sábado, 13 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

XI.-Despertar en la enfermería del Mercado

Cuando Marta despertó se hallaba en una vieja y sucia camilla que, en un lúgubre recinto del interior del mercado, hacía las veces de enfermería. Era tarde y tuvo un despertar tan desconcertado como desorientado. Miró hacia los lados y no vio a nadie. Todo estaba oscuro. Se sobresaltó al no reconocer el lugar y un grito de pánico escapó de su boca. No recordaba nada. La vieja que se quedaba durante las noches como guardiana del mercado, y que era la encargada de abrir las puertas a los primeros labriegos y mercaderes que llegaban con sus productos antes del alba, escuchó la voz asustada de Marta. Sabía que la joven se hallaba en dicho habitáculo y conocía la razón por la que se encontraba allí.

Bajo la custodia de la anciana estaban todas las llaves del recinto. También tenía acceso a la enfermería, pero dudó antes de hacerlo y esperó a que la joven llamase de nuevo. Pronto volvió a escucharse aquella voz angustiada y, en esta ocasión lo hacía con un nombre de mujer:

-“¡Carla! ¡Carla! ¡Carla! ¿Dónde estás, Carla, hija mía?¿Dónde estás?”

La vieja, de corazón noble, pero de actitud lenta, dejó salir un suspiro de sus labios y sin excesiva presteza, se dirigió hacia la enfermería. Prefería seguir esperando alguna señal de alarma que la incitase a prestar más atención a la muchacha. No tardaría en llegar un grito de desesperación que produjo estupor en la vieja y ésta aceleró el paso. Llegó sigilosamente y  con su cuerpo ejerció una leve presión sobre la puerta del oscuro cuartucho, penetrando en su interior casi como un espectro.

-No se alarme, señora. Soy Juliana, -soltó con premura la anciana-. Soy la encargada de las puertas del mercado. Ayer la hallaron mareada muy cerca de aquí. Una curandera-adivina la estuvo observando y dijo que usted necesitaba descansar, que estaba muy pálida y débil y debía reponerse. La trajeron a esta habitación; por esa razón se encuentra aquí. No se asuste. Durmió durante toda la tarde y lo que va de noche. Todo ha pasado ya. Tome un poco de agua, otra cosa no puedo darle.

Marta escuchó, desconcertada entre la rabia, la desesperación y la incertidumbre, las palabras de aquella desconocida, mientras le surgían confusos interrogantes:

-¿Quién era aquella mujer? ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué estaba ella allí?

Cuando Juliana dio por finalizada su lacónica explicación, Marta con ánimo exaltado, tanto como si las tres Furias se hubieran encarnado al unísono en su alma, agarró con vehemencia a la mujer por la cintura, preguntando por su hija:

-¿Y mi hija? ¿Dónde está mi Carla? ¿Dónde está mi hija?- gritaba entre el espanto y el horror-¿Quién se llevó a mi hija de mi lado?

-No sé, señora, -repuso la vieja asustada-. Sólo vi a unas mujeres, las adivinas del mercado, que se hacían cargo de la niñita que estaba junto a usted. No sé más, señora. Tal vez los hombres que acudieron a socorrerla cuando se mareó, puedan darle alguna explicación.

La noticia descompuso a la joven que, como una exhalación, herida en lo más profundo de su ser, escapó a todo correr hacia aquella plaza, atravesando en un suspiro la calle que la unía con el mercado, la misma en la que se había tropezado con las augures. Dormían las gentes de la ciudad. La plaza aparecía desierta, negra como la noche, alquitranada de  soledad, salvo la presencia de un borracho que, a malas penas se sostenía en una pared de aquellos soportales. Sólo se escuchaba  lejano el “cric-cric” de un insolente grillo que aún no había atrapado el sueño, y el aullido lastimero de un perro. Y sólo las lejanas  estrellas, luciendo como perlas brillantes, en un firmamento inmenso, podían dar, en aquella oscura noche, un toque de belleza y esperanza.

