  tenerlo a su lado. 


El soldado, al verse licenciado, hecho que se produjo más por inútil que por  viejo, salió "a escape", con su petate acuestas, cargado éste de mendrugos de pan, única ganancia que el rey le había dado en los cinco años que lo había servido. Iba el hombre bastante perdido por aquellos caminos de Dios, repitiendo el nombre de "Cotavieja" una vez y otra para así no olvidarlo:



-¡"Cotavieja, Cotavieja, Cotavieja, Cotavieja,..."!-, siempre sin parar.

Subía por una empinada trocha, desprevenido y feliz, cuando quiso la mala fortuna que tropezase en un pedrusco, dando tal vaivén que fueron él y el petate a estrellarse contra un gran árbol que había junto a la vereda. Fue tal el topetazo que allí no sólo voló el petate, sino que junto a éste también voló el nombre de "Cotavieja", pues ya no fue capaz de recordarlo. Aturdido y magullado, recogió sus enseres y siguió su camino, pero ya no era "Cotavieja" lo que le venía a la memoria, sino "Corralavieja", "Cantalavieja", "Caralavieja", "Culolavieja" y mil más, pero ninguno era el que ponía la carta.

Desesperado porque la noche se echaba encima y porque no veía un alma por aquellos caminos, quiso el azar, como queda dicho, que viniese a tropezar con el Señor y San Pedro que venían de hacer milagros de una aldea cercana y, dirigiéndose a éste último, porque era mayor y le parecía de más respeto, le preguntó:

-Oiga, señor, ¿podría decirme por dónde se va hasta la aldea de "Cabralavieja"?-, pues  éste fue  el último nombre que le vino a la mente.

San Pedro que no llevaba cara de buenos amigos, primero soltó una gran carcajada por lo del nombre y luego le dijo con voz malhumorada:

-¿Acaso no sabes leer, mendrugo? ¿No has visto, "so zoquete", el letrerillo que hay en la encrucijada de los caminos?

El soldado no quería que supieran que era analfabeto y ante la respuesta agria del Santo, le contestó que no había visto el rotulillo, que iba distraído por la mucha ansia que tenía de llegar a su casa, para ver a su mujer y a su hijo, a los que no veía desde hacía años y  que quería pasar la Nochebuena con ellos. San Pedro, dando muestra de no querer atender a más razones, aligeró el paso, mientras el Señor, al observar la respuesta avinagrada y desabrida de su acompañante, no quiso quedar al margen y se dirigió al soldado diciendo:

-¿Qué es lo que busca, buen hombre?

-Mire, señor, soy soldado que vuelvo de servir al rey y ando desorientado, pues hace muchos años que me marché y ahora regreso con mi mujer y mi hijo. Quisiera saber si éste es el camino de "Correlavieja".

-¿Cómo dice "Correlavieja" si a mi acompañante le ha dicho  "Cabralavieja"?

-Bueno, no sé. Mi mujer pone "Correlavieja"  en una carta que me escribió hace unos meses.

-Buen hombre, -replicó el Señor en tono siempre pacífico y amigable-, no se conoce por estos confines aldea que lleve ninguno de esos nombres. ¿Está usted seguro que su nombre es "Correlavieja"?

-Así creo, señor; eso es lo que yo leí. 

El Señor, al que nada se le escapa, sabía que el soldado no sabía leer y que había olvidado el nombre, así que le preguntó si llevaba la carta en el hatillo para leerla de nuevo. El soldado no quería que vieran el pan por miedo a que se lo robasen, pero, ante la insistencia del Señor, no tuvo más remedio que abrir el morralillo y sacarla. Fue en ese momento cuando San Pedro vio el pan, con lo que la boca se le hizo agua por la mucha hambre que tenía, así que le dijo que le daría un maravedí si le daba un corrusco de aquellos.

-Señor, yo no vendo el pan, que lo quiero para mi mujer y mi hijo, para tener comida para la Nochebuena, pues somos muy pobres. Ella pasa el día lavando la ropa de gentes poderosas y apenas le pagan un maravedí al día y yo sólo traigo esto. 

