miércoles, 20 de febrero de 2013

JUAN LANAS

                              RECUPERANDO  RECUERDOS
             
            (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)


 Angelica "la Mora" vestía de luto riguroso, con un refajo que le caía hasta los tobillos,  pareciendo más una mortaja que otra cosa, y arrastrando unas alpargatas que en otro tiempo habrían sido negras, pero que ahora ya estaban desgastadas y se habían tornado en blanquecinas por los muchos trotes de ir y venir, siempre con un cestillo de esparto colgado al brazo, en el que sólo portaba la esperanza de poder meter  alguna limosna que le dieran aquellas gentes casi tan pobres como ella. Cuando caminaba, mascullaba entre dientes palabras ininteligibles que despertaban la curiosidad de grandes y pequeños, pero que jamás sabíamos qué estaba diciendo ni a qué se debían.
Su cuerpo era extremadamente alto, enjuto y feo, pero su afabilidad era tan extrema que, encontrándose con algún conocido, chiquillo o mayor, no importaba, lo besaba y besaba, sin parar, hasta llegar a la extenuación. Todos la rehuíamos por ese motivo. Eran dignas de ver las algarabías y espantadas que se producían por parte de los muchos jovenzuelos que confluían los martes en casa de "la tía Encarnación la Zopa", así que hacía su aparición Angelica. Yo, en sabiendo de su proximidad, huía despavorido, sin saber hacia donde, pues era tal la aversión que le tomé que no hallaba espacio seguro a mi alcance para escapar de aquellas manifestaciones desmedidas de afecto. A veces  la huida se hacía imposible, como ocurría cuando Angelica iba a casa de mis abuelos  a ayudar en la labor de la almendra. Llenaba entonces mi cara de besos ensalivados que yo odiaba. Me retenía con el besuqueo un tiempo que se me hacía interminable y, mientras me besaba, sujetándome como a  un prisionero, no paraba de calificarme con la palabra "¡mosico, mosico, mosico mío,...!" una vez tras otra y que, según mi madre, se correspondía con "hermosico". Así que  ponía fin a aquel terrorífico castigo,  me perdía buscando un espacio seguro y allí  me limpiaba el rostro, con lo primero que hallaba a  mano, hasta casi ensangrentarlo, no saliendo de mi escondite hasta no tener la seguridad de la  ausencia de aquella mujer.
Vivió ella siempre en una muy pobre casilla, en compañía de la madre y de una hermana que estaba loca y que  hasta su muerte la tuvieron recluida en un cuartucho sin ventilación, oscuro como "bocalobo", con una puerta con barrotes de hierro y con unas granzas en el suelo como único mobiliario. Dicen que día y noche se oían alaridos y gritos de los que, hasta los más valientes,  escapaban empavorecidos, pues parecía aquel un endemoniado y aterrador lugar. Un día cualquiera, de un año sin número, se apagaron los gritos y los alaridos de "la loca"  y entre dos hombres y una borriquilla la llevaron al cementerio dejándola allí, mezclando su cuerpo y sus aullidos con la tierra, para siempre.
La madre no tardó en acompañarla, pues pienso que de tal forma había aprendido a vivir con aquellos desgarradores chillidos  que cuando le faltaron, su propia vida quedó vacía y buscó la cercanía de la hija para, tal vez, oír en la muerte lo mismo que había oído en vida.
Cuando ya habían enterrado a "la loca", un día helado de febrero, me puso mi abuela la ropa limpia, prometió comprarme media libra de chocolate "Tárraga" que llevaba en su interior un cuento de Calleja, subimos en la burra y, más engañado que otra cosa, me llevó de visita a la casa de aquella mujer, "la tía María la Mora", como la llamaban. Tuve ocasión aquella tarde de contemplar la miseria cogida de la mano de la resignación a la espera ya de una partida que no tardaría en llegar. Al poco rato de estar allí, llegó la hija con su cesto casi vacío,  pues en él había una naranja y poco más. Después del odiado besuqueo me ofrecieron la naranja que yo acepté. Jamás olvidaré la generosidad y desprendimiento de aquellas  pobres que, sin tener nada, ofrecían todo, a diferencia de los que tienen algo y nada dan.
Allí permanecimos un rato, pegados a la chimenea, con una raquítuica lumbrecilla, hasta que mi abuela, una vez que di fin  a la naranja, me permitió ir a jugar con unos niños que  había en la calle y que se arremolinaban junto a un viejo que tomaba el sol en un poyete, al que le escuché este maravilloso cuento:

                      JUAN LANAS

Hace mucho, mucho tiempo, vivía Juan Lanas en una pequeña y perdida aldea  junto a su mujer, la cual le tenía tomada la medida a Juan. Era difícil bregar con él, pues éste iba más que sobrado en algo de torpe y en mucho de terco, pues tanto lo era que siempre hacía la contra en todo a quien se pusiese delante y no había otra razón que valiera que la suya.


