BAJO EL "HAYA" DE LA RIERA
Cada fin de semana o festivo empacaban lo necesario y desaparecían de la
ciudad, sin más, en busca del aire limpio del campo y la montaña. Tenían su
propia residencia en las afueras de un bello pueblo del Prepirineo, una pequeña,
pero coqueta masía, bastante próxima a una riera y no lejos del "viejo
molí", aún habitado por un anciano matrimonio. También ellos habían sido
payeses toda la vida, no lo olvidaban. También contaban con algunos
animales a los que atender cuando iban. El resto de semana se encargaba de
hacerlo la vecina del "molí". De todas formas, ellos les
dejaban todo preparado antes de regresar al humo, a la contaminación, al ruido,
al ajetreo propio de la urbe. Pero, la vida había cambiado tanto, que no quedaba
otro remedio que buscar la supervivencia en los grandes núcleos de población.
La mañana amaneció fría y lluviosa. El hombre se vistió rápidamente, con
ánimo decidido. Había pasado la noche desvelado a sabiendas de que aquel era el
día que precedía a la boda. Antes de que el resto de la familia se levantara,
salió sigilosamente de la pequeña masía, cruzó el jardincillo que presidía la
entrada y emprendió camino adelante sin echar la vista atrás. Tenía prisa, pues
ella lo esperaba.
Arreció la lluvia y el cielo se ennegrecía por momentos. Un fogonazo
cegador, acompañado de un fortísimo trueno, le hizo tambalear. Sin
embargo, no se amedrantó y aligeró aún más el paso. Debía llegar
cuanto antes. Ella estaría allí, aguardando en la puerta, con su vestido rojo,
estampado de grandes nardos, como siempre había hecho. Su amor se había
fraguado siendo ella casi una niña. Ninguno de los dos había tenido otro. Bajo
un “haya”, la única que había en aquel lugar, él le había declarado su amor.
Ella le había respondido con una diáfana sonrisa a la vez que le lanzaba un pequeño
y blanco guijarro, piedrecilla que él había conservado como el más preciado de
los tesoros.
En aquel lugar se habían prometido amor eterno. Durante años habían acudido
en múltiples ocasiones hasta allí. Durante años habían esperado, impacientes,
la fecha de la boda. Y ésta había llegado. Ahora tocaba devolverle aquel
insignificante objeto, aunque de incalculable valor sentimental para él. Él
haría también las veces de "el vers del padrí", pues no había hallado
un amigo que lo hiciera. Tampoco le entregaría ramo de flores ni había
preparado un poema, lo que le entristecía. Pero, guardado en el bolsillo del
pantalón, llevaba el minúsculo regalo..
Sosteniendo un paso ligero, embarrados calzado y pantalón, a la vez que
aumentaba la fuerza de aquel diluvio, se aproximó a la riera. Debía cruzarla y
también cruzar la pequeña montaña que separaba las masías, la propia y la de su
amada. La riera iba ya muy crecida y arrastraba gran cantidad de desechos.
Pero, en su mente estaba ella y debía llegar cuanto antes para entregarle aquel
obsequio que, según tradición en Cataluña, los novios debían hacer a la novia
el día anterior a llegar al altar.
Frenó el paso, pues comprendió que tal avenida de agua no le era propicia
para cruzar por donde siempre solía hacerlo. Y, sin embargo, debía cumplir con
su misión fuese como fuese. Buscó el viejo puente que cruzaba la riera, pero no
lo hallaba. El ímpetu del agua al caer, la ceguera que producían los continuos
relámpagos, en contraste con la tenebrosidad del día, no le permitían
distinguir el lugar exacto en el que se hallaba. Buscó desesperadamente. Cayó
en más de una ocasión por la fuerza del viento y del agua, y a punto estuvo de
que aquella endiablada fuerza lo arrastrase. Como pudo, se sujetó al tronco de
un viejo árbol. Anduvo un poco más por la ribera del arroyo, el cual producía
ya un ruido atronador.
