miércoles, 13 de octubre de 2021
EL GALLO QUE SABÍA LEER
jueves, 5 de noviembre de 2020
HISTORIAS CON ALMA
BAJO EL "HAYA" DE LA RIERA
Cada fin de semana o festivo empacaban lo necesario y desaparecían de la
ciudad, sin más, en busca del aire limpio del campo y la montaña. Tenían su
propia residencia en las afueras de un bello pueblo del Prepirineo, una pequeña,
pero coqueta masía, bastante próxima a una riera y no lejos del "viejo
molí", aún habitado por un anciano matrimonio. También ellos habían sido
payeses toda la vida, no lo olvidaban. También contaban con algunos
animales a los que atender cuando iban. El resto de semana se encargaba de
hacerlo la vecina del "molí". De todas formas, ellos les
dejaban todo preparado antes de regresar al humo, a la contaminación, al ruido,
al ajetreo propio de la urbe. Pero, la vida había cambiado tanto, que no quedaba
otro remedio que buscar la supervivencia en los grandes núcleos de población.
La mañana amaneció fría y lluviosa. El hombre se vistió rápidamente, con
ánimo decidido. Había pasado la noche desvelado a sabiendas de que aquel era el
día que precedía a la boda. Antes de que el resto de la familia se levantara,
salió sigilosamente de la pequeña masía, cruzó el jardincillo que presidía la
entrada y emprendió camino adelante sin echar la vista atrás. Tenía prisa, pues
ella lo esperaba.
Arreció la lluvia y el cielo se ennegrecía por momentos. Un fogonazo
cegador, acompañado de un fortísimo trueno, le hizo tambalear. Sin
embargo, no se amedrantó y aligeró aún más el paso. Debía llegar
cuanto antes. Ella estaría allí, aguardando en la puerta, con su vestido rojo,
estampado de grandes nardos, como siempre había hecho. Su amor se había
fraguado siendo ella casi una niña. Ninguno de los dos había tenido otro. Bajo
un “haya”, la única que había en aquel lugar, él le había declarado su amor.
Ella le había respondido con una diáfana sonrisa a la vez que le lanzaba un pequeño
y blanco guijarro, piedrecilla que él había conservado como el más preciado de
los tesoros.
En aquel lugar se habían prometido amor eterno. Durante años habían acudido
en múltiples ocasiones hasta allí. Durante años habían esperado, impacientes,
la fecha de la boda. Y ésta había llegado. Ahora tocaba devolverle aquel
insignificante objeto, aunque de incalculable valor sentimental para él. Él
haría también las veces de "el vers del padrí", pues no había hallado
un amigo que lo hiciera. Tampoco le entregaría ramo de flores ni había
preparado un poema, lo que le entristecía. Pero, guardado en el bolsillo del
pantalón, llevaba el minúsculo regalo..
Sosteniendo un paso ligero, embarrados calzado y pantalón, a la vez que
aumentaba la fuerza de aquel diluvio, se aproximó a la riera. Debía cruzarla y
también cruzar la pequeña montaña que separaba las masías, la propia y la de su
amada. La riera iba ya muy crecida y arrastraba gran cantidad de desechos.
Pero, en su mente estaba ella y debía llegar cuanto antes para entregarle aquel
obsequio que, según tradición en Cataluña, los novios debían hacer a la novia
el día anterior a llegar al altar.
Frenó el paso, pues comprendió que tal avenida de agua no le era propicia
para cruzar por donde siempre solía hacerlo. Y, sin embargo, debía cumplir con
su misión fuese como fuese. Buscó el viejo puente que cruzaba la riera, pero no
lo hallaba. El ímpetu del agua al caer, la ceguera que producían los continuos
relámpagos, en contraste con la tenebrosidad del día, no le permitían
distinguir el lugar exacto en el que se hallaba. Buscó desesperadamente. Cayó
en más de una ocasión por la fuerza del viento y del agua, y a punto estuvo de
que aquella endiablada fuerza lo arrastrase. Como pudo, se sujetó al tronco de
un viejo árbol. Anduvo un poco más por la ribera del arroyo, el cual producía
ya un ruido atronador.
