Diré que siempre fui apasionado amante de leyendas mágicas y
extrañas, tanto que, en mi
fantasía, las llegaba a convertir en reales. Envolvían mi imaginación, la secuestraban y
terminaba dándoles vida, la que yo quería.
Así ocurrió con aquella leyenda misteriosa que mi abuelo me
contaba acerca de una cueva que había dentro de un terreno de su pertenencia,
en una zona bastante distante de donde vivíamos. Raramente frecuentaban dicha
heredad por su lejanía, sólo una vez o dos al año con la finalidad de arar los
árboles, que eran pocos, o recoger la almendra que allí se cosechaba. El hecho
de esta circunstancia de lejanía convertía
para mí en un misterio aún más agrandado aquel enigmático lugar. Diré que la
susodicha cueva recibía el nombre de “CUEVA DEL GATO”, y en torno a la misma
había una extraña y fantasiosa leyenda que me tenía impresionado y que relataré
seguidamente.
Mi perseverancia pudo finalmente convencer a mi abuelo para que me llevase con él y así descubrir con mis propios ojos el famoso antro en el que decían estaría por mil años aquel gato tan enigmático como escalofriante. Para que todo cuadrara le pedí que me llevara un día de San Juan. Yo estaba obstinado en ver la cueva, pero también en ver al gato. Mi abuelo accedió, a regañadientes, poniendo por fin fecha, que no sería otra que la de la siguiente festividad de San Juan, muy próxima ya, pues tan sólo faltaba una semana.
Imagen del gato
“Llegaba la madrugada, al primer canto del gallo, mi madre ya me estaba despertando. Con dos burras, portando una de ellas los aperos de labranza, partíamos mi abuelo y yo. Íbamos ambos a lomos de una de las bestias. Él delante, sobre la albarda, yo a la culata. Tardábamos un tiempo que se me hacía eterno y cuando ascendíamos hacia las cordilleras que se levantan más arriba del cortijo de la Sacristana, ya apuntaba el día con toda su claridad. No tardaría el Sol en extender sus primeros rayos sobre aquellos montes, revistiendo de colores variopintos cerros, valles y vallejos, a la vez que aumentaba mi anhelo por ver al gato saliendo de su misterioso escondite, aunque sabedor de que ya no llegaría en el momento adecuado. El paso lento y tedioso de las bestias me causaba desazón y exasperación a partes iguales. No podía ser que tanta ilusión se viese frustrada por desajuste de un tiempo que no habíamos precisado suficientemente. Un camino pedregoso y encumbrado en la mayor parte de su recorrido dificultaba el avance y lo hacía lento hasta la desesperación. Cumbres arriba, el Sol despertó, ahogando así toda mi esperanza de ver a la terrorífica fiera salir de su escondite. Sólo me restaba descubrir la cueva. Con esa angustia caminaba y con esa especie de desilusión permanecí el resto del día.
La cueva no daba mucho de sí. Bajo unos peñascos se escondía la boca de una caverna recubierta de malezas vegetales, y a la que me dio no poco reparo penetrar. También me espantaba la idea de que hubiese algún animal salvaje o serpientes, tanto o más que la del mismo gato. Además, si la leyenda tenía algo de cierta, a esa hora el gato estaría muy lejos, estaría ya en el Castellón. Así que decidí no investigar demasiado y esperar la hora de regreso. Mientras tanto, mi abuelo llevaba a cabo la labranza y yo me entretenía persiguiendo unos chorlitejos novatos que piaban por aquel cerro, o iba de una colina a otra contemplando el escuálido paisaje. Desde una de las cumbres se contemplaba el desnivel que presentaba el Arroyo de Olías, debido a la erosión de siglos, mejor, de milenios. Se veía algún que otro cortijo diseminado. Lo mismo ocurría si lanzaba la mirada haca los Azules, donde también los había. Mi imaginación, en una alocada combinación de cuadros, colores y paisajes, cambiaba de un lugar a otro, de una fotografía a otra, pero siempre sin perder de vista la mirada hacia el Castellón, lugar de ficción en el que a aquellas horas al gato deambularía sobre restos que ya eran historia y adonde él volvería a reencarnarse en príncipe transcurridos mil años.
Así pasé el día y se hizo la tarde. Mi abuelo preparó nuevamente las bestias y emprendimos el regreso. Ya se teñía de oscuridad el paisaje cuando dimos vista nuevamente al cortijo de la Sacristana. Es un cortijo solitario, alzado sobre un leve montículo, abrazado éste, a su vez, por dos pequeñas ramblas que confluyen a sus pies. Por allí se deslizaban las bestias a paso lento, aupados nosotros sobre una de ellas, cuando mi abuelo me hizo observar un detalle del que, en mi abstracción por el desengaño vivido, yo no me había percatado. Corría un leve airecillo y, a aquella altura, aún podíamos apreciar negros nubarrones, de variadas y caprichosas formas que cubrían la sierra donde se hallaba el Castellón. De aquellas nubes empezaba a escapar, de cuando en cuando, un lejano relámpago que aportaba cierta luz a la estrecha y quebrada senda por la que descendíamos hacia la rambla de “Enmedio”. Él, con su experiencia de viejo conocedor de caminos solitarios, tal vez ya hubiese vivido algo similar.
El caso fue que,
cuando ya nos acercábamos a la rambla, me indicó que mirara hacia atrás, que
una corta, pero gruesa hebra de lana se arrastraba desde hacía algún tiempo
detrás de nosotros, siguiendo nuestros pasos. Al principio, y ante la oscuridad
que se cernía sobre el lugar, pensé que se trataba de una broma que me
estaba jugando. Pero no era así. Con la iluminación de uno de aquellos
relámpagos pude comprobar la veracidad de sus palabras. El camino se me hacía
cada vez más lento, la distancia hasta la vivienda, más infinita. Bajamos toda
la rambla y en ningún momento la negra hebra de lana nos abandonó, nos seguía,
avanzando rápida en unos momentos, o deteniéndose otros, impelida siempre por un airecillo que corría o amainaba, según en qué instante. Al llegar a los cañares
del Saltador, donde ya abandonábamos la rambla y emprendíamos de nuevo
empinadas y tortuosas cuestas, comprobamos que la hebra no estaba, que había
sido sustituida por una perfolla (Hoja que cubre la
panocha o fruto de maíz, especialmente cuando está seca. Con perfollas se
rellenaban colchones a falta de lana) negra que realizaba el mismo
cometido que la hebra de lana: seguirnos.
El desconcierto y el miedo, -y eso que mi abuelo era un valiente entre los valientes-, se adueñó de nosotros. Las bestias renqueaban lentamente cuesta arriba. Los relámpagos se hacían más frecuentes, aproximándose la tormenta, en una noche tenebrosa y aterradora, a la vez que nos mostraban aquella insólita visión de la perfolla perseguidora. Nuestras gargantas estaban secas, obstruidas no ya por el miedo, sino por indefinible pánico. Ni a respirar nos atrevíamos, y eso que no restaba ni un kilómetro para llegar a nuestra casa. Jamás había tenido tanta ansia por desparecer en el interior de la vivienda, echar el pestillo en la puerta y que ni mil gigantes pudieran abrirla. El cielo se había convertido en una permanente luminaria, la tormenta ya nos pisaba los talones, zumbidos atronadores rompían nuestra ya exigua capacidad para la supervivencia dentro de aquel infierno en el que se había convertido la noche, y con ella mi experiencia.
Cruzamos el barranco de los Graneros y fue entonces cuando, a la
luz de uno de aquellos fulgurantes relámpagos, apreciamos que la perfolla había
desparecido y, en su lugar, un espeluznante gato negro nos seguía a corta
distancia. El terror nos desarmó completamente. El dios Fobos
(dios del pánico
en la Mitología griega) se había convertido en nuestro dios. Al
subir a los Graneros, cuando ni cuatrocientos metros nos faltaban para llegar,
descabalgamos de la bestia, dejando ambas a su libre albedrío y emprendimos una
carrera sin igual, pues tal era velocidad que ni el mismísimo dios Hermes (dios de la velocidad en la Mitología griega)
nos hubiese alcanzado. Cruzamos la rambla del Saliente y la huerta de los
Patricios en dos zancadas, como se suele decir, yo sujeto siempre a la mano de
mi abuelo, que me arrastraba como si de un muñeco se tratara. Ya subiendo la
cuesta que da a la vecindad, vimos que el espantoso y horrible gato negro nos
había adelantado, dejándonos sin respiración, exhaustos, desarmados,
derrotados.”
Fue entonces cuando mi madre me despertó sacudiéndome con fuerza, pues había oído mi ahogo desesperado, producido por aquella terrible pesadilla. Además, era la hora de partir. Las bestias estaban preparadas y mi abuelo me esperaba para ir a la Cueva del Gato. Yo decidí no acompañarlo. Me encontraba enfermo. Nunca fui a la “CUEVA DEL GATO"
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