La hija, que se había levantado con el fin de resguardar algunos enseres y
animales que estaban en un pequeño aprisco junto a la vivienda, volvió a la
casa y se puso a preparar el desayuno para el marido y los hijos. También
preparó el del padre, junto a los varios medicamentos que debía tomar
diariamente. Él estaría en siete sueños, pues nunca solía levantarse temprano,
y menos aún cuando había tormenta. Siempre le habían asustado las tormentas.
Como si se hubiese abierto el cielo, el agua no caía ya a ramales, caía a
cántaros. Los pocos animales que tenían, los había dejado a buen resguardo en
la minúscula establo-granero adosado a la vivienda, y estaba tranquila. Sólo se
trataba de unas gallinas, unos conejos y un pato, más el perro. Con los gatos,
que eran dos, no había cuenta, pues siempre campaban a sus anchas. Mientras iba
preparando todo, no dejaba de mirar hacia el exterior, pues aquel negror y
aquel tipo de tormentas era inusitado y le asustaba.
Los niños podrían dormir cuanto quisieran. No podrían salir a la calle a
jugar, ni andar por el campo. Hacía un día de perros, y el tiempo no estaba
como para atreverse a sacar ni tan siquiera la nariz. La mañana ya
hacía entender que iba a ser un día especial. Tal y como todo apuntaba, sería
una magnífica ocasión para estar todos en casa. Todos bien resguardados en el
interior de aquellas vetustas paredes que tantos recuerdos les traían. Tal vez
encenderían el fuego, que hasta entonces había estado apagado desde finales de
la primavera. Ya era otoño y el frío estaba haciendo acto de presencia. Ella
aprovecharía para ayudar a los niños a hacer sus deberes, al padre a hacer
ejercicios de memoria y le quedaría algún tiempo para leer la obra de Ken
Follet “Las Tinieblas y el Alba”. Incluso podrían entretenerse con algún juego
de mesa, tras el almuerzo, junto al fuego. Luego volvería al establo, daría de
comer a los animales y recogería los huevos del día.
Se levantó el marido y, a sabiendas ya de que aquel día se había convertido
en un infierno, se aseó, se envolvió en un gran chubasquero y fue hasta el
pequeño corral a recoger la leña para prender el fuego. Los niños seguían
durmiendo, y,…¿para qué despertarlos si no podrían salir de casa? Los dejaría
dormir hasta las diez o más, igual que al padre. Mientras tanto ellos
encenderían la lumbre y empezarían a calentar un poco la estancia principal de
la masía. Esperarían a estar todos juntos para el desayuno.
Llegaron los gatos exigiendo, como de costumbre, su parte de alimento. Iban
completamente empapados, sacudiendo el lomo y mojando parte del suelo. Subieron
a una silla que había a la entrada y también la empaparon. Sí, era la hora de
llamar a los niños. Después lo haría con el padre. Se dirigió al dormitorio de
los pequeños, que ya estaban despiertos y jugando sobre las camas. Les avisó
que dejasen el juego y fuesen a la cocina, junto al fuego para tomar el desayuno.
Seguidamente se dirigió al dormitorio del padre y… ¡oh sorpresa! ¡El padre no
estaba! ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo habría podido salir sin dejar una sola
huella, sin que se enteraran? ¡Y más en un día tan aciago! Él, que
siempre había temido a las tormentas, ahora no estaba. Todas las alarmas se
encendieron en la pequeña masía. ¡El abuelo había desaparecido!
Durante toda la jornada fue subiendo el nivel del agua en la riera y el
ruido que hacía era ensordecedor, pues por aquel lugar transcurrían como
auténticas aguas bravas. El desconcertado anciano no hallaba el paso que tantas
y tantas veces había cruzado. Desorientado, impotente ante la
situación, decidió cobijarse, mientras no cesara la lluvia, bajo un enorme árbol
y allí esperaría a que cejara aquella monstruosa tempestad. Su amada lo estaría
esperando y se impacientaría ante la tardanza, pero entendería el porqué.