Intervino de nuevo el Señor, diciéndole a San Pedro:

-No seas pejigueras, Pedro, que los maravedíes no son suyos, sino de los dos. Si quieres que te de un corrusco de su pan debes  leer la carta que lleva, pues el pobre no ve bien.

De esa forma el Señor no quiso humillar al soldado, y sí dar una lección de humildad al Santo, que tampoco sabía leer.

-Señor, -dijo San Pedro-, bien sabes que se me cayeron las gafas en el pozo cuando fui a sacar agua y desde entonces ni las letras grandes veo.

-Vale, Pedro, por esta vez pase, pero la próxima lectura la harás tú, ¿de acuerdo?-, pues tampoco quiso dejar en mal lugar a su compañero de fatigas-. Ahora veamos lo que dice la carta.

Cuando ya la hubo leído, le dijo, muy contento, al soldado:

-Vaya, hombre, la aldea a la que te diriges se llama "Cotavieja" y hacia allá vamos nosotros también, aunque no sé si podremos llegar, pues el cansancio es mucho y, además, no hemos comido en todo el día. También queremos llegar para celebrar la Nochebuena, pero,...,ya ves, ya ves lo agotados que estamos.

Quería el Señor de esta forma poner a prueba la generosidad del soldado.

Éste que recordó de golpe el nombre de la aldea, dudó si aliviar o no con su pan la fatiga de aquellos hombres, pero, más por conveniencia que por otra cosa, abrió el morral y sacó tres mendrugos, dando uno a cada uno y otro para él. Se sentaron a la vera del camino, engullendo con voracidad, en especial San Pedro, el duro corrusco y siguiendo después la marcha los tres juntos, hablando de unas cosas y otras y, en especial, de cómo pasarían Nochebuena y Navidad. El soldado volvió a comentar al Señor, que iba tomando buena nota de lo que le decía, lo pobres que eran y que quizás sólo tendrían aquellos mendrugos para toda la Navidad.

Cuando llegaron a la entrada de la aldea se separaron, yendo el soldado en busca de la casucha donde le aguardaban su mujer y su hijo. Al llegar se abrazaron y seguidamente él fue a mostrar los trocillos de pan que les traía, con lo que esperaba poder pasar las Navidades. Pero,...¡vaya sorpresa!, pues al abrirlo, vieron que dentro ya no había corruscos de pan duro y florecido, sino brillantes pepitas de oro con lo que tendrían para pasar todas las Nochesbuenas y todas las Navidades que les aguardaban durante el resto de sus vidas. Y así es cómo terminó este cuento del "SOLDADO QUE NO SABÍA LEER", pero que inmediatamente fue a la escuela para aprender, pues   junto con la salud, es el mayor bien que las personas pueden poseer.
Y "colorín colorado", que este cuento se ha acabado.

GLOSARIO:
"Rebaná":  por "rebanada" corte fino y pequeño que se hace en el pan.
"Torcía" del candil: mecha que se usaba en los candiles. Un extremo estaba introducido en aceite del que se alimentaba para alumbrar. El otro extremo era el que estaba encendido.
Verse licenciado: se denomina así al hecho de finalizar el servicio militar y conceder al soldado la licencia para marchar a su casa.
Salir "a escape": salir rápido, de prisa.
Petate: especie de saco en el que el soldado llevaba sus pertenencias.
Mendrugo de pan: trozo de pan seco y duro. Corrusco.
"So zoquete": expresión con la que se indica a alguien que está equivocado o que es tonto.
Pejigueras: pesado, molesto, incómodo.
                        
                         
         
             
 

martes, 27 de noviembre de 2012

UN TROPEZÓN EN COTORRÍOS


                 RECUPERANDO RECUERDOS
             (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)

      UN TROPEZÓN EN COTORRÍOS    
                   
Corría el verano de 1988. Eran los primeros días del mes de  julio y aquellas  vacaciones se presentaban especiales: estrenaríamos tienda de campaña y también  nos estrenaríamos en la maravillosa vida de camping. La ilusión inundaba la imaginación. Con nerviosismo, con entusiasmo desbordado íbamos buscando el espacio que  en el pequeño maletero del  R-8 nos permitiera llevar a cabo nuestro ansiado proyecto. 