Pero Marta no entendía de esperanza y menos aún de belleza. Ella corría y corría. Se sentía desolada, y no dejaba de  llamar a su hija. Corría sí, pero corría como loca por una ciudad que de repente se había convertido para ella en una sombra lúgubre, en el destino macabro de su propia fatalidad. Lo hacía como sonámbula, como abstraída, sin ideas, sin fuerza, odiando todo lo que la pequeña urbe encerraba. Sí, corría, pero corría hacia ninguna parte.

viernes, 12 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

X.-Cinco años felices

“No hay dolor ni dicha que más de cien años dure”. Tras el nacimiento de Carla, los días fueron de sumo ajetreo, de desbordada alegría y de duro aprendizaje. Que una mamá, que era aún niña, tenga a una criatura en sus brazos, que depende completamente de ella, resulta fascinante, pero también sumamente complejo y atemorizante. Y esa era la situación de Marta: júbilo, preocupación, felicidad y tensión, a partes iguales, ante aquel regalo, que, aunque fue algo envenenado en su origen, ahora se había convertido en el obsequio más preciado que se puede soñar. Además, a su lado siempre estaba Francesca.

Seguían las pláticas, ahora orientadas, sobre todo, a las atenciones con Carla. Transcurrían los días y las noches como si el tiempo no existiese. Y es que en realidad, el tiempo no existía, o mejor dicho, sí que existía, pero era como si allí se hubiese instalado en una permanencia sin fin, como principio y fin de aquella dicha que las embargaba. Aquel tiempo fue el todo y la nada, la nada y el todo de una suerte que nunca antes habían conocido. Era la eternidad misma medida desde lo finito y pasajero de unas vidas, sumamente agradecidas con lo poco, y en nada avariciosas de lo mucho.  Era como si el tiempo no pasara y fueran ellas las que pasaban por el tiempo. Sólo el desarrollo de Carla les permitía comprender que el tiempo es algo que no se detiene; y también eran conscientes de que sólo se vive el ahora, y eso hacían ellas: vivir intensamente cada momento de aquel presente, que está siempre ahí y, a la vez, escapándose como se escapa el agua de las manos. Sabían que no existía otro presente, sino aquel. Era, además, un presente tan hipnotizante que bien deseaban quedar atrapadas en él para siempre, como si eso fuera posible.

Sin embargo, por los muchos golpes llevados, eran sabedoras de que la vida es otra cosa. Es como un tren que no se detiene en estaciones, por más que éstas envuelvan en un maravilloso sueño; pues, también existen los oscuros túneles que obligan a despertar, que se convierten en pesadilla, que reintegran a la realidad del dolor. No tardarían en comprobarlo.

Habían transcurrido cinco años desde que Carla naciera. Todo había sido demasiado bello, todo demasiado excitante, hasta aquella tarde en la que madre e hija tuvieron la mala ventura de venir a darse de bruces con aquellas pérfidas mujeres.

Cuando se vive en un hogar en el que se halla amor y paz, aunque lo envuelva la pobreza, ese lugar se convertirá, sin duda, en el más seguro y protector de cuantos se puedan soñar, y, ante la inseguridad, jamás sería sustituido. Pero, para los desheredados, eso es sólo un sueño.

martes, 9 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

IX.-Nacimiento de Carla

La noche se echó encima y no, precisamente, se presagiaba placentera. Todo lo contrario. Francesca se atrevió, pese a la inclemencia del tiempo, a salir en busca de una vecina que, por los muchos partos propios, más debía de entender de aquel menester que ella misma. El parto de Marta tal vez se prolongaría, pues, era muy joven y,  por demás, primeriza.  Francesca sabía que ella, por su edad y por su escasa fuerza, poca ayuda podría aportar. La vecina era mucho más joven y había pasado por la experiencia de cinco hijos. 

La lluvia arreciaba, a la vez que se escuchaba el rugir de un viento endiablado batiéndose contra cualquier elemento que se le interpusiera. Conociendo, incluso, el riesgo que corría, la mujer se dirigió en busca de ayuda. Paula, que así se llamaba la vecina, y ella, batiéndose ambas contra la inclemencia del temporal, pronto estuvieron junto a Marta.

El parto tendría lugar en la casa. No había hospitales para pobres. Además, Marta no quería que su criatura constase en papel alguno, que se supiese de su existencia. Pensaba que sería un peligro, pues las autoridades podrían sustraérsela por ser soltera y por carecer de recursos. Era conocida la frecuencia con que solía ocurrir. Siempre la Iglesia estaba de por medio, pues si una madre, incluso estando casada, acudía a solicitar ayuda a unas monjitas, éstas, lo primero que hacían era recoger al nacido y entregarlo en adopción.