La hija, que se había levantado con el fin de resguardar algunos enseres y
animales que estaban en un pequeño aprisco junto a la vivienda, volvió a la
casa y se puso a preparar el desayuno para el marido y los hijos. También
preparó el del padre, junto a los varios medicamentos que debía tomar
diariamente. Él estaría en siete sueños, pues nunca solía levantarse temprano,
y menos aún cuando había tormenta. Siempre le habían asustado las tormentas.
Como si se hubiese abierto el cielo, el agua no caía ya a ramales, caía a
cántaros. Los pocos animales que tenían, los había dejado a buen resguardo en
la minúscula establo-granero adosado a la vivienda, y estaba tranquila. Sólo se
trataba de unas gallinas, unos conejos y un pato, más el perro. Con los gatos,
que eran dos, no había cuenta, pues siempre campaban a sus anchas. Mientras iba
preparando todo, no dejaba de mirar hacia el exterior, pues aquel negror y
aquel tipo de tormentas era inusitado y le asustaba.
Los niños podrían dormir cuanto quisieran. No podrían salir a la calle a
jugar, ni andar por el campo. Hacía un día de perros, y el tiempo no estaba
como para atreverse a sacar ni tan siquiera la nariz. La mañana ya
hacía entender que iba a ser un día especial. Tal y como todo apuntaba, sería
una magnífica ocasión para estar todos en casa. Todos bien resguardados en el
interior de aquellas vetustas paredes que tantos recuerdos les traían. Tal vez
encenderían el fuego, que hasta entonces había estado apagado desde finales de
la primavera. Ya era otoño y el frío estaba haciendo acto de presencia. Ella
aprovecharía para ayudar a los niños a hacer sus deberes, al padre a hacer
ejercicios de memoria y le quedaría algún tiempo para leer la obra de Ken
Follet “Las Tinieblas y el Alba”. Incluso podrían entretenerse con algún juego
de mesa, tras el almuerzo, junto al fuego. Luego volvería al establo, daría de
comer a los animales y recogería los huevos del día.
Se levantó el marido y, a sabiendas ya de que aquel día se había convertido
en un infierno, se aseó, se envolvió en un gran chubasquero y fue hasta el
pequeño corral a recoger la leña para prender el fuego. Los niños seguían
durmiendo, y,…¿para qué despertarlos si no podrían salir de casa? Los dejaría
dormir hasta las diez o más, igual que al padre. Mientras tanto ellos
encenderían la lumbre y empezarían a calentar un poco la estancia principal de
la masía. Esperarían a estar todos juntos para el desayuno.
Llegaron los gatos exigiendo, como de costumbre, su parte de alimento. Iban
completamente empapados, sacudiendo el lomo y mojando parte del suelo. Subieron
a una silla que había a la entrada y también la empaparon. Sí, era la hora de
llamar a los niños. Después lo haría con el padre. Se dirigió al dormitorio de
los pequeños, que ya estaban despiertos y jugando sobre las camas. Les avisó
que dejasen el juego y fuesen a la cocina, junto al fuego para tomar el desayuno.
Seguidamente se dirigió al dormitorio del padre y… ¡oh sorpresa! ¡El padre no
estaba! ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo habría podido salir sin dejar una sola
huella, sin que se enteraran? ¡Y más en un día tan aciago! Él, que
siempre había temido a las tormentas, ahora no estaba. Todas las alarmas se
encendieron en la pequeña masía. ¡El abuelo había desaparecido!
Durante toda la jornada fue subiendo el nivel del agua en la riera y el
ruido que hacía era ensordecedor, pues por aquel lugar transcurrían como
auténticas aguas bravas. El desconcertado anciano no hallaba el paso que tantas
y tantas veces había cruzado. Desorientado, impotente ante la
situación, decidió cobijarse, mientras no cesara la lluvia, bajo un enorme árbol
y allí esperaría a que cejara aquella monstruosa tempestad. Su amada lo estaría
esperando y se impacientaría ante la tardanza, pero entendería el porqué.
Aquella mujer era su vida. La había conocido varios años atrás, en la fiesta
mayor del pueblo. Ella tenía entonces catorce años. Él dieciocho. Se habían
mirado de frente y todo pareció quedar sellado en aquel instante. Ya llevaban
seis años de novios y, por fin, al siguiente día sería la boda. Antes debía
obsequiarla con aquella preciosa joya que llevaba en el bolsillo. Se trataba de
un ritual obligado.