Aquella mujer era su vida. La había conocido varios años atrás, en la fiesta
mayor del pueblo. Ella tenía entonces catorce años. Él dieciocho. Se habían
mirado de frente y todo pareció quedar sellado en aquel instante. Ya llevaban
seis años de novios y, por fin, al siguiente día sería la boda. Antes debía
obsequiarla con aquella preciosa joya que llevaba en el bolsillo. Se trataba de
un ritual obligado.
Mientras, en la masía, se produjo la alarma. La hija acudió a la cocina.
Nerviosa, profundamente alterada, comunicó la situación al marido que, en aquel
momento, bregaba por encender el fuego. ¿Adónde acudir? ¿A qué echar mano? El
ahogo, la desesperación cundía al mismo ritmo que aumentaban las borrascas.
Salir así era imposible. Los niños, asustados, empezaron a llorar. La madre
llamaba y también lloraba a la vez. El marido corrió como una exhalación hasta
el pequeño corral-granero por si el abuelo se hallaba allí y no lo habían
visto. Inquietud y desaliento empezaron a ser inversamente proporcionales a la
esperanza de hallarlo. Buscó y rebuscó, casi como si se hubiese tratado de
hallar un minúsculo alfiler. Llamó, se desesperó, todo sin resultado. Regresó a
la vivienda donde el llanto y el desánimo se multiplicaban al mismo ritmo que
aumentaba el aguacero. No había otro remedio que esperar a que
acampara. Como pudieron, envueltos en chubasqueros, buscaron y rebuscaron
en torno a la masía. El día avanzaba y las tormentas no
cesaban. Avisaron a vecinos de las proximidades, que se prestaron a
colaborar en la búsqueda del anciano por los alrededores más cercanos. Pero
todo quedó para el siguiente día, pues la noche se había echado encima. La
lluvia no paraba ni un solo momento, acompañada, además, de fuerte
aparato eléctrico.
Envuelto en agua y barro el hombre, poco a poco, se fue amodorrando. Estaba
agotado. Antes de quedar profundamente dormido, sacó de su bolsillo el obsequio
para su amada, el pequeño guijarro, que apretó con fuerza entre sus dedos
encallecidos. Así esperaría hasta que el agua le permitiera el paso por el
puentecillo, pues seguro que estaba allí. Allí había estado siempre. Aquel
puentecillo y el “HAYA” sabían todo acerca de su amor. Ambos eran testigos
mudos y guardianes silenciosos de muchos de sus secretos, como
aquel primer beso que se dieran una luminosa noche, mientras una espléndida
luna llena bañaba su rostro plateado en las aguas cristalinas de la pequeña riera. Sobre sus
maderas aparecían grabados los nombres de su amada y el suyo propio. Y entre
los nombres, grabado a fuego, aparecía un corazón, y ¡no!, ... ¡de ninguna
forma podía desaparecer! El agua no podría arrastrarlo. Sería como arrastrar
sus vidas, las de ambos. Con aquellos recuerdos, con aquella ansiedad por
llegar hasta su amada, su cuerpo se fue vaciando de vida hasta
quedar apagado.
Al día siguiente, temprano, varias patrullas dieron comienzo a la búsqueda
del anciano. Pronto encontraron al hombre apoyado sobre la enorme “haya”. El
caudal del río había bajado. El puente estaba allí, pero el gastado tablón, en
el que habían estado grabados sus nombres durante más de sesenta años,
había sido arrastrado por el agua. Ésta se había llevado para
siempre los recuerdos de aquel hombre, y con el corazón y los
nombres se marchó también su vida. Su esposa lo había hecho diez años antes.
Cuando lo hallaron, su cuerpo inerte, envuelto en barro, se encontraba
recostado sobre el tronco del gran árbol. Refulgentes rayos de sol, los
primeros del día, centelleaban por entre el follaje del "haya"
sobre el cuerpo del anciano, que más bien parecía dormido. En su mano,
fría como el mármol, fuertemente apretada, estaba la ofrenda que llevaba
a su amada.
Es lo que tiene el AMOR, cuando éste es AUTÉNTICO.
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Puente sobre la Riera |