(Anónimo)
Hace tan sólo unos días empeñose mi madre en que habríamos de ir esa tarde a la Loma a comprar algunas cosillas y tendría que acompañarla, pues también habría de comprarme unos zapatos, pues desde antes que falleciera mi padre no había recibido otros. Por eso que no rechisté. Aparejamos la “Churri” (es el nombre de la burra), nos subimos en ella, yo en la culata, y emprendimos la marcha bajo un sol de justicia, como la gente dice, “un sol que partía las piedras”. El camino se hizo pesado, pues la bestia caminó lenta, como de costumbre, pero eso sí, siempre llega. Una vez en la Loma, dirigimosnos adonde los zapatos, pues para mí era lo urgente, y más contento que unas castañuelas me puse cuando ya los tenía en mi poder. Desde allí marchamos a casa de las Periquitas o Periquinas, que así les llaman, donde se hospeda el cura, para pedir orientación en los trámites para hacer estudios lejos de Albox. Al llegar a la entrada de la calle “Los Hileros” quedé atrapado por la imagen de los hombres con sus madejas de cáñamo a la cintura, estirando los cordeles a lo largo de toda la calle, desde una rueca o torno, o lo que sea, que había arriba de la misma. Siempre me ha seducido a la vez que ejercido sobre mi una especial atracción la Loma por su vida artesanal, por su ajetreo continuo, habiendo buscavidas de todo tipo, en su lucha continua por salir adelante.
Ya íbamos a entrar casa de las Periquitas o
Periquinas ( o como sea), cuando
unos zagalotes bajaban atropelladamente otra calle de al lado en un carruaje
de madera, espantando la burra de tal forma que tiró del ramal, se soltó y salió como una
loca, nunca la había visto así, dando
saltos a la vez que lanzaba coces al cielo, con rebuznos ensordecedores y con
intermitentes y escandalosos cuescos, uno tras otro, logrando que tanto las
aguaderas como todo lo que en ellas había fuera a hacer puñetas, desperdigándose por doquier. Pero no fue eso todo, sino que no habría valiente que se
atreviera a retenerla en su huida, atropellando todo a su paso y, un lañador
que en la puerta de la posada lañaba un lebrillo, saltó despavorido para
librarse de aquel endiablado animal, mas hizolo con tan mala fortuna que tropezó en el lebrillo
haciéndolo mil pedazos, tantos que no habría lañas suficientes en el mundo para
recomponerlo de nuevo. Vino el hombre enfurecido, diciendo a mi madre que había
de pagar los daños ya que el animal era el culpable de lo acaecido, a lo
que mi madre opusose rotundamente ya que la culpa no fue de la bestia sino de
los chiquillos, y tratábase además y por de contado de un
lebrillo roto. Amenazó él con llevar el caso al Mindas o al Bautista o hasta el juez si no lo resarcía de la desgracia. Estaban así en la contienda cuando llegose un hombre, el Alfonsico, que dijo haberlo
presenciado todo y que la culpa sólo era de los zagalones poniendo así fin al pleito. De todas formas diole mi madre dos pesetas al lañador para que no lo perdiese
todo. Andaba yo mientras a por el animal y me moría de vergüenza al ver a
unas muchachas que se findangaban de risa y hacían mofa de lo que para mí suponía una humillación bestial.
Don Diego, habría querido que en ese momento me tragase la tierra, no haber
existido, y no habría ido a por la burra de no ser porque por allí debían estar mis zapatos. Las jovenzuelas más se desternillaban al verme correr tras el animal, siendo para mí más una afrenta que otra cosa todo lo que acontecía. Parose la bestia en la puerta
misma de la Iglesia, como si hallase allí sosiego por su mucho alboroto, pudiendo hacerme entonces con las riendas. Coloquele albarda,
cincha, atarres y aguaderas como pude, recogí los enseres, eso sí, los zapatos
lo primero, aunque hasta estos ya se me habían atragantado, y regresé adonde
las Periquitas o Periquinas, a la vez que las muchachas perdiéronse con la burla calle Ancha arriba. Yo ni ganas tenía de ver al cura ni a nadie. Fue por ello
que la visita duró poco, pues me consumía la vergüenza.