Nuestro R-8
Durante unos días el coche sería nuestra casa ambulante y no podría faltar nada. Éramos cinco de familia y hasta la "AZUL" de Javier (su inseparable almohada) y sus juguetes debían ocupar  su sitio. Nos las arreglaríamos como fuese. A buen seguro que todo aquello sería una experiencia maravillosa. Para nosotros era nueva. La aventura la haríamos con unos amigos, avezados ya en la vida de acampada.

Nacimiento río Guadalquivir
Salimos de Albox un día muy de mañana y nos dirigimos a Cotorríos, subiendo desde Pozo Alcón por el Puerto de Tíscar para, desde allí, adentrarnos en Sierra Cazorla hasta llegar al nacimiento del río Guadalquivir, espacio deslumbrante por su enorme  belleza paisajística. Empezábamos así a hallar la plena armonía que buscábamos, la total simbiosis con la Naturaleza, en un entorno de ensueño, disfrutando de lo que aquella nos brindaba: el sosiego, el agua cristalina que emergía de la tierra formando aquel primer arroyuelo  que daba origen al río. Todo era perfecto: el manantial, cada rincón, cada planta, cada animal en su estado natural y salvaje. Fuimos después descendiendo por las márgenes del río hacia nuestro destino: Camping de la Chopera de Cotorríos


Por un tiempo estaríamos en total comunión con todo aquello que nos rodeara. Dormiríamos cada noche cubiertos casi sólo por el manto del cielo, mirando las estrellas, con el sonido de algún ave nocturna, el graznido de algún animal, el concierto monótono de los grillos con su cansado  “cri, cri, cri, cri,…”  o la melodía que creaba el paso del agua. Nos despertarían quizás  las primeras luces del alba o la salida del Sol, o el ruido de cervatillos que, muy familiarmente, se tomaban la confianza de acercarse durante la noche hasta las tiendas olismeando y buscando, quién  sabe, si alguna galguería para llevar a la boca, pues al parecer ya estaban bastante acostumbrados.

Era toda una  infinidad de pequeñas bellezas que no percibimos en el afán diario de nuestras vidas, el cual nos ocupa de tal manera que  nos hurta la oportunidad de recrearnos en la grandeza que encierran las pequeñas, las humildes maravillas que nos ofrece la  Tierra y que muy poco valoramos.

Una vez que llegamos a nuestro destino nos situamos en una parcela al margen mismo del río, en el escaso espacio que iba dejando la mucha gente que durante esos días empezaban a poblar el camping.  Ansiosos por llenar los sentidos y el espíritu con todo aquello de lo que gozaríamos sólo unos días, aligerábamos cada mañana para emprender la marcha hacia alguno de los infinitos lugares y rincones que se nos ofrecían por cualquier lugar de la Sierra de Cazorla.

Centro "Torre del Vinagre"
Acudimos al museo del Centro de Visitantes de la Torre del Vinagre, fuimos a Siles,  pasando por el Tranco, y llegamos hasta el nacimiento del río Mundo, que parecía estar al otro lado del mundo. Nos bañábamos en los “chirlancos” que el agua  cristalina y fría, en su veloz descenso de la montaña, iba  formando en pequeñas hondonadas, creando en su  descanso un bello juego de cristalinas burbujas; serpenteábamos por caminos intrincados; ascendíamos a lomas para divisar paisajes hechos de postal y regresábamos siempre agotados, deseosos de caer en aquellas colchonetas que, extendidas sobre el suelo, se habían convertido en el mejor de los lechos soñados.