No había día o noche que no tuviera alguna refriega con la mujer por cualquier motivo, siendo ella cien veces más lista y astuta para todo. Pero, ..."¡que si quieres!", pues el muy lelo jamás aceptaba sus torpezas, ni se ponía de acuerdo con ella, y menos aún aceptaba estar en un error.

El caso es que se presentó un tiempo de hambrunas y miserias y Juan Lanas, un buen día, dijo "adiós" a la mujer, dejó la aldea y se dirigió a buscar algún trabajillo que le sirviera para remediar la escasez por la que estaban pasando. Anduvo y anduvo leguas y más leguas. Preguntó y pidió trabajo por todas partes, pero en ningún lugar lo admitían ya que sólo con tratarlo se daban cuenta de su cabezonería, pues al igual que con la mujer, siempre decía " no" a lo que los demás decían " sí", o al revés. Caminó tanto que casi llegó a la otra parte del mundo. Fue allí donde encontró, en un lugar muy solitario, entre cerros y barrancos, una casa casi deshabitada, pues en ella sólo habitaba una mujer, Manuela, que nunca había estado casada, y andaba necesitada de ayuda para el cultivo de las tierras, el cuidado de los animales  y algunos otros menesteres.

Fue Juan a tropezar por allí una oscura noche de invierno, dando traspiés, pues no se veía ni gota, caían chuzos de punta y el fuerte viento lo tambaleaba como un juguete. Así que divisó a lo lejos una débil lucecilla que aparecía y desaparecía a merced del intenso viento y la lluvia,  se dirigió hacia allí.

 -¡Tac tac!, - tocó varias veces en la puerta. La mujer salió a abrir y le hizo pasar para así librarlo de aquella noche de infierno.

-Buen hombre, ¿qué le trae por aquí a estas horas?

-Mire, mujer, ando perdido. Vengo de muy lejos y llevo más de una semana buscando trabajo. Mi mujer y yo lo estamos pasando mal, pues no hay cosechas ni pasto en el campo para los animales, pues hace más de dos años que no llueve y he decidido buscar trabajo para llevar algunos maravedíes a mi mujer.

-No se preocupe, buen hombre. Podrá quedarse aquí por un tiempo y me hará algunos trabajos y guardará el ganado. Los días de lluvia hará rajas de leña en el chozón y echará paja  a las ovejas. ¿Qué le parece? Yo le pagaré bien.

A punto estuvo Juan Lanas de hacerle la contra a la mujer en varias cosas, sobre todo en qué hacer con el ganado los días de tormenta, pero se contuvo, ya que se lo había encargado seriamente  su mujer y más que nada porque temía salir despedido aquella misma noche,... ¡con la que estaba cayendo fuera!

-Vale, buena mujer. Se lo agradezco y me pongo a su servicio para todo cuanto quiera-, manifestaba Juan a cuanto Manuela decía, no sin estar carcomiéndose.

Atizó  la mujer el fuego y luego que hablaron, le puso la cena con unas longanizas y una buena hogaza de pan  que sabían a gloria. Ya que se calentaron y hablaron, a la vez que el gato ronroneaba junto a las cenizas de la chimenea, le indicó la mujer el catre en el que debía dormir y que estaba junto al suyo, pues sólo existía aquella habitación con camas en toda la casa, salvo que quisiera hacerlo en el pajar o en el cobertizo del horno. Puso el hombre sus reparos, pero prefirió el catre, pues así aliviaría mejor el frío. La mujer era bravía y roncaba más que una manada de leones. Pese a eso él durmió profundamente la primera noche, pero no así  la siguiente, ni  la siguiente ni las otras, pues a los ronquidos hubo  que sumar otros menesteres que bien se pueden imaginar, trabajando, a veces, más de noche que de día. Pronto le mermaron las fuerzas y empezó Juan a tener miedo por si no podía escapar de las garras de aquella tigresa, así que no tardó en pedir la cuenta, diciendo que había dejado a su mujer enferma y que  quería regresar. Manuela, a regañadientes, le dio veinte maravedíes, y Juan cogió  su hatillo  y salió zumbando camino adelante, huyendo de aquel terrible volcán en el que había estado dos semanas.

Iba alegre, pues se había ganado unos maravedíes y seguro que su mujer se pondría también muy contenta. Pero, ...-"¿cómo no llevarle un regalo, un detalle?"- pensó para sus adentros. Y..., pensando, pensando, decidió parar en la primera aldea que encontrara y comprar media arroba de lana para relleno del colchón y la almohada, que buena falta tenían.