Habría deseado regresar cuanto antes pero debíamos ir a comprar un libro a una papelería de la calle por donde las zagalonas se habían marchado. Ya en la papelería contó mi madre la anécdota a unas mujeres, a la vez que yo callaba y palidecía. A una de ellas ocurriósele decir que pareciase lo del lañador al protagonista de un cuento, lo que hizo recuperarme del sonrojo y rogarle me lo contase, a lo que accedió con mucha amabilidad. Mi madre, por su parte, ha hecho broma de lo acontecido, y contolo aquella noche, mientras tomábamos la fresca, a los vecinos sirviendo de guasa la acción de la Churri.
Habría deseado regresar cuanto antes pero debíamos ir a comprar un libro a una papelería de la calle por donde las zagalonas se habían marchado. Ya en la papelería contó mi madre la anécdota a unas mujeres, a la vez que yo callaba y palidecía. A una de ellas ocurriósele decir que pareciase lo del lañador al protagonista de un cuento, lo que hizo recuperarme del sonrojo y rogarle me lo contase, a lo que accedió con mucha amabilidad. Mi madre, por su parte, ha hecho broma de lo acontecido, y contolo aquella noche, mientras tomábamos la fresca, a los vecinos sirviendo de guasa la acción de la Churri.
Aprovecho ésta para contar a su merced el cuento y lo
de la burra también, aunque esto último suplícole no lo divulgue, pues aunque no es deshonroso sí que pareciéronme suficientes y sobradas las chanzas de aquel aciago día. Remítole por tanto el cuento “DEL GARBANCICO” que, de seguro, será de su
agrado y podrá juzgar lo tramposas que algunas personas son y cómo tratan de sacar aprovecho de cuanto pueden.
Saludale con afecto su siempre servidor
El Candil de la Fuentecica
EL GARBANCICO
Érase una vez un hombre que cada martes acudía al mercado para comprar las cuatro cosillas que necesitaba y a la vez vender algunas otras, como huevos a los recoveros, algún gallo o gallina a los gallineros, conejos, quesos,,, . Así siempre, cada martes. Pero al llegar ese día se encontraba con un problema, pues tenía un GARBANCICO y no sabía donde ni con quien dejarlo, ni tampoco quería llevarlo al mercado no fuese a perderlo. Agobiado por este pequeño problema, un día acudió a una vecina y le dijo:
-¿Puedo dejar aquí mi garbancico que tengo que ir al mercado?
-Sí, déjelo usted aquí- contestó la señora.
El hombre dejó su garbancico encima de una mesilla que había a la entrada. Era casa de campo y había animales que andaban sueltos, como las gallinas y los pavos que, aunque estaban en la calle, siempre iban de un lado para otro, entrando con frecuencia a la casa en busca de algo que llevarse al pico. Entró una gallina, dio un salto y subió a la mesa y ... ¡adiós garbancico!, pues se lo tragó al primer picotazo. Pasado un buen rato volvió el hombre del mercado y fue a recoger su garbancico. Al llegar le dice a la mujer:
-Buena mujer, ya he vuelto. ¿Dónde está mi garbancico?
-¡Ay, buen hombre! No sé cómo decirle, pero ha venido la gallina, ha saltado a la mesa y por más que he aligerado no he podido evitar que se lo comiera.
-¡Ah, sí!, pues por descuidada ahora tendrá usted que darme la gallina.
-¿Qué dice usted? ¿Una gallina por un garbancico? Ni hablar.
-¿Cómo que ni hablar? Pues si no me da la gallina iré al juez.
La mujer estaba enfurecida, pero pensando en lo que le costaría le justicia vio que era preferible darle la gallina antes que ir al juez. Así que le dijo:
-Vale, llévese usted la gallina y déjeme en paz y no vuelva por aquí.
El hombre cogió la gallina y se la llevó a su casa. Al llegar el martes siguiente también quería ir al mercado. No sabía a quien dejar la gallina, pues no la iba a llevar con él, así que se dirigió a otra casa de la aldea y le dice al dueño:
-Buen hombre, ¿puedo dejar aquí mi gallinica que tengo que ir al mercado y no tengo donde dejarla?
-Claro que puede usted dejarla aquí- contestó el hombre.
Dejaron la gallina por unas paletas que había al lado de la casa para que picara chumbos e insectos y se revolcara en la tierra. En medio de las paletas había un almendro y allí tenían amarrada una marrana de cría. Llegó la gallina por allí, picoteando a un lado y otro, pero en un descuido la marrana le dio un mordisco y la mató.
