lunes, 12 de noviembre de 2012

RECUPERANDO RECUERDOS


        RECUPERANDO RECUERDOS
              (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)             
     LO QUE OCURRIÓ EN DURRO
                                                      
Camping junto a Ordesa 
La mañana apareció lluviosa y, aunque julio caldeaba con implacable fuerza el ambiente, tampoco era de extrañar un tiempo tan variable en tierras pireneicas. El cielo estaba encapotado y una ligera llovizna se cernía sobre el lugar, amenazando  unas veces con ser copiosa, extinguiéndose otras, como si se tratara de una burla del cielo. Decidimos, pese a lo imprevisible que se "abarruntaba" el día,  levantar las tiendas de campaña y salir de aquel bello paraje, desde el que divisábamos la abrupta, pero majestuosa y bella cara de la entrada al Parque  de Ordesa. No temíamos la amenaza del tiempo, aún a sabiendas de que allí éste siempre es imprevisible, pues no en vano habíamos pasado ya por las tormentas habidas en el Monasterio de Piedra o de Ainsa. Con todo, otros momentos  tan espeluznantes como las que produjeran las tormentas, fueron las aventuras del paso por el Cañón de Añisclo, donde nadie me encontrará, si es que alguna vez me pierdo, o la subida al balneario de Panticosa.
Plaza de Ainsa
Llegamos a Durro en torno al mediodía, tras breve parada en Bohí Taull. La entrada se nos hizo complicada ya que en el diminuto y vetusto pueblo, que dormita sobre una apacible ladera, sólo hallamos una calle, con solera de piedra, por la que acceder y poder atravesarlo, y era ésta  tan sumamente angosta, que a malas penas podían cruzarse dos coches. Estaba la calle cubierta de fanguillo, un repugnante mejunje negruzco, mezcla de excrementos de vacas y ovejas y el agua con la que la ligera lluvia había ido rociando la población durante la noche anterior y aquella mañana. Salir del coche y zambullirse en aquella lechada de mugre, era todo lo mismo.  Nuestra intención era la de hacer una visita rápida a la pintoresca población, detenernos a tomar algún alimento para recuperar energía, algo que ya echábamos en falta y, seguidamente, aligerar la marcha para montar nuestro siguiente campamento en Viella, ya en el Valle de Arán,                                                                      
Pasaba ya la hora del almuerzo cuando cruzamos el pueblo y, como digo, el hambre  y la necesidad hacían por igual  mella en nuestros cuerpos, siendo los niños los que más exigían. No vimos en la estrecha calle restaurante, bar, tasca o taberna donde  aliviar el apetito y la sed, y si lo había, que a buen seguro lo habría, pasó desapercibido a nuestra vista, nublada ya tanto por la necesidad de yantar como por la infecta imagen de la calle. Nuestra ansia fue en aumento, pues tampoco hallábamos espacio en el que estacionar los cinco vehículos que conformaban nuestra extraña caravana. Viéndonos en tal apuro, decidimos detenernos a unos doscientos metros del pueblo, en las afueras, cerca de la ermita de San Quirc.  Junto al camino vallado había pequeños prados en desnivel que los lugareños tienen para pacer su ganado en verano y abastecerse del heno que lo alimenta durante el invierno. El vehículo que encabezaba la peculiar comitiva tuvo la ocurrencia de acceder a uno de aquellos prados por la abertura que el vallado de piedra permitía desde el camino, para cumplir con la necesidad que ya  nos venía atormentando. Se trataba de un reducido espacio no cultivado, a la entrada de  una pequeña propiedad, pero sí suficiente para la superficie que nosotros necesitábamos. La intención era tomar algún  alimento de la despensa que siempre llevábamos en  los maleteros.
Cola de caballo en glaciar de Monte Perdido
Uno tras otro, guiados por la ingenuidad, fuimos tomando posición con los coches en el interior del pradillo, pero por no quedar espacio para el mío, hube de dejarlo a la entrada que daba acceso al mismo. Entre risas y comentarios empezábamos a devorar nuestro más que endeble almuerzo cuando, sin saber cómo ni por dónde, como si emanara de lo más profundo de los infiernos, se nos vino encima un viejo, por lo demás, una de las pocas criaturas que vimos en aquella minúscula y aletargada población. Es posible que todo se desencadenara por aproximarse dos de los niños  a unas vaquillas que pastaban entre unos pinares y fuese esa la razón que provocara en el hombre tal enajenación mental que, poseído por todas las Furias y enarbolando un enorme bastón, vino hacia nosotros lanzando los más terroríficos improperios y maldiciones que de boca humana puedan salir. Ni el mismísimo Polifemo lo igualara contra Ulises. Blandiendo una descomunal vara sobre nuestras cabezas amenazaba con segárnoslas a todos, a la vez que clamaba contra Dios, Santos y Vírgenes, llevándose la peor parte la del Pilar, contra la que gastó sus más innobles blasfemias y abominaciones. Desconozco la razón por la que debía tener tanta aversión y tirria a dicha Virgen.

Uno de los niños junto a las vacas

En honor a la verdad debo decir que nadie escapó ese día en el Cielo sin recibir sobrada dosis de afrentas y agravios de aquel ser enloquecido.  Su furia era tal que, aterrorizados, sin saber cómo escapar de tamaña maldición, uno de nosotros, mi amigo Juan, sacando fortaleza de espíritu, pues allí no servía otra, no sé cómo pudo tratar de amainar el furor de aquel salvaje, pues  los demás, quien más y quien menos ya tenía todo humedecido, a la espera de una primera fatal ejecución de alguien de la comitiva.  Fue Juan el único atrevido que intentó convencerlo de que nunca estuvo en nuestro ánimo perjudicar su hacienda y, que si habíamos parado allí, había sido con la intención de tomar un bocado y que de inmediato partiríamos. Aquello no sólo no lo apaciguó, sino que duplicó, si cabe, su histerismo hasta límites imprevisibles, maldiciéndonos a grandes voces, diciendo que "de Alicante teníamos que ser", pues creyó que de tal provincia debíamos proceder, al ver las iniciales de matrícula de los coches, que en todos empezaba por AL. Tampoco entendí su aversión hacia los alicantinos. Nosotros, en ningún momento descubrimos nuestra procedencia almeriense, no fuese su rabia aún mayor con quienes tenemos dicho origen, así que preferimos pasar por alicantinos.
Nuestro pánico crecía por segundos, creyendo que aquel poseído terminaría por enviar al infierno a alguno de los presentes, temiendo, sobre todo, por los niños que ya, totalmente descompuestos, lloraban a grandes gritos, confundiéndose su clamor ante aquel espanto,  con el vocerío del ogro aparecido.  Y, no sólo sentíamos la amenaza sobre nuestras cabezas, sino que también se extendía ésta sobre los coches, pues decía que los haría añicos, que los destrozaría en mil pedazos. -¡Maldito día en el que vine aquí!, -pensaba yo para mis adentros, pues acababa de estrenar el mío. Era su primer viaje. Aquel ser endemoniado no se apartaba de él, a la vez que nos tenía a todos acorralados dentro del recinto. Hubo un momento en el que, por ser  mi coche el más cercano a aquel desencajado personaje, aunque no estaba dentro de su propiedad, a punto estuvo de arrearle un estacazo, que si no fuera porque el valiente de Juan que, a costa de jugarse su propio pellejo, seguía haciendo de hombre bueno, influyera en la dirección del golpe de la vara, yendo la misma a estrellarse sobre el muro de piedra.  En un descuido, como llevado por un impulso sobrehumano, aprovechando aquel desacierto del perturbado, salí como un rayo, entré en el coche y escapé zumbando de aquel infierno, sin esperar a nada ni a nadie. Ni las pedruscos del camino, ni el propio Hércules que lo hubiese intentado, me habría detenido en mi huida, por tal de salvar el coche. Si pude lograrlo fue,  o bien porque la Virgen del Pilar, enfadada con aquel iracundo ser, debió apiadarse más de mí que de él, o porque tal vez Juan tenga un poder divino, como quedó allí más que probado. Así fue como me zafé de aquella quema, más veloz que un rayo.
El coche tenía la llave colocada en el contacto, arranqué y, con el maletero abierto y sin mirar atrás, saltando sobre las enriscadas del camino, salí  como alma que lleva el diablo yendo a parar a la ermita de la que nos separaban unos doscientos metros, convirtiéndome en un auténtico desertor, algo que no sé si me han perdonado  los demás, mi mujer creo que no. Fue entonces cuando ella, aterrada por el pavor que producía aquel monstruo, tras  haberla abandonado con los niños, por tal de salvar el coche y no a ellos, arremetía con voces tales contra mí que atronaban aquellas montañas, superando ya a las del mismísimo energúmeno.
Oía las voces, pero nada me detuvo, ni tampoco presencié el desencadenamiento final de tal odisea, sólo sé que unos en coche y otros haciendo de sus piernas alas, llegaron al montecillo de la ermita tan pronto como lo hiciera yo. Hasta el mismo Juan dejó su plato de lentejas sobre las piedras y, creyendo más en la huida que en tranquilizadoras palabras, abandonó al loco, sin echar la vista atrás y sí dando gracias al milagro de haber sobrevivido. Hoy lo contamos como una graciosa aventura, pero juro por todos los dioses que nada tuvo de jocosa ni de divertida.  
Cuántas veces he pensado que de no ser por Juan, puede que hoy no contara esto y sí que todos hubiésemos sido víctimas del delirio de aquel monstruo. Pienso también que nunca le hemos agradecido lo suficiente el serle deudores de nuestras vidas y la salvación de los vehículos,  apoyado, eso sí, por la Virgen del Pilar, que de cierto no andaría muy de buenas con aquel desequilibrado personaje. 
No sé de donde saqué fuerza para escapar ni cómo lo hizo el resto, pero sí sé que antes casi de que llegara yo a la ermita de Sant Quirc, ya llegaban todos.
Ermita de San Quirc
En la puerta misma de la ermita nos sentamos sobre las piedras, (aunque primero recibí una  sonora  reprimenda de mi mujer y de mis hijos), no ya para dar gracias al santo, que no lo hicimos y con el que tal vez aún estemos en deuda,  como dijera María, componente del grupo, pues ella siempre andaba con rezos y salmodias; ni tampoco a  tomar ya  alimento alguno, pues la tripa se nos había estrechado tanto como la tuviera un lazarillo, sino a reírnos, con risa agitada y nerviosa, de la más grande aventura que en aquel viaje tuvimos. 
Yo aquí lo cuento para que los que recalen por Durro  tengan muy presente dónde pisan, que en Cataluña..., "la hacienda es la hacienda" y "la pela es la pela" y en la "pela" se hallan todas las Furias escondidas. 