Y dicho y hecho, tropezó con una aldea y un tendero le pesó la media arroba por cinco meravedíes. Juan se la echó al hombro y prosiguió su camino. No habría andado un cuarto de legua cuando, muy apesadumbrado, dio en cavilar lo siguiente:

-El tendero me ha engañado. Me ha cobrado media arroba de lana, pero sólo  ha debido echar un cuartillo de arroba, pues quizás ni eso pesa este hatillo.

Un buen rato estuvo sentado en un mojón del camino con el remordimiento del que se siente engañado y a punto estuvo de volver e ir al señor juez para denunciar al tendero; pero Juan era enemigo de juicios y prosiguió su camino. Anduvo y anduvo por trochas y veredas hasta que llegó a otro mojón sentándose de nuevo a descansar. En ese momento ya dudaba y creía que había sido un malpensado, que el tendero era un hombre justo y que había hecho bien en no ir al juez, pues el hato a buen seguro que pesaba justo la media arroba que había comprado. Así que decía para sí:

-No debemos los hombres pensar mal de los demás, pues el tendero ha sido justo en el peso y yo un desconfiado.

Ya que hubo descansado sobradamente, cogió el hatillo y prosiguió camino adelante. Cada vez la lana se le hacía más pesada y así que hubo llegado a otro mojón, aprovechó de nuevo para descansar. Ya entonces decía para sus adentros:

-El tendero ha debido equivocarse, pues bien parece que aquí viene, no media arroba, sino que deben venir tras cuartillas de arroba, al  menos. Bien haré si regreso y le devuelvo lo que es justo, pues no está bien que me quede con lo que no me pertenece.

Con ese remordimiento andaba, cuando cargó de nuevo el hatillo y continuó andando hacia su casa, que ya estaba a menos de media legua. Ya estaba la casa  a la vista cuando halló otro mojón. Tal era el cansancio que decidió parar un poco antes de llegar. La mujer que lo vio, no esperó a que llegara, sino que se fue adonde estaba Juan, diciéndole:

-Marido, ¿qué haces ahí sentado?

-Ya ves mujer, rendido llego, pues te he comprado media arroba de lana para los colchones, pero el tendero se ha equivocado y, seguro que en vez de media,  ha echado una arroba completa. Justo es que vaya y se la devuelva, ¿no crees?.

La mujer, que sabía cómo era de simple y las pocas luces que tenía, le contestó:

-Juan, ¿cómo dices que te ha echado una arroba en vez de media? ¿Acaso la has pesado tú?

-No, mujer, pero por lo que pesa sé que debe de haber una arroba o más.

-¡Quita, hombre! Vamos ahora al vecino que tiene una buena romana con la que pesa los cerdos y ya veremos cuánta lana traes en el fardillo.

Así hicieron y, al pesarla, comprobaron que en el hato había justamente media arroba. De esa manera Juan pudo entender una vez más que su mujer sí que era lista y en todos sus juicios llevaba siempre razón, aunque él no se la quisiera dar. Desde entonces Juan confió en la palabra y buen entender de ella y nunca más le contradijo en sus decisiones.

Y colorín, colorado que este cuento se ha acabado.

GLOSARIO:

Refajo: falda que llevaban las mujeres encima de las enaguas..
Luto riguroso: ir de negro de pies a cabeza, incluso cubriendo ésta con pañuelo o mantón.
Granzas: paja más recia y dura que queda como residuo tras separar la paja y el grano en la trilla.
Chiquillo: persona de corta edad. Niño.
Algarabía: alboroto, jaleo.  Griterío o parloteo bullicioso y confuso de gente que grita o habla a la vez.
Chocolate "TÁRRAGA": marca de chocolate que durante un tiempo encerró en la envoltura librillos de cuentos de Calleja.
Poyete: asiento de obra que hay cercano a la puerta de algunas casa en el campo.
Bregar: luchar, batallar contra las dificultades para superarlas. Afanarse.
Legua: (Wikipedia) La legua (proveniente del latín leuca) es una antigua unidad de longitud que expresa la distancia que una persona, a pie, o en cabalgadura, pueden andar durante una hora. Su equivalencia no es la misma en todos los países, ni siquiera en todas las provincias. La legua castellana tiene una equivalencia entre 5.572 y 5.914 metros.
Caer chuzos de punta: lluvia acompañada de nieve y con frío intenso.
No verse ni gota: estar completamente a oscuras. No ver nada.
Maravedí: (Wikipedia) El maravedí fue una antigua moneda española utilizada entre los siglos XI y XIV, que también sirvió como unidad de cuenta hasta el siglo XIX
Rajas de leña: leña troceada mediante un hacha. Se hacía con los grandes troncos para facilitar su uso en la chimenea.
Chozón: choza próxima a las viviendas en el campo que servía para resguardar animales, bien del calor o del frío y la lluvia.
Longaniza: embutido que se hacía con magra y tocino del cerdo, condimentado con pimentón rojo y otras especies.
Pajar: lugar en el que se guardaba la paja después de la trilla y con  la que se alimentaba a las bestias y otros animales.
Cobertizo: Construcción hecha con materiales toscos que sirve para resguardar de la intemperie personas, animales o cosas.
Regañadientes: cuando algo se hace de mala gana, protestando.
Arroba: (Wikipedia) Una arroba equivalía a la cuarta parte de un quintal, es decir, 25 libras en Castilla, 26 en Cataluña y 36 en Aragón (11,502, 10,4 y 12,5 kg respectivamente).[1] El término proviene del árabe الربع (ar-rubʿ), con el significado de 'el cuarto, la cuarta parte'. 
Mojón: piedra hincada en un terreno y que separa lindes de propiedades o de territorios (municipios, provincias, etc.) Suele estar clavada de forma vertical y acompañada por otras dos piedras laterales en forma horizontal. 
Tener pocas luces: no ser listo, astuto. Ser tardío para darse cuenta de las cosas.
Romana: (Wikipedia) La romana (del latín statera romāna, estátera) es un instrumento que sirve para pesar. Se compone de una palanca de brazos muy desiguales, con el fiel sobre el punto de apoyo. El cuerpo que se ha de pesar se coloca en el extremo del brazo menor, y se equilibra con un pilón o peso constante que se hace correr sobre el brazo mayor, donde se halla trazada la escala de los pesos.