A todo esto regresó el hombre del mercadoy fue a recoger su gallina.
-Vecino, ¿dónde estás? Vengo a por mi gallina.
El vecino que se había entretenido preparando aperos de labranza, sale del cobertizo y le dice:
-Pues ahí estará vecino, en la paletas.
Fueron a las paletas y se encontraron con las plumas que había dejado la marrana.
-¡Ah, vecino, la marrana se ha comido mi gallina! Ahora tienes que darme la marrana.
-¿Cómo? Eso no puede ser. ¿Es que acaso va a valer una gallina como una marrana de cría?
-Pues si usted no me da la marrana, lo llevaré ante la justicia.
El dueño de la marrana echaba sapos por la boca, pero por temor a ser llevado ante el juez, se la dio.
Pasaron varios días y de nuevo llegó el martes, entonces el hombre acudió con la marrana a otro vecino y le dijo:
-Vecino, ¿puedo dejar aquí mi marranica que tengo que ir al mercado?
-Por supuesto que sí, vecino. Déjela ahí atada en ese olivo, que a la sombra estará mejor.
Al rato volvió a llevarse su marrana y dice:
-Vecino, vengo a por la marrana.
-Santo Dios-, responde el vecino-, se ha soltado la vaca y ha embestido a la marrana y la ha matado. ¿Qué hacemos ahora?
-¡Cómo!, ¿que la vaca ha matado mi marrana? Pues ahora tendrá usted que darme la vaca.
-¿Cómo le voy a dar la vaca? ¿Usted está loco? ¿Acaso valía la marrana lo que vale la vaca?
-Pues si no me da la vaca lo denunciaré a la justicia.
El dueño de la vaca que ya había tenido problemas con la justicia por otros asuntillos de nada, pero que le temía como a una vara verde, por lo mucho que saca y lo poco que arregla, cedió y se la entregó. El hombre se llevó la vaca y se fue tan feliz. Al llegar el martes siguiente cogió la vaca y se fue a casa de otro vecino y le dice:
-Vecino, mire, que quiero ir al mercado y no tengo con quien dejar la vaca. ¿Podría dejarla aqui?
-Si, vecino. Puede usted dejarla en la puerta de la casa, ahí atada a ese árbol.
El hombre ató la vaca al árbol y se marchó al mercado. En la casa comieron aquel día pescado del que tiene muchas raspas y una muchacha huerfanilla que tenían de sirvienta, sin imaginar lo que podría ocurrir, le echó las sobras de la comida a la vaca, con raspas y todo, además de unos huesos de choto que aún andaban en la basura. La vaca se atragantó con todo aquello y por más empeño que pusieron en salvarla, no pudieron, y se ahogó. Al rato llegó el dueño preguntando por su vaca:
-Vecino, ya estoy aquí. Y mi vaca, ¿dónde está?
-¡Ay, vecino, no sabe cuánto lo sentimos, pero la muchacha le ha echado las raspas del pescado a la vaca y se ha ahogado! No hemos podido hacer nada por salvarla.
-¡No me diga que se ha ahogado mi vaca! ¡Eso no puede ser! Ahora tendrá que entregarme a la sirvienta o de lo contrario lo llevaré al juez.
-¿Cómo le voy a entregar a la sirvienta? ¡Es imposible! Además, ella no querrá irse con usted.
-¡Cómo que no se va a querer venir conmigo! Pues si no se viene también irá ante el juez.
La criada lloraba, los demás echaban maldiciones por haberse quedado con la vaca, pero al final tuvieron que ceder para no vérselas con la justicia y la muchacha se marchó con el hombre. Iban por el camino, hacía mucho calor y se pararon a descansar. La muchacha se durmió y el hombre aprovechó para meterla en un saco. Se la echó al hombro y siguió el camino hasta que llegó a una casa en la que estaban cociendo el pan. Él entró al cobertizo del horno y dijo:
-¿Puedo dejar aquí mi saquico que tengo que ir al mercado y no tengo donde dejarlo?
-Sí, claro, déjelo en ese rincón, que ahí no estorba.
El hombre lo dejó y se marchó al mercado. La mujer estaba "iñendo" el pan y le dice su hijo:
-Mamá, yo quiero un bollico. Hazme un bollico.