Mientras, en la masía, se produjo la alarma. La hija acudió a la cocina.
Nerviosa, profundamente alterada, comunicó la situación al marido que, en aquel
momento, bregaba por encender el fuego. ¿Adónde acudir? ¿A qué echar mano? El
ahogo, la desesperación cundía al mismo ritmo que aumentaban las borrascas.
Salir así era imposible. Los niños, asustados, empezaron a llorar. La madre
llamaba y también lloraba a la vez. El marido corrió como una exhalación hasta
el pequeño corral-granero por si el abuelo se hallaba allí y no lo habían
visto. Inquietud y desaliento empezaron a ser inversamente proporcionales a la
esperanza de hallarlo. Buscó y rebuscó, casi como si se hubiese tratado de
hallar un minúsculo alfiler. Llamó, se desesperó, todo sin resultado. Regresó a
la vivienda donde el llanto y el desánimo se multiplicaban al mismo ritmo que
aumentaba el aguacero. No había otro remedio que esperar a que
acampara. Como pudieron, envueltos en chubasqueros, buscaron y rebuscaron
en torno a la masía. El día avanzaba y las tormentas no
cesaban. Avisaron a vecinos de las proximidades, que se prestaron a
colaborar en la búsqueda del anciano por los alrededores más cercanos. Pero
todo quedó para el siguiente día, pues la noche se había echado encima. La
lluvia no paraba ni un solo momento, acompañada, además, de fuerte
aparato eléctrico.
Envuelto en agua y barro el hombre, poco a poco, se fue amodorrando. Estaba
agotado. Antes de quedar profundamente dormido, sacó de su bolsillo el obsequio
para su amada, el pequeño guijarro, que apretó con fuerza entre sus dedos
encallecidos. Así esperaría hasta que el agua le permitiera el paso por el
puentecillo, pues seguro que estaba allí. Allí había estado siempre. Aquel
puentecillo y el “HAYA” sabían todo acerca de su amor. Ambos eran testigos
mudos y guardianes silenciosos de muchos de sus secretos, como
aquel primer beso que se dieran una luminosa noche, mientras una espléndida
luna llena bañaba su rostro plateado en las aguas cristalinas de la pequeña riera. Sobre sus
maderas aparecían grabados los nombres de su amada y el suyo propio. Y entre
los nombres, grabado a fuego, aparecía un corazón, y ¡no!, ... ¡de ninguna
forma podía desaparecer! El agua no podría arrastrarlo. Sería como arrastrar
sus vidas, las de ambos. Con aquellos recuerdos, con aquella ansiedad por
llegar hasta su amada, su cuerpo se fue vaciando de vida hasta
quedar apagado.
Al día siguiente, temprano, varias patrullas dieron comienzo a la búsqueda
del anciano. Pronto encontraron al hombre apoyado sobre la enorme “haya”. El
caudal del río había bajado. El puente estaba allí, pero el gastado tablón, en
el que habían estado grabados sus nombres durante más de sesenta años,
había sido arrastrado por el agua. Ésta se había llevado para
siempre los recuerdos de aquel hombre, y con el corazón y los
nombres se marchó también su vida. Su esposa lo había hecho diez años antes.
Cuando lo hallaron, su cuerpo inerte, envuelto en barro, se encontraba
recostado sobre el tronco del gran árbol. Refulgentes rayos de sol, los
primeros del día, centelleaban por entre el follaje del "haya"
sobre el cuerpo del anciano, que más bien parecía dormido. En su mano,
fría como el mármol, fuertemente apretada, estaba la ofrenda que llevaba
a su amada.
Es lo que tiene el AMOR, cuando éste es AUTÉNTICO.