Conforme avanzaba la noche el firmamento se fue preñando, cada vez más, de amenazantes nubarrones que iban llegando, como si de un rebaño desbocado se tratase, de infernales fogonazos junto a zumbidos ensordecedores. Era el espantoso presagio de un inminente diluvio sobre la pequeña ciudad. El viento arreciaba de manera enfurecida, como si quisiera arrancar de cuajo cuanto se le interponía. Se adivinaba una larga noche de tormenta, de furor.

De un impreciso lugar llegaba el lamento dolorido de un perro, y un “pajarraco”, sin duda una mascota llegada de tierras lejanas, anunciaba con su canto enloquecido, desde alguna terraza, las inmediatas precipitaciones. Había llegado mayo con su agradable temperatura primaveral, pero también era época de grandes borrascas, y la que se insinuaba tras la montaña que abrazaba  el poblado, no auguraba nada bueno. Tal vez era el vaticinio del nacimiento de una vida, la de Carla, con una predestinación  terrorífica y espantosa.

Durante toda una noche, que para la joven supuso tanto como la duración de varias terroríficas noches,  se sucedieron dolores y  contracciones  por igual, que, si en un principio estuvieron más distanciadas en el tiempo, luego se acortaron. Parecía ser un proceso sin fin. No dilataba y para colmo el bebé venía del revés, algo sumamente peligroso para su supervivencia. Ayudaron las dos mujeres a Marta, le dieron ánimo y durante largo tiempo la aprestaron para el esfuerzo último.

Cuando las tormentas seguían atronando el ambiente, con descargas que más bien parecían ser explosiones procedentes de lo más profundo del averno, y la lluvia era más rabiosa, Marta empezó a dilatar. Duró todo hasta el mediodía siguiente. Debatiéronse madre e hija (pues sería una niña), entre la vida y la muerte  durante toda una noche, y gran parte del siguiente día.

Por fin, la mujer que actuó de comadrona logró, no sin  la  ayuda de Marta, que el bebé  se diera la vuelta y escapara así de aquel primer peligro de su vida. Consiguió el milagro aquella comadrona improvisada,  tras fatigoso e interminable esfuerzo. Fue todo un tiempo  en el que se compaginaron, al unísono, la aterradora tormenta con el trance extremo del parto. Lo encaró Paula con tanta decisión como valentía y arrojo, conduciendo la situación hasta un final feliz. También la tormenta se había aplacado y la lluvia pasó a ser apacible como la caricia de un bebé. Hasta el aire se había vuelto agradable.

Fue sobre el mediodía cuando llegó  al mundo Carla, una niña preciosa, el mismo mundo que le ofrecería su reverso, pues, salvo los cinco primeros años, la vida no fue halagüeña para ella. Pronto llegaría la adversidad. Una adversidad tan cruel o más que la que había vivido su propia madre, y que la marcaría para siempre.

Aquel día, de principio de mayo, daba comienzo una vida nueva, la vida de una desconocida, de una ilegal, de una apátrida, pues no existiría como ciudadana de este condenado mundo.

lunes, 8 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

VIII.-Francesca relata sus propias desventuras 

La primavera es el período del año que hace soñar con la grandeza de la vida y con magnitud del Universo. Se dice  que el cuquillo, con su canto, es el notario que da fe de la llegada de esta estación y  abre el ciclo musical de las aves al principio de la misma. Y así es, pero, también se une todo un coro  variopinto y armónico de colores, ruidos, sabores y perfumes  que divinizan a la Naturaleza en su conjunto.  Abril había entrado, llenando, al igual que su predecesor marzo, de vida el campo y los pueblos.

Francesca y Marta habían intimado tanto  entre ellas, pese al escaso tiempo compartido, sólo unos meses, que se trataban como si el hilo del destino las hubiese unido desde el inicio de los tiempos. Francesca era guía y consejera. Marta era ayuda y soporte para Francesca. Ambas se protegían mutuamente. Horas y horas que deshacía el paso del tiempo, como los azucarillos se deshacen en el agua, era lo que ambas mujeres dedicaban a hablar y a intercambiar todo tipo de anécdotas y vivencias habidas. No hubo tema o cuestión que escapara a sus entretenidos coloquios, destacando por entonces el de la preparación para afrontar la inminente maternidad. También hubo otros muchos, que sobresalían por su trascendencia.