                                                         ROMANA
              
                                                                                                            
                                                         
                                      MOJÓN                             MARAVEDÍ
                                                            
                                                

             
                               Cuentos de CALLEJA               CHOZÓN

                                          
                          

                                                                  
              
                                              
           

                                           




















viernes, 18 de enero de 2013

EL CUENTO DEL PASTOR Y LAS GACHAS


 

                                 RECUPERANDO  RECUERDOS
             
            (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)
 
Dos veces por semana aparecía montado sobre una burrilla "rucia" a la que arreaba el abuelo con una varilla de retama. El niño se había marchado a vivir  con los abuelos después que le habían dado el "paseillo" a su padre, ya acabada la guerra, y haber muerto su madre más por tristeza y miseria que por enfermedad, aunque decían que se debió a un resfriado mal curado. El niño, de no más de unos ocho años, siempre llevaba unas abarcas de goma, resto del desecho de alguna abandonada rueda de camión y que su abuelo le había confeccionado con el esmero y la paciencia de un sastre, valiéndose de una vieja "almará" y un fino cordelillo de "gramante". 
 Aquel niño, Paco, nunca se quitaba  un roído pantalón de pana que le cubría por debajo de la rodilla y que lo sujetaba   a  su flaco cuerpecillo con una sola tiranta que le cruzaba en diagonal, pues la otra, rara era la vez que no la llevaba  caída.
Siempre les ocupaba la misma rutina: se dirigían primero a un pequeño bancal que poseía el abuelo en la huerta, donde cargaban alguna "vituallas" y alfalfa para los animales en dos de las aguaderas. Desde allí se dirigían hacia la fuente de S. Rafael donde se surtían de dos cántaros de agua que les servían para abastecerse varios días.
Los acompañaba su fiel perro, "Serafín", inseparable siempre, que les prevenía de cualquier peligro. Tenía yo por ese tiempo un perrillo, "Melindres", que cuando olía y adivinaba la aparición de "Serafín", huía como alma que lleva el diablo, escondiéndose debajo de la albarda o metiéndose en las paletas y no saliendo hasta el día siguiente. Por eso que "Melindres" pasaba más tiempo escondido que un desertor de guerra. 
Cada vez que "Serafín" anunciaba  su llegada, yo salía y miraba al niño con pena, pues sabía de su desdicha, pero a la vez con cierta admiración, al reconocer en su rostro una felicidad que yo no entendía del todo.  Los saludaba, a la vez que intentaba proteger a "Melindres" de las embestidas que pudiera padecer por parte de "Serafín". El niño me miraba con brillantes ojos color aceituna, sorprendido por la actitud cobarde de "Melindres".
Fue así como empecé a fraguar una amistad con Paco que duraría años, hasta que un buen día partiera para la Argentina. El abuelo, de apariencia bonachona, arrastraba unas esparteñas  desgastadas, que más parecían estar hechas de albardín que de esparto, procurando meter prisa a la borriquilla, que era  de andar lento y que empinaba las orejas en cuanto oía a su inseparable "Serafín" ladrar. 
A veces mi madre me permitía bajar a la huerta y pasar un rato con el abuelo y el nieto, y allí, a la sombra de los olivos, unas veces, o corretando por aquellos caminos, otras, jugaba con Paquillo mientras el viejo llevaba a cabo sus tareas. Nuestra imaginación de niños daba rienda suelta a infinidad de juegos, a los que nos entregábamos perdiendo la noción del tiempo, permaneciendo así hasta que el abuelo finalizaba. Nuestros juguetes no eran otros que piedrecillas, paletas, pequeños palos, canicas, aros y galgas,... y poco más.
A veces el viejo descansaba y aprovechaba para  contarnos cosas que nosotros escuchábamos ensimismados. También preguntábamos sobre la guerra que años atrás había asolado el país  y el motivo por el que  se habían llevado a su hijo y por qué éste no había regresado. A Paquillo se le entristecía la mirada y el abuelo, a regañadientes, hablaba de las negruras de aquella época y de las muchas desgracias sobrevenidas, aunque prefería hacerlo de otras cosas. En ocasiones nos contaba historias sobrecogedoras, pero también algún cuento, como el que relato a continuación. Es el cuento de "EL PASTOR Y LAS GACHAS",  muy breve, pero, a mi juicio, tan interesante como otros.