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Puente sobre la Riera |
martes, 29 de septiembre de 2020
LA PRINCESA POBRE
LA PRINCESA POBRE
(Basada en la leyenda oriental del "HILO ROJO")
Cuando yo era muy niño siempre estaba pidiendo a los mayores que me contasen cuentos, historias o leyendas que sirviesen para llenar de vida y de embrujo mi imaginación. Recuerdo cuentos maravillosos, como el de “Juanillo el Oso”, o “El castillo de irás y no volverás”, y también, otros muchos. A quien más le insistía para que me contase historias que ella supiese, era a mi madre, que se llamaba Ana, pero a la que yo sólo le decía “mamá”. Ella nunca tenía tiempo para detenerse a contar alguna historia, pues siempre estaba trabajando. Pero, una noche, ¡ah! …, una noche sí que me relató una historia fascinante. Aquel día, -creo que era un 19 de julio-, habíamos trillado, pero no nos había dado tiempo a recoger la parva (parva=la mies, -trigo, cebada o avena-, que ya estaba trillada, pero todavía extendida en la era). Había sido una jornada de insoportable calor. Acalorados y fatigados, como estábamos, decidimos dormir en la era. Sobre la parva colocamos una jarapa (Tejido realizado con tiras de trapos retorcidos) y también llevamos una almohada. Una Luna llena, radiante, vestía de un tono blanco-plateado el paisaje, no permitiendo que ningún objeto, por pequeño que fuese, quedase oculto a la vista. Bajo aquel firmamento que nos cubría, sólo destacaba la belleza del astro de la noche y la albina estela que conformaba la Vía Láctea sobre nuestros cuerpos. Nos acompañaban el sonido chirriante de algún grillo y los ladridos intermitentes de varios perros. Allí, tumbados sobre aquel improvisado colchón le pedí, una vez más, a mi madre, que me contase alguna historia o cuento. Y fue entonces cuando me relató una de las más fantásticas leyendas que jamás he escuchado. Tal y como me la contó, yo la voy a contar.
“La Princesa Pobre”
“En una pequeña colina que daba
vista a la ciudad habitaba una pobre, muy pobre niña. Su pequeño palacio estaba
hecho de adobes de barro y paja y el tejado estaba formado por cañas de bambú
cubiertas por hojas de acanto. La niña vivía sola con su madre, que estaba muy
enferma. Ella la cuidaba con esmero, se sentaba a su lado y le daba leche y
caldo, y también infusiones de yerbas
curativas que traía del mercado. No quería quedarse sin madre, pues aunque
también tenía padre, éste se había tenido que marchar a trabajar muy, muy
lejos, en unas minas que había en otra región del país.

Justo al otro lado de la ciudad,
sobre otra elevada colina destacaba un enorme y precioso palacio. Era el
palacio del príncipe. Éste tenía mucho
interés por saber con qué princesa podría casarse y, aunque aún era muy joven,
la curiosidad por conocerla lo estaba torturando.
Por la ciudad corría la leyenda
de que cada persona nacía con un hilo rojo, invisible, atado al dedo meñique y
que ese hilo llegaba hasta el dedo
meñique de la persona que era su alma gemela. Además, ese hilo nadie lo puede
romper por mucho que lo intente, pues un anciano, que vive en la Luna, sale
cada noche en busca de las almas que están destinadas a estar unidas en la
tierra y cuando las encuentra les ata el hilo rojo para que no se pierdan. Esa
leyenda llegó hasta los oídos del príncipe, y como los príncipes todo lo
desean, también él quiso saber quién sería la joven que el anciano habría
elegido para él. Se enteró de que en la ciudad había una bruja que todo lo
sabía, así que llamó a su mayordomo para que la buscase y la trajese a su presencia.
Así lo hizo el mayordomo. Buscó a
la bruja, se enteró de quién era y envió a dos sirvientes para que la llevasen
al castillo. Cuando la bruja ya estaba junto al príncipe le dijo que ella lo
llevaría, siguiendo el hilo, hasta la que un día sería su esposa. Salieron del
castillo y se dirigieron a la ciudad. Cruzaron plazas, recorrieron calles y,
finalmente, fueron a parar a un pequeño y pobre mercado. Recorrían puestos y
más puestos, cuando la bruja se detuvo ante uno en el que una niña pobre, de
tan sólo unos ocho o nueve años, vendía las hortalizas que tenía en una cesta.