Y así pasaron los días y mayo estaba a las puertas, el mes más bullicioso y alegre dentro de la estación primaveral. Sería en ese mes cuando Marta aportaría al mundo una nueva vida, y lo que en un tiempo le había supuesto desolación y abatimiento, ahora significaba para ella, pese a su corta edad, el hecho más sublime y trascendental de su existencia. Con ello soñaba a todas horas, tanto despierta como dormida. Para ello se preparaba con toda su alma.

Mientras tanto, Francesca iba deshojando, en sosegado coloquio con la joven, múltiples temas. Marta  quedaba embelesada ante los relatos llenos de vida, de fuerza, de profundidad, que emanaban de la boca de su anfitriona. Nunca había escuchado hablar a una persona con tanta mesura, con tan profundas convicciones, con tanta autoridad. Aquella mujer la estaba enseñando a  entender la vida como nadie lo había hecho, ni tan siquiera su propia madre había tenido la capacidad para darle las directrices y consejos que estaba recibiendo ahora.

Francesca le hizo un pormenorizado relato de lo que había sido su vida, de sus múltiples desventuras.  Con un lenguaje  coloquial y sencillo vino a contarle, más o menos, cómo, tras la guerra que asoló el país, llegaron las represalias y las venganzas,  pues no hay guerra a la que no la secunden venganzas. Ernesto, su marido, había sido uno más entre las múltiples víctimas que se llevó por delante la revancha. Su único delito había sido el de manifestarse por causas tan justas como la de un salario más digno para el obrero. Por ese motivo, y no otro, fue ejecutado de manera horrible por unos abyectos asesinos. Ernesto, que había pasado la vida en una mina, era eliminado por aquellos que se habían nutrido y engordado con su sudor, pues les suponía un estorbo.

Una noche fue atrapado en su propia casa por cuatro desalmados. Se lo llevaron a culatazos de fusil y tras cuatro días de torturas, interrogatorios y martirio, terminaron asesinándolo junto a las tapias de un cementerio. Pero, eso no fue todo, pues, tres años más tarde, aún seguía la persecución, y sus hijos, casi unos niños, tuvieron que huir al exilio, ya que fueron avisados de que también iban a por ellos. Su delito no era otro que haber tenido a un padre luchador por la justicia social. Ahora se hallaban en un país extranjero, sin poder regresar y sin otra culpa que la de no prestarse a lamer la bota que los pisaba.

Se había quedado sola en la vida, sin nada ni nadie, sin ilusión, sin fuerza. Y si no tenía necesidades era gracias a que sus hijos se habían encargado, hasta el momento, de que nada le faltara. Sin embargo, ya llevaba algún tiempo que nada sabía de ellos. Esto la acongojaba.

Cuando recordaba aquello dejaba escapar una mueca dolorosa, pues eran remembranzas que la angustiaban, que le desolaban el alma. Marta se percataba de aquel dolor y le entristecía ver a la anciana ahogarse en recuerdos.

En uno de aquellos coloquios, le explicó Francesca lo que a su entender era una dictadura y cómo es algo que sólo interesa a unos pocos; cómo haciendo uso de los argumentos más falaces, manipuladores y mezquinos que se pueda imaginar, imponen su ley y su pensamiento mediante la fuerza; y cómo para ejecutarla se sirven de lo más despreciables y crueles seres del género humano. Basta sólo con que sean personas desprovistas de cerebro. Son personajes fáciles de convertir en verdugos, personajes que sólo aspiran a recibir la complacencia de los que consideran sus “jefes”, que elegidos por Dios, o por el destino, ¡a saber!, tienen como misión divina dirigir la vida de los demás. El papel de estos verdugos no es otro que el de ir eliminando a quienes sus jefes catalogan como seres miserables e indignos, irreverentes e insumisos a sus principios. A esos crueles justicieros no resulta difícil ganarlos con adulaciones y promesas, mejor que con dádivas, pues éstas son menos agradecidas, y las promesas, más lisonjeras.  Luego basta con enviarlos a que actúen y ejecuten órdenes.

Según la reflexión de la anciana, una dictadura, tenga el color que tenga, sólo se basa en la fuerza de la sinrazón. Está dirigida por gentes llenas de odio que permanentemente necesitan la persecución y la sangre  para saciar su sed de muerte y venganza. Es hija de la mentira y de la maldad, crece con el miedo, se alimenta de la extorsión, se protege difamando a su adversario, que no es otro que la libertad, y sobrevive con la indefensión de los perseguidos, mediante el terror que  impone la tiranía,  una tiranía que intenta, con todos los medios a su alcance, exterminar al enemigo.