                 EL PASTOR Y LAS GACHAS


Cuentan que en el Alto Aragón había una vez un pastor que pasaba el día con su rebaño de ovejas. Una vez  que éstas eran conducidas al aprisco, que los corderillos habían mamado y  él había ordeñado, ponía los cántaros de leche en las aguaderas, subía en la mula y emprendía el regreso a la aldea para la cena y el descanso. A la mañana siguiente cogía de nuevo sus aperos, montaba en la mula y emprendía el regreso a la montaña. Así cada día. 
El caso es que cada noche, como regresaba muy tarde, su madre le tenía apartada la cena, pues el resto de familia ya lo había hecho. En la casa siempre cenaban gachas y a él, que era buen mozo y joven, la madre le guardaba una buena parte de las mismas en el perol para que estuviera  bien alimentado. Al  llegar, se las calentaba en el fuego y le ponía la mesa. El mozo, en vez de alegrarse, siempre se echaba a llorar a  la vez que las iba engullendo. La madre le preguntaba el motivo, pero él no decía "ni pío". Y siempre así, una noche y otra.
La pobre mujer andaba muy desconcertada por el comportamiento del hijo, sin saber a qué demonios podría deberse cada noche el dichoso llanto, aunque no lo achacaba a que estuviese mal alimentado, por el buen aspecto que presentaba y porque nunca pedía más. Cansada ya de aquel comportamiento tan desconcertante, decidió un buen día hacerle un gran perol de gachas para él solo, a ver si así cambiaba su actitud. Se esmeró la buena mujer en hacer las mejores gachas que hubiese hecho en toda su vida. Eran "gachas coloradas", con un caldo que estaba diciendo "trágame", "cómeme". Además, en el perol había gachas para más de media docena de soldados que se hubiesen personado por allí, así que, a buen seguro, el mozo se rebailaría de gozo viendo tan enorme manjar.
Cubrían ya las estrellas el firmamento y la luna hacía su aparición mágica por el horizonte, cuando la buena mujer, que esperaba ansiosa en la puerta por comprobar la satisfacción del hijo, escuchó la proximidad de los cascos de  la mula. Descabalgó el muchacho, descargaron los cántaros de leche y se fueron para la cocina. La madre, tan contenta, destapó el perol con las gachas aún casi hirviendo y  lo puso en la mesa, esperando con entusiasmo el júbilo del hijo. Pero no fue así, ni mucho menos, sino que, muy al contrario, el jovenzuelo rompió a llorar de tal forma que no hubo manera de consolarlo. Se "esjarrataba" llorando, en un llanto interminable entre cucharada y cucharada.
La buena mujer no encontraba palabras, ni gestos ni acción alguna para mitigar aquel desconsuelo del chico.
-¿Qué te pasa hijo? ¿Acaso no te gustan?
Por fin el hijo se decidió a hablar:
-No, no es eso, madre.
-¿Qué es, entonces?
-Nada, madre, nada.
Y así continuó llorando, cada vez con suspiros más profundos.
-¿No son estas las gachas que más te gustan? He hecho todo el perol para tí, hijo, todo.
-Pues eso es, madre, que es todo el perol para mí.
-¿Y es eso lo que te enfada, hijo?
-Pues sí, madre, sí,... ya que "SI TODAS ESTAS ME HABÉIS DEJADO A MÍ,....¡CUÁNTAS NO OS HABRÉIS COMIDO VOSOTROS!"
Así fue como la madre comprendió la verdadera razón del llanto del hijo, que no era otra que la envidia y la desconfianza, defectos que sólo conducen al llanto y a la  desdicha, como le pasaba a aquel jovenzuelo.
Y colorín colorado que este cuentecilllo ya se ha acabado.

GLOSARIO:

Rucia:   denominación que se daba a todas las burras que tenían color claro canoso.
"Dar el paseillo": en la jerga popular se denominaba así a las personas que desaparecieron tras la Guerra Civil española de 1936 y que fueron asesinadas por el bando ganador sin tan siquiera dar cuenta a sus familiares.
Abarcas: calzado rústico, muy pobre, con suela recia de goma y algunas correas tambiem de goma.
Almará: objeto con puño de madera y estilete largo de hierro que servía para coser pleita, suelas de calzados y todo lo que se hiciese con esparto y cáñamo.
Cordelillo: cuerdecilla delgada de esparto o cáñamo. 
"Gramante": hilo fino y duro cuya denominación real es "bramante", pero que las gentes le denominaban "gramante"
Tirante/a: Cada una de las dos tiras de piel o tela, generalmente elásticas, que sirven para sujetar de los hombros el pantalón u otras prendas de vestir
Bancal: Terreno de forma cuadrada o rectangular en que se divide una zona de cultivo, especialmente una huerta.
Vituallas: Conjunto de cosas necesarias para la comida. Abundancia de comida y, sobre todo, de menestras o verdura.
Esparteñas: Calzado cuya suela esta hecha de cuerda de esparto.
Regañadientes:  Se usa en la expresión a regañadientes, que indica que una cosa se hace a disgusto, protestando o de mala gana
Aprisco: Paraje donde los pastores recogen el ganado para resguardarlo del frío o de la intemperie.
Rebailarse: sentir gran contento interior y manifestarlo externamente.
"Esjarratarse": Llorar con desconsuelo.


   
Niños con el aro y la galga
       
Bancal de huerta

     
           

martes, 4 de diciembre de 2012

UN CUENTO EN NAVIDAD

                                 
                          RECUPERANDO RECUERDOS
            
        (PEQUEÑOS RELATOS SUELTOS)

Recuerdo, no sin nostalgia, los duros y fríos inviernos en los que cada noche, tras la última "rebaná" de pan, único postre con el que finalizábamos la cena, solíamos acurrucarnos junto a  raquíticos leños que lentamente se consumían  en la humilde chimenea de la casa. El rinconcillo sólo estaba alumbrado por la luz que desprendían las llamas, mientras adoptaban formas caprichosas que creaban sombras diversas en la estancia, y por la tenue luz de un candil de aceite. Cuando la aterradora ventolera nos visitaba, la lucecilla de la candileja zigzagueaba a capricho de los impulsos de aquellos vendavales, pues ni de colarse por el cañón de la chimenea se privaban. Al calorcillo de las ascuas permanecíamos hasta que no mermaban el aceite o la "torcía" del frágil candilucho. En cuanto alguno de estos elementos empezaba a apuntar hacia su ocaso, solíamos retirarnos a  descansar con el pensamiento puesto en que tendríamos que "ser buenos" al día siguiente. En aquellas entremedias que la lumbre y el candil tenían vida, nosotros repasábamos los hechos del día, mi abuelo hacía futurología sobre el tiempo, o salían a relucir relatos que transportaban la mente hacia mundos imaginarios y fantásticos. Solía ser esto más frecuente cuando la climatología ayudaba a recrear escenas ficticias, especialmente en las noches que retumbaba la lluvia en el tejado, o en las huracanadas, cuando el turbulento y persistente gemido del viento azotaba la pared de poniente y el aguilón del tejado. Era un sonido titubeante, que amainaba a veces, enloquecía rabiosamente otras, pero mantenía siempre mil melodías amenazantes y siniestras. Su furia flagelaba por igual, en una escena interminable, todo cuanto en su camino se interponía, a la vez que producía medrosas sensaciones. Considerábamos la vivienda como un baluarte hercúleo contra aquellos vientos y estar en su interior producía en nosotros sensación de fortaleza inexpugnable, sabiéndonos a salvo de tan amedrentador poder de la Naturaleza. Era como un quite especial que hacíamos en la noche a aquellas  furiosas inclemencias de las que durante el día nos resultaba imposible escapar, pues nuestra vidas estaban atadas al campo.


Carámbanos en el tejado

Frecuente en invierno era aquella situación, producida  por el poniente,  asiduo visitante,    y que servía para despertar leyendas y cuentos, adormecidos en la memoria de los mayores, que hablaban de historias malvadas, de personajes perversos o de infortunadas  criaturas vapuleadas por la desdicha y la adversidad, o de otras visitadas, de forma inesperada, por la diosa Fortuna. Una vez acabada la historia solíamos emprender la retirada. 

En las fechas de Navidad aumentábamos el consumo de leños y candil y así permanecíamos más tiempo junto al fuego. Esto y unos mantecados y tortas de Pascua, de elaboración casera, conformaban el solo capricho del que  disfrutábamos durante esos días. Cuando el cuerpo ya no aguantaba o el sueño me doblegaba, abandonaba  el humilde rincón para ir a meterme bajo los cobertores y zaleas que cubrían la cama y que, en un primer instante, más parecían  ser los carámbanos que a menudo colgaban de aquellos vetustos tejados de la casa. Allí, oyendo aún el gruñido del viento y recreando en la imaginación detalles de las historias narradas, iba dejándome abrazar por el deleite de un maravilloso sueño.


Hoy traigo a la memoria un cuento que mi abuela me relató estando pegados a las ascuas tanto o más que el gato, por el mucho frío, una de aquellas noches de crudo invierno, próxima ya la Navidad. El cuento se titulaba: 

  "EL SOLDADO QUE NO SABÍA LEER"


Allá por los tiempos de Maricastaña, cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo, volvían éstos un día de regreso de una de sus múltiples andanzas cuando se cruzaron con un viejo soldado que había servido en una de las mesnadas del rey y que ya regresaba a su casa. Como casi siempre, San Pedro iba de muy mal humor, no tanto por el mucho calzado malgastado, según él,  sino por lo poco que en su estómago  entraba últimamente.

Hacía algún tiempo que el soldado había recibido carta de su esposa, pero como no sabía leer, había sido otro soldado de la mesnada el que lo había hecho. En dicha carta le comunicaba que debido a las muchas penurias por las que atravesaban, había tenido que cambiar de pueblo y que ahora se hallaba en uno llamado "Cotavieja" que estaba a más de cuatro leguas del anterior. También le decía que lo esperaba para Nochebuena, que ya eran varios los años que no la pasaban juntos y que tanto su hijo como ella estaban deseando  tenerlo a su lado. 


El soldado, al verse licenciado, hecho que se produjo más por inútil que por  viejo, salió "a escape", con su petate acuestas, cargado éste de mendrugos de pan, única ganancia que el rey le había dado en los cinco años que lo había servido. Iba el hombre bastante perdido por aquellos caminos de Dios, repitiendo el nombre de "Cotavieja" una vez y otra para así no olvidarlo:



-¡"Cotavieja, Cotavieja, Cotavieja, Cotavieja,..."!-, siempre sin parar.

Subía por una empinada trocha, desprevenido y feliz, cuando quiso la mala fortuna que tropezase en un pedrusco, dando tal vaivén que fueron él y el petate a estrellarse contra un gran árbol que había junto a la vereda. Fue tal el topetazo que allí no sólo voló el petate, sino que junto a éste también voló el nombre de "Cotavieja", pues ya no fue capaz de recordarlo. Aturdido y magullado, recogió sus enseres y siguió su camino, pero ya no era "Cotavieja" lo que le venía a la memoria, sino "Corralavieja", "Cantalavieja", "Caralavieja", "Culolavieja" y mil más, pero ninguno era el que ponía la carta.

Desesperado porque la noche se echaba encima y porque no veía un alma por aquellos caminos, quiso el azar, como queda dicho, que viniese a tropezar con el Señor y San Pedro que venían de hacer milagros de una aldea cercana y, dirigiéndose a éste último, porque era mayor y le parecía de más respeto, le preguntó:

-Oiga, señor, ¿podría decirme por dónde se va hasta la aldea de "Cabralavieja"?-, pues  éste fue  el último nombre que le vino a la mente.

San Pedro que no llevaba cara de buenos amigos, primero soltó una gran carcajada por lo del nombre y luego le dijo con voz malhumorada:

-¿Acaso no sabes leer, mendrugo? ¿No has visto, "so zoquete", el letrerillo que hay en la encrucijada de los caminos?

El soldado no quería que supieran que era analfabeto y ante la respuesta agria del Santo, le contestó que no había visto el rotulillo, que iba distraído por la mucha ansia que tenía de llegar a su casa, para ver a su mujer y a su hijo, a los que no veía desde hacía años y  que quería pasar la Nochebuena con ellos. San Pedro, dando muestra de no querer atender a más razones, aligeró el paso, mientras el Señor, al observar la respuesta avinagrada y desabrida de su acompañante, no quiso quedar al margen y se dirigió al soldado diciendo:

-¿Qué es lo que busca, buen hombre?

-Mire, señor, soy soldado que vuelvo de servir al rey y ando desorientado, pues hace muchos años que me marché y ahora regreso con mi mujer y mi hijo. Quisiera saber si éste es el camino de "Correlavieja".

-¿Cómo dice "Correlavieja" si a mi acompañante le ha dicho  "Cabralavieja"?