La bruja señaló a la niña, a la vez que le decía al príncipe “aquí termina tu
hilo”. Él, completamente enfurecido, creyendo
que se trataba de una burla de la bruja, propinó tal empujón a la pobre
muchacha que cayó contra la cesta y el suelo, abriéndose una gran brecha en la
frente.
Al regresar al castillo, el príncipe, encolerizado por el vaticinio de la bruja, ordenó que le cortasen la cabeza. Y así tuvieron que hacer los guardias de la prisión.
Pasó el tiempo, y el dueño de las minas donde trabajaba el padre de la princesita pobre, se arruinó por el juego y otros muchos vicios. Entonces decidió vender la mina y fue el padre de la niña quien se la compró, pues con su trabajo había ahorrado mucho dinero. Cuando él se hizo cargo de la mina contrató a obreros muy diligentes y cumplidores con el trabajo, teniendo la enorme suerte de dar con un gran filón de oro. Volvió el hombre inmediatamente a la humilde casa y entonces se llevó con él a la mujer y a la hija. La niña ya no tuvo que volver a vender en el mercado y la esposa fue curada por los mejores médicos del reino. Con las muchas riquezas que ya tenían adquirieron un bello palacio y allí se instalaron.
Transcurrido algún tiempo, el
príncipe decidió contraer matrimonio. Se informó de quiénes eran las personas
más ricas de su reino y le dijeron que la persona más poderosa y rica era el
dueño de la mina de oro más grande que había en todo el país y que tenía una
hija muy joven y hermosa, y que, si él
príncipe quería, podría convertirla en su esposa. Y así se decidió. Él envió a su mayordomo para que concertase la boda con el padre de
la joven, pues estaba deseoso de que
llegara el día para comprobar que la predicción de la bruja no se cumpliría.
Una vez en el templo, la joven iba con el rostro cubierto por un velo, como van
todas las novias. Cuando el sacerdote, oficiante de la ceremonia, dijo a la
novia que ya podía descubrirse la cara, ni imaginar pudo el príncipe que la
joven que se había convertido en su esposa tenía una cicatriz muy peculiar en
su frente, la misma que se había hecho al caer tras el empujón que él la había
propinado. Él se arrepintió mucho de las malas acciones que había cometido, no
volviendo a hacer daño a nadie en su reino”.
Esto
venía a demostrar que todos estamos predestinados y que el destino ya nos tiene
señalada nuestra alma gemela, pues el anciano de la Luna no cesa en atar cada
noche los hilos rojos, pero invisibles, que nos unen con quien será nuestro
compañero o compañera de vida.
Y
ésta fue la maravillosa historia que mi madre me contó aquella calurosa y luminosa noche de julio, tumbados sobre la
parva. Esta historia también nos demuestra que jamás debemos despreciar a nadie
porque sea pobre o de otro color. Así me lo enseñaba a mí mi madre Ana.
jueves, 3 de septiembre de 2020
"LA CUEVA DEL GATO" (Cuento original)
Diré que siempre fui apasionado amante de leyendas mágicas y
extrañas, tanto que, en mi
fantasía, las llegaba a convertir en reales. Envolvían mi imaginación, la secuestraban y
terminaba dándoles vida, la que yo quería.
Así ocurrió con aquella leyenda misteriosa que mi abuelo me
contaba acerca de una cueva que había dentro de un terreno de su pertenencia,
en una zona bastante distante de donde vivíamos. Raramente frecuentaban dicha
heredad por su lejanía, sólo una vez o dos al año con la finalidad de arar los
árboles, que eran pocos, o recoger la almendra que allí se cosechaba. El hecho
de esta circunstancia de lejanía convertía
para mí en un misterio aún más agrandado aquel enigmático lugar. Diré que la
susodicha cueva recibía el nombre de “CUEVA DEL GATO”, y en torno a la misma
había una extraña y fantasiosa leyenda que me tenía impresionado y que relataré
seguidamente.
Mi perseverancia pudo finalmente convencer a mi abuelo para que me llevase con él y así descubrir con mis propios ojos el famoso antro en el que decían estaría por mil años aquel gato tan enigmático como escalofriante. Para que todo cuadrara le pedí que me llevara un día de San Juan. Yo estaba obstinado en ver la cueva, pero también en ver al gato. Mi abuelