martes, 29 de septiembre de 2020

LA PRINCESA POBRE

 

LA PRINCESA POBRE

(Basada en la leyenda oriental del "HILO ROJO")

Cuando yo era muy niño siempre estaba pidiendo a los mayores que me contasen cuentos, historias o leyendas  que sirviesen para llenar de vida y de embrujo mi imaginación. Recuerdo cuentos maravillosos, como el de “Juanillo el Oso”, o “El castillo de irás y no volverás”, y también, otros muchos. A quien más le insistía para que me contase historias que ella supiese, era a mi madre, que se llamaba Ana, pero a la  que yo sólo le decía “mamá”. Ella nunca tenía tiempo para detenerse a contar alguna historia, pues siempre estaba trabajando. Pero, una noche,  ¡ah! …, una noche sí que me relató una historia fascinante. Aquel día, -creo que era un 19 de julio-, habíamos trillado, pero no nos había dado tiempo a recoger la parva (parva=la mies, -trigo, cebada o avena-, que ya estaba trillada, pero todavía extendida en la era). Había sido una jornada de insoportable calor. Acalorados y fatigados, como estábamos,  decidimos dormir en la era. Sobre la parva colocamos una jarapa (Tejido realizado con tiras de trapos retorcidos) y también llevamos una almohada. Una Luna llena, radiante, vestía de un tono blanco-plateado el paisaje, no permitiendo que ningún objeto, por pequeño que fuese, quedase oculto a la vista. Bajo aquel firmamento que nos cubría, sólo destacaba la belleza del astro de la noche y la albina estela que conformaba la Vía Láctea sobre nuestros cuerpos. Nos acompañaban el sonido chirriante de algún grillo y los ladridos intermitentes de varios perros. Allí, tumbados sobre aquel improvisado colchón le pedí, una vez más, a mi madre, que me contase alguna historia o cuento. Y fue entonces cuando me relató una de las más fantásticas leyendas que jamás he escuchado. Tal y como me la contó, yo la voy a contar.


Según ella en un lejano país de Oriente se contaba la siguiente leyenda de

“La Princesa Pobre”

“En una pequeña colina que daba vista a la ciudad habitaba una pobre, muy pobre niña. Su pequeño palacio estaba hecho de adobes de barro y paja y el tejado estaba formado por cañas de bambú cubiertas por hojas de acanto. La niña vivía sola con su madre, que estaba muy enferma. Ella la cuidaba con esmero, se sentaba a su lado y le daba leche y caldo, y también infusiones de  yerbas curativas que traía del mercado. No quería quedarse sin madre, pues aunque también tenía padre, éste se había tenido que marchar a trabajar muy, muy lejos, en unas minas que había en otra región del país.

Junto a la puerta de la humilde casa tenían un pequeño huerto en el que la niña había plantado lechugas, tomates, zanahorias, berenjenas y otras hortalizas. Conforme las iba cosechando las llevaba al mercado de la ciudad y allí las cambiaba por alguna ropa para su madre, alguna manta, alguna camisa para su padre o pantalón, pues en las ocasiones que volvía a visitarlas, siempre traía su vestimenta destrozada por el duro trabajo de la mina. Para ella casi nunca compraba nada, alguna vez unas alpargatas para no ir siempre descalza. Y así un día y otro: de la casa al mercado, y del mercado a la casa para cuidar a su madre y el huertecillo.

Justo al otro lado de la ciudad, sobre otra elevada colina destacaba un enorme y precioso palacio. Era el palacio del príncipe. Éste tenía  mucho interés por saber con qué princesa podría casarse y, aunque aún era muy joven, la curiosidad por conocerla lo estaba torturando.

Por la ciudad corría la leyenda de que cada persona nacía con un hilo rojo, invisible, atado al dedo meñique y que ese hilo  llegaba hasta el dedo meñique de la persona que era su alma gemela. Además, ese hilo nadie lo puede romper por mucho que lo intente, pues un anciano, que vive en la Luna, sale cada noche en busca de las almas que están destinadas a estar unidas en la tierra y cuando las encuentra les ata el hilo rojo para que no se pierdan. Esa leyenda llegó hasta los oídos del príncipe, y como los príncipes todo lo desean, también él quiso saber quién sería la joven que el anciano habría elegido para él. Se enteró de que en la ciudad había una bruja que todo lo sabía, así que llamó a su mayordomo para que la buscase  y la trajese a su presencia.

Así lo hizo el mayordomo. Buscó a la bruja, se enteró de quién era y envió a dos sirvientes para que la llevasen al castillo. Cuando la bruja ya estaba junto al príncipe le dijo que ella lo llevaría, siguiendo el hilo, hasta la que un día sería su esposa. Salieron del castillo y se dirigieron a la ciudad. Cruzaron plazas, recorrieron calles y, finalmente, fueron a parar a un pequeño y pobre mercado. Recorrían puestos y más puestos, cuando la bruja se detuvo ante uno en el que una niña pobre, de tan sólo unos ocho o nueve años, vendía las hortalizas que tenía en una cesta. La bruja señaló a la niña, a la vez que le decía al príncipe “aquí termina tu hilo”.   Él, completamente enfurecido, creyendo que se trataba de una burla de la bruja, propinó tal empujón a la pobre muchacha que cayó contra la cesta y el suelo, abriéndose una gran brecha en la frente.

Al regresar al castillo, el príncipe,  encolerizado por el vaticinio de la bruja, ordenó que le cortasen la cabeza. Y así tuvieron que hacer los guardias  de la prisión.


Pasó el tiempo, y el dueño de las minas donde trabajaba el padre de la princesita pobre, se arruinó por el juego y otros muchos vicios. Entonces decidió vender la mina y fue el padre de la niña quien se la compró, pues con su trabajo había ahorrado mucho dinero. Cuando él se hizo cargo de la mina contrató a obreros muy diligentes y cumplidores con el trabajo, teniendo la enorme suerte de dar con un gran filón de oro. Volvió el hombre inmediatamente a la humilde casa y entonces se llevó con él a la mujer y a la hija. La niña  ya no tuvo que volver a vender en el mercado y la esposa fue curada por los mejores médicos del reino. Con las muchas riquezas que ya tenían adquirieron un bello palacio y allí se instalaron.


Transcurrido algún tiempo, el príncipe decidió contraer matrimonio. Se informó de quiénes eran las personas más ricas de su reino y le dijeron que la persona más poderosa y rica era el dueño de la mina de oro más grande que había en todo el país y que tenía una hija muy joven y hermosa, y que,  si él príncipe quería, podría convertirla en su esposa. Y así se decidió. Él  envió a su mayordomo  para que concertase la boda con el padre de la joven, pues  estaba deseoso de que llegara el día para comprobar que la predicción de la bruja no se cumpliría. Una vez en el templo, la joven iba con el rostro cubierto por un velo, como van todas las novias. Cuando el sacerdote, oficiante de la ceremonia, dijo a la novia que ya podía descubrirse la cara, ni imaginar pudo el príncipe que la joven que se había convertido en su esposa tenía una cicatriz muy peculiar en su frente, la misma que se había hecho al caer tras el empujón que él la había propinado. Él se arrepintió mucho de las malas acciones que había cometido, no volviendo a hacer daño a nadie en su reino”.

Esto venía a demostrar que todos estamos predestinados y que el destino ya nos tiene señalada nuestra alma gemela, pues el anciano de la Luna no cesa en atar cada noche los hilos rojos, pero invisibles, que nos unen con quien será nuestro compañero o compañera de vida.

Y ésta fue la maravillosa historia que mi madre me contó aquella calurosa  y luminosa noche de julio, tumbados sobre la parva. Esta historia también nos demuestra que jamás debemos despreciar a nadie porque sea pobre o de otro color. Así me lo enseñaba a mí mi madre Ana.

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