De todo esto había transcurrido mucho tiempo, -Francesca contaba en la actualidad con más de ochenta años-, pero estaban pegados a su mente como se pega la hiedra a una pared.

-“¡Malditas guerras! ¡Malditos quienes las emprenden!”- pronunciaba estas palabras la anciana con un “deje” de tristeza infinita, de desolación y rabia contenidas, que sólo denotaban abatimiento, cuando Marta, que hasta aquel momento había permanecido atenta, sintió un repentino dolor de espalda, seguido de una fuerte contracción. Carla iba a nacer.

jueves, 4 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

VII.-¿Quién era Francesca?

Francesca no era otra cosa que un saco de restos de vida, de una vida ya apagada. Sus huesos y venas conformaban un marchito manojo  de sarmientos retorcidos, envueltos en una piel enjuta que más bien parecía el sudario de un muerto en vida. Su cuerpo era alargado y esquelético. Su andar lento, por culpa del reúma, y su mirada, apagada y triste, le daban el aire de un ser completamente acabado. Había sido una batalladora, indignada por tantas y tantas injusticias, ahora no le quedaba otra lucha que la de su voz, la de su palabra, su amor y comprensión para con los desechados por la sociedad. Francesca continuaba siendo el símbolo mismo de la bondad, de una bondad sin límites.

Sobrepasaba  de largo  los ochenta el día que se acercó a preguntar a Marta el motivo de su llanto. La joven, asustada y reticente, contestó con imprecisión y medias palabras, sin ni tan siquiera mirar a la anciana. Sin embargo, ésta optó por sentarse en la parte desocupada del banco, intentando prestarle atención y ofrecerle ayuda, en la medida de sus posibilidades. Con su voz dulce y afable logró que la muchacha la escuchara.

El principio no fue fácil. Marta venía muy dañada y su desconfianza con todo y con todos era total. Poco a poco fue abriendo su alma a aquella desconocida mujer, con palabras casi entrecortadas, en un principio, y de forma más precisa y clara, después, terminó por aceptar lo que se le ofrecía.

Durante los primeros días Marta se mostró callada, unas veces; reticente, otras; huidiza, también; expectante siempre; hasta que comprendió la actitud bondadosa de Francesca,  pues así le había dicho que se llamaba. Poco a poco fue haciendo conocedora a la anciana de sus muchas penas, de sus muchos desengaños y frustraciones,  del cruel infierno que había sido su vida, pues en ésta nunca había habido un presente que le ofreciera el sueño de un halagüeño futuro; al contrario, cada presente sólo le mostraba un futuro cada vez más terrorífico. Para ella no había elección posible y en la dicotomía entre un mundo prometedor o un mundo de desolación, se hallaba instalada en este último.

La anciana la escuchaba siempre con total atención y también con enorme pena. Ella no podía hacer más de lo que había hecho: ofrecerle un techo, una mesa, una cama y, sobre todo, un gesto amable. Ella vivía sola, como solos vivían sus recuerdos,  aquellos que no quería que murieran postergados en un rincón de su memoria. Aquella joven le serviría de ayuda y compañía y, a la vez, la muchacha encontraría en ella el amparo y el apoyo que tanto necesitaba, anhelaba y merecía.

Transcurrieron los meses y Marta fue preparándose para recibir lo que llevaba en su vientre. Francesca se convirtió para ella en una auténtica madre, en su guía  y salvaguarda. Llegado mayo, allí mismo, con la ayuda de una vecina, -Paula, así se llamaba-, vino al mundo Carla que pasó a ser el pilar en torno al cual giraría en adelante  la vida de la madre, y también la de Francesca.

Unos meses más tarde, tras el parto, Marta halló un trabajo como ayudante de peluquería, quedando Carla al cuidado de la anciana. La niña había traído la luz y el gozo a aquellas paredes, donde las tres conformaban una familia. Aquella casa fue otra desde que arribara Carla.


LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

VI.-Encuentro con la anciana Francesca

Si  a algo temía Marta tanto o más que a la muerte, no era otra cosa que al sufrimiento. Y eso es lo que le esperaba en aquella casa. Los primeros días dieron a entender que su vida discurriría como una balsa de aceite entre aquellas personas, pero pronto comprobó que se trataba de un simple espejismo. Fue ya en la fría mañana del tercer día, desde su llegada, cuando los dueños enseñaron sus garras con toda crudeza, como lo hace un felino encolerizado. Primero fue abofeteada por uno de los hijos, por el hecho de no hallar el desayuno  a su gusto. Peores aún fueron las insinuaciones lujuriosas del hermano menor que, de forma desvergonzada, empezó con roces y manoseos, en absoluto consentidos. Marta lo rechazó, pero él insistía, considerando ser un derecho que le asistía. A fin de cuentas ella sólo formaba parte de los  objetos familiares de los que cabía aprovecharse. Pero es que la madre no iba a la zaga, pues empezó a tratarla como a un ser inepto, como a una despreciable esclava.

¿Adónde ir? ¿Cómo escapar de ese otro infierno? Además, ya se apreciaba su embarazo y deseaba proteger con toda su alma la vida que llevaba en su vientre. Para ella parecía no existir futuro y su presente estaba hecho sólo de miedo y confusión.

Aquello no era vida. Transcurrían los días y aumentaban los abusos, la esclavitud, los improperios, los golpes. Determinó escapar de aquel otro infierno. Lo hizo tal y como había llegado y, al día siguiente, cuando aún la noche cubría con su manto la vida que todavía dormía en la minúscula aldea, salió calladamente de la vivienda, emprendiendo rumbo a la ciudad.

Durante varios días perteneció al mundo del arroyo. Pidió limosna, compartió miserias, lloró su desgracia, sufrió las duras y crudas noches de  los portales, tuvo miedo, se sintió amenazada y proscrita,  hasta llegar a la desesperación.

Fue una tibia tarde de diciembre cuando una mujer muy mayor se aproximó a interesarse por ella, pues observó su llanto callado y acongojado. Todo, todo cambiaría a partir de ese momento, pues la acogió en su casa y le dio cama y comida. La convirtió en su hija. La vida empezaba, por fin, a ofrecerle su cara amable. Allí vendría Carla al mundo, allí creció hasta los cinco años, hasta aquella fatídica tarde en la que tropezaron con unas mujeres tan despiadadas como inhumanas, las sibilas.


lunes, 1 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

V.-La mala estrella de Marta

Para muchas personas no existe peor miedo que el de la soledad, incluso peor que el del inhumano castigo. Y así ocurrió a Marta. Sentirse expulsada de aquella pérfida vivienda, pero que había sido la suya hasta ese día, para partir a un destierro tan desconocido como inseguro, le produjo tal sentimiento de tristeza y desolación que salió de allí como el reo que llevan al patíbulo. Su vista se nubló, ensordecieron sus oídos, se resecó completamente su boca, su lengua adquirió una súbita rigidez. Sus brazos se tambaleaban al ritmo inseguro de sus piernas, y su alma se descompuso en infinitos grumos de amargura. Ella no merecía nada de aquello y, sin embargo, ahora era escupida y destinada a vivir proscrita, desamparada, lanzada al arroyo.

Echó a andar sin rumbo fijo. El tenue sol de noviembre se deslizaba por entre los álamos del río que circundaba el pequeño pueblo, como tratando de romper la débil barrera que separa la vida y la muerte. Por primera vez soñó en lo bello que sería marchar con su madre, e imaginó la tranquilidad plena en la que aquella se hallaría. Amargas lágrimas, tanto como la tuera, resbalaban por sus mejillas,  nublando su vista e inundando su rostro.

Caminó toda la mañana. Se sentía desfallecer cuando vino a tropezar con un pequeño grupo de arrieros que marchaban con mercancías a la ciudad. De entre los mismos hubo un hombre mayor, sólo uno, que la trató con respeto y cariño, prestándose  a ayudarle. Los demás, o le dieron la espalda, o le dedicaron soeces  y provocadoras insinuaciones, cuando no claras proposiciones obscenas. Ella, como si de un animalillo indefenso se tratara, se refugió al amparo de aquel viejo. En su compañía caminó atravesando angostos trechos o amplias llanuras. Llegaron, casi al anochecer, a una pequeña aldea en la que se detuvieron para descansar y tomar algo de alimento antes de proseguir la marcha. El arriero la condujo hasta una casa cercana en la que vivía una mujer mayor, viuda, con dos hijos a cual más déspota. Allí se quedó Marta, para ayudarles en las faenas caseras. Y allí empezó la segunda parte de su calvario.