Chopera de Cotorríos
Con todo,  cada noche, tras la cena, aún estando exhaustos, nos quedaban fuerzas para charlar, para  intercambiar impresiones y opiniones, contar historias y vivencias o para jugar a las cartas. Sobre las doce de la noche se hacía obligatorio el silencio, algo que era sagrado y respetado por  todos. Mas quiso la fatalidad que una de las noches, regresando de efectuar la micción que precede a la caída en brazos de Morfeo,  fuese yo a tropezar con uno de los vientos que aguantaba una minúscula tienda, modelo “iglú”, en la que se hallaba una pareja joven, de procedencia extranjera y que en aquel preciso instante andaban metidos en la más  fascinante faena que puede no sólo hacerse, sino hasta imaginarse. Se deleitaban en un apareamiento interminable. Gemidos y suspiros profundos, no de dolor o pena, sino de intenso y desaforado placer surgían del interior de la "tienducha" cuando la mala suerte me llevó a  dar aquel inoportuno y desafortunado TROPEZÓN, arrastrando no sólo uno de los vientos que aguantaban la tienda, sino   la tienda misma, haciendo que por lo frágil del montaje, viniera ésta a hundirse sobre sus moradores, lo que creó tal alarma que produjo de súbito un  coitus interruptus. Gritos, juramentos y maldiciones a miles  salían de entre los arreos de la tiendecilla, como si debajo de ella hubiese condenados al Infierno o  una manada de diabólicos bichos. Juro por todos los dioses del Olimpo que no hubo en mí intención alguna de interponerme en tan dulce y profundo deleite, pues tal comportamiento correspondería a un malvado, y que sí hubo despiste, desorientación y mucho sobrecogimiento por los estertores que, como grandes bocanadas de un furioso volcán, surgían de aquel interior; o  puede que se debiese mi desatino al mucho cansancio y sueño que a esa hora  atenazaban mis ojos. Pero afirmo y confirmo que nada de voluntad hubo en mí por sacar de aquel entretenimiento al que tan gustosa y afanosamente estaban entregados los jóvenes, cabalgando por las sendas del delirio.
Tienda modelo "iglú"

Fue el caso que en cuanto la tiendecilla les cayó encima  pasaron, como por arte de "birlibirloque", de aquel profundo jadeo a un feroz vocerío, pues bien parecían  fieras enloquecidas, por todo el desafuero que les había ocasionado el desplome del chambao. Yo desperté de mi sueño, se me aligeró el corazón y tras lograr destrabarme  de aquella inoportuna atadura como buenamente pude, aligeré el paso para llegar, como un rayo, hasta donde se hallaban  mis acompañantes que, con sonoras carcajadas habían observado mi desventurado contratiempo. Mientras, los jóvenes de la tienda intentaban desliarse  del envoltorio en el que se hallaban a la vez que lanzaban improperios que yo no entendía y que asustaron a todo el vecindario. En un "santiamén" me introduje en mi escondrijo, al igual que hicieran mis acompañantes, para ocultar cualquier sospecha que pudiera delatar el  inoportuno incidente. Pronto llegaron los encargados del mantenimiento del orden intentando aclarar lo ocurrido. La pareja de infortunados, acalorada por lo acaecido,  no daban explicación suficiente y, cada cual en su lengua, jóvenes por un lado y guardianes por otro, convirtieron el tema en una Babel indescifrable, a la vez que nosotros intentábamos contener, a malas penas, una risa que pudo habernos supuesto la expulsión  del camping a horas tan intempestivas. Por eso que a la mañana siguiente, antes de descubrir con nuestros propios comentarios y chanzas  la verdad de lo acontecido, levantamos las tiendas y nos dirigimos a las Lagunas de Ruidera.

Lagunas de Ruidera
Conforman  estas Lagunas un paisaje exótico con estanques que se van sucediendo a diferente altura. Es un territorio menos frondoso que Cazorla,  algo más desolado, pero de una belleza natural igualmente deslumbrante. Nuestra estancia se abrevió por razones que no vienen al caso, pero si recorrimos todos y cada uno de los laguillos y aprovechamos para acudir a la famosa Cueva de Montesinos, en la que don Quijote pasara tan sólo una hora que le pareció tres días con sus tres noches y donde estuvo con Montesinos que, junto a otros, había sido encantado por el mago Merlín