-¡Y yo quiero una rosquica!-, dijo una voz que salía del saco.
-Mamá, el saco habla, la voz sale del saco. Vamos a abrirlo para ver lo que hay dentro.
Así lo hicieron y se llevaron una sorpresa tremenda al ver a la chiquilla allí. La sacaron y la escondieron y antes de que el hombre regresara llenaron el saco de bichos, de los más malos y venenosos que hay en el mundo y lo cerraron otra vez. Al rato volvió el hombre a por el saco y dice:
-¿Dónde está mi saquico?
-Ahí lo tiene usted-, dijo la mujer.
Él cogió el saco y se lo echó al hombro. Se fue a la fuente a beber agua, lavarse y refrescarse un poco. Cuando ya terminó abre el saco y dice:
-Moza hermosa, sal y dame un beso en esta boca tan hermosa.
Al abrirlo, saltaron como furias sobre él todos aquellos bichos y le picaron, le mordieron y lo destrozaron sin dejar una parte de su cuerpo libre de aquella rabia. Y así acabó el hombre por su avaricia y su maldad y ... "colorín, colorete" que por la chimenea cae un cohete, y "colorín, colorao" que este cuento se ha "acabao".
GLOSARIO:
Rechistar: responder, hablar protestando
Culata de la burra: la parte trasera del lomo del animal, junto a la cola, no cubierto por la albarda, donde se solía subir a los niños para que fueran montados, cuando no se podía en la albarda.
Cáñamo: planta cannabácea de unos dos metros de altura, con tallo erguido y velloso, de fibra textil, usada en tejidos y cordamenta. Con ellas se hacían suelas de alpargata y otros objetos, como sogas y cordeles.
Cuesco: eufemismo de pedo, ventosidad.
Aguaderas: objeto que se hacía de forma artesanal, normalmente de esparto y que servía para transportar cántaros o cualquier otro enser en las bestias de carga.
Albarda: objeto que se coloca sobre el lomo de las bestias para protegerlas del roce y poder sujetar así la carga.
Cincha: objeto con forma de cinturón que servía para sujetar la albarda y que rodea la panza del animal.
Atarres: elemento de la albarda que la sujetaba a la cola del animal.
Hacer puñetas: expresión muy popular y campechana de enfado o enojo con la que se mandaba a alguien que se marchara por estar estorbando o dando la lata.
Lañador: artesano, por lo general ambulante, que reparaba lebrillos, orzas, pucheros, tinajas y otros utensilios de loza o porcelana con lañas o grapas.
Lebrillo: vasija grande, de barro vidriado, más ancho por el borde que por el fondo y que se utilizaba para lavar ropa, para baños y otros usos, sobre todo en la matanza.
El Mindas y el Bautista: eran los municipales con los que contaba Albox por los años cincuenta. Se encargaban de todo, también de dar recados, llevar avisos y hasta acompañar al pregonero en sus pregones.
El Alfonsico: personaje típico (siempre con su camisola negra), muy conocido en Albox. Vivía en la calle los Hileros. Vendía pipas, garbanzos torrados y algunas otras golosinas en los mercados y en la puerta del cine de verano.
Recovero: comprador de huevos en los mercados.
Gallinero: no sólo se le llamaba así al espacio del corral ocupado por las gallinas, sino también a los compradores de gallinas en los mercados, que en Albox solían colocarse con sus cajas de madera enrejada en la calle del Muro los martes.
Paletas: es la denominación popular que en la comarca del Almanzora recibe la chumbera (Opuntia) . Planta de la familia de las cactáceas, con más de 300 especies diferentes, originaria de América y extendida por Canarias, por Andalucía y por todo el Levante. Tiene fruto comestible, el chumbo.
Marrana de cría: era la expresión más usual en el habla coloquial del medio rural, conjuntamente con china, para referirse a una cerda, guarra o cochina.
Echar sapos por la boca: expresión popular que hace referencia a estar seriamente enfadado y lanzar expresiones malsonantes.
Eñir: término de uso común con el que se indica que se está preparando la masa del pan o las tortas para dejarla en su punto exacto.
Choto: cabrito de corta edad.
Izquierda: burra, aguaderas y cántaros Derecha: marrana de cría
Izquierda: torno de hilandero Derecha: lañador
Izquierda: paletas o chumberas Derecha: eñir el pan