                                                                                                                      
GLOSARIO: 
"Abarruntar":   es normal en muchos hablantes el uso del término "abarruntar",  en vez de "barruntar". Conjeturar o presentir que va a ocurrir una cosa. 
Pirriarse:  Desear vehementemente una cosa.
Mejunje: Sustancia pastosa; mezcla de aspecto desagradable.
Solera: Suelo (junto a otros diferentes significados)
Lechadal: Líquido que tiene en disolución cuerpos insolubles muy divididos.
Tasca: Establecimiento de carácter popular en el que se venden y consumen bebidas alcohólicas y en algunos casos comidas. Taberna.
Despensa: Conjunto de alimentos almacenados. Lugar donde se almacenan.
Tirria: Odio o manía que se tiene a alguien o algo.
Hacer añicos:  Pedazos o piezas pequeñas en que se divide alguna cosa al romperse.
Jugarse el pellejo: exponerse a una situación extrema por tal de conseguir algo.
Zafarse de la quema:  Escaparse o esconderse para evitar un encuentro o peligro Librarse de un peligro o un daño.
Enriscada: Lugar o espacio formado por riscos.
Lazarillo: se aplica a los pícaros, personajes famosos en la Literatura Española del Renacimiento, cuyas vidas estaban marcadas por el hambre y la necesidad. Toman su nombre de la obra anónima "El Lazarillo de Tormes" (1554)

                  
                 Vista de Durro                     Iglesia de Bohi Taull

                    

          Carretera del Cañón de Añisclo       Monasterio de Piedra    


  



No hay comentarios:

Publicar un comentario