Cueva de Montesinos
Pues bien, a la tal cueva bajamos nosotros también, no ya por vérnoslas con Montesinos o con su primo Durandarte, sino para conocer la sima.  Y, en verdad que si media hora estuvimos en el interior de aquel abismo, a mi me pareció una eternidad. Hizo de guía un viejo que como ayuda sólo disponía de una raquítica linterna. Cobraba el hombre cinco duros por persona y una vez hecho el cupo de seis, empezaba la aventura. Le seguíamos, alumbrados sólo por la tenue luz de su linternilla e íbamos deslizándonos, uno tras otro,  hacia el interior del  antro por un pasadizo resbaladizo y más oscuro que “bocalobo”. Una vez descendimos unos metros, hallamos un estanque de aguas cristalinas, visible sólo cuando el viejo deslizaba la frágil lucecilla hacia aquella superficie. Tuvimos que  pasar "a gachas" por más de un espacio, sostener el equilibrio como buenamente podíamos en aquel trecho angosto y oscuro,  trazado en la piedra  y, con "el corazón en un puño", agarrándonos a una pared de roca viva, intentar escapar de aquel  demoníaco lugar donde me pareció podían acabar nuestros días y noches para siempre. 

Don Quijote en la Cueva de Montesinos
Quiso el viejo hacernos ver el rostro de don Quijote en uno  de los frontales que destacaban,  pero  yo sólo vi una argucia para distraer nuestro pavor. Lo que sólo era una pequeña laguna subterránea, empezó a parecerme un colosal océano que sólo en una ocasión me atreví a mirar "de repelón", pues andaba más interesado en sujetarme adonde podía  y seguir al viejo que en apreciar las lindezas de la caverna. 

Pasado el estanque hubimos de ascender por una oquedad de la piedra, por la que apenas cabía la cabeza de un esquelético  ser humano, a lo que el viejo llamaba "subir por el ascensor". Agarrándonos a una cuerda, que más bien era una guita y que descendía por aquel agujero como si viniera del badajo de una campana, subió primero él viejo y el resto de los aventureros, uno tras otro, después. Así fuimos siendo paridos del vientre de aquella guarida. No fue un parto con dolor, sino el salir del vientre del horror para volver a  sentir el alivio de estar vivo, para regresar al simple sentido común de la vida. No me extraña que a don Quijote le parecieran tres días lo vivido en una sola hora y se encontrase allí con tanto encantamiento, aunque para él fuera un palacio lo que allí halló. El lugar fue el mismo, sin duda, para nosotros, pero sin palacio y sí como clara antesala del Infierno, pues por poco nos quedamos allí con Montesinos, Durandarte, su bella esposa Balerma y demás encantados. A veces he pensado si no sería el viejo la reencarnación misma del tal Montesinos.

Después de esto decidimos regresar a Albox y no experimentar en un tiempo más aventuras como la de la Cueva de Montesinos, no fuera que Merlín hiciese real en nosotros lo que sólo fue ficticio en don Quijote.

GLOSARIO:

Avezado: experimentado, veterano, ducho, diestro, curtido, acostumbrado.
Simbiosis: mezcla, fusión, unión.
Galguería: golosina, manjar.
Arroyuelo: diminutivo de arroyo. Torrente pequeño.
Chirlanco: estanque o charco de agua.
Hondonada: hondón, depresión, concavidad.
Iglú: habitáculo de los esquimales construido con trozos de hielo, en forma de media esfera, con una abertura para pasar
Tienducha: forma despectiva de "tienda".
Arreo: conjunto de herramientas usadas en un oficio. también los aperos que se ponen a las caballerías.
Tiendecilla: diminutivo de "tienda".
Bocanada: cantidad de aire, humo o líquido que se toma o expulsa por la boca.
Birlibirloque: por arte de magia, algo hecho de forma inexplicable, por medios ocultos y extraordinarios.
Jadeo: resuello, ahogo, ansia, fatiga, sofoco, resoplido
Desafuero: desorden, atropello, transgresión.
Chambao: techado o cubierta para guarecerse, para tener sombra, para resguardarse.
Cuerdecilla: diminutivo de cuerda.
Contratiempo:  suceso imprevisto que retrasa o impide hacer lo que se desea. Contrariedad.
Improperio: palabra o expresión con la que se insulta a una persona
Escondrijo: lugar apropiado para esconder algo.
Bocalobo: lugar muy oscuro y tenebroso.
De repelón: mirar de soslayo, de pasada, sin detenerse. Rozar algo sin golpearlo.
Guita: cuerda fina y corta. hecha de esparto o cáñamo.
Guarida: cueva, caverna, antro.

  


           
               Don Quijote y Sancho           Mago Merlín
    


       
                   Panorámica de Siles                      Pantano del Tranco