-Bueno, no sé. Mi mujer pone "Correlavieja"  en una carta que me escribió hace unos meses.

-Buen hombre, -replicó el Señor en tono siempre pacífico y amigable-, no se conoce por estos confines aldea que lleve ninguno de esos nombres. ¿Está usted seguro que su nombre es "Correlavieja"?

-Así creo, señor; eso es lo que yo leí. 

El Señor, al que nada se le escapa, sabía que el soldado no sabía leer y que había olvidado el nombre, así que le preguntó si llevaba la carta en el hatillo para leerla de nuevo. El soldado no quería que vieran el pan por miedo a que se lo robasen, pero, ante la insistencia del Señor, no tuvo más remedio que abrir el morralillo y sacarla. Fue en ese momento cuando San Pedro vio el pan, con lo que la boca se le hizo agua por la mucha hambre que tenía, así que le dijo que le daría un maravedí si le daba un corrusco de aquellos.

-Señor, yo no vendo el pan, que lo quiero para mi mujer y mi hijo, para tener comida para la Nochebuena, pues somos muy pobres. Ella pasa el día lavando la ropa de gentes poderosas y apenas le pagan un maravedí al día y yo sólo traigo esto. 

Intervino de nuevo el Señor, diciéndole a San Pedro:

-No seas pejigueras, Pedro, que los maravedíes no son suyos, sino de los dos. Si quieres que te de un corrusco de su pan debes  leer la carta que lleva, pues el pobre no ve bien.

De esa forma el Señor no quiso humillar al soldado, y sí dar una lección de humildad al Santo, que tampoco sabía leer.

-Señor, -dijo San Pedro-, bien sabes que se me cayeron las gafas en el pozo cuando fui a sacar agua y desde entonces ni las letras grandes veo.

-Vale, Pedro, por esta vez pase, pero la próxima lectura la harás tú, ¿de acuerdo?-, pues tampoco quiso dejar en mal lugar a su compañero de fatigas-. Ahora veamos lo que dice la carta.

Cuando ya la hubo leído, le dijo, muy contento, al soldado:

-Vaya, hombre, la aldea a la que te diriges se llama "Cotavieja" y hacia allá vamos nosotros también, aunque no sé si podremos llegar, pues el cansancio es mucho y, además, no hemos comido en todo el día. También queremos llegar para celebrar la Nochebuena, pero,...,ya ves, ya ves lo agotados que estamos.

Quería el Señor de esta forma poner a prueba la generosidad del soldado.

Éste que recordó de golpe el nombre de la aldea, dudó si aliviar o no con su pan la fatiga de aquellos hombres, pero, más por conveniencia que por otra cosa, abrió el morral y sacó tres mendrugos, dando uno a cada uno y otro para él. Se sentaron a la vera del camino, engullendo con voracidad, en especial San Pedro, el duro corrusco y siguiendo después la marcha los tres juntos, hablando de unas cosas y otras y, en especial, de cómo pasarían Nochebuena y Navidad. El soldado volvió a comentar al Señor, que iba tomando buena nota de lo que le decía, lo pobres que eran y que quizás sólo tendrían aquellos mendrugos para toda la Navidad.

Cuando llegaron a la entrada de la aldea se separaron, yendo el soldado en busca de la casucha donde le aguardaban su mujer y su hijo. Al llegar se abrazaron y seguidamente él fue a mostrar los trocillos de pan que les traía, con lo que esperaba poder pasar las Navidades. Pero,...¡vaya sorpresa!, pues al abrirlo, vieron que dentro ya no había corruscos de pan duro y florecido, sino brillantes pepitas de oro con lo que tendrían para pasar todas las Nochesbuenas y todas las Navidades que les aguardaban durante el resto de sus vidas. Y así es cómo terminó este cuento del "SOLDADO QUE NO SABÍA LEER", pero que inmediatamente fue a la escuela para aprender, pues   junto con la salud, es el mayor bien que las personas pueden poseer.
Y "colorín colorado", que este cuento se ha acabado.

GLOSARIO:
"Rebaná":  por "rebanada" corte fino y pequeño que se hace en el pan.
"Torcía" del candil: mecha que se usaba en los candiles. Un extremo estaba introducido en aceite del que se alimentaba para alumbrar. El otro extremo era el que estaba encendido.
Verse licenciado: se denomina así al hecho de finalizar el servicio militar y conceder al soldado la licencia para marchar a su casa.
Salir "a escape": salir rápido, de prisa.
Petate: especie de saco en el que el soldado llevaba sus pertenencias.
Mendrugo de pan: trozo de pan seco y duro. Corrusco.
"So zoquete": expresión con la que se indica a alguien que está equivocado o que es tonto.
Pejigueras: pesado, molesto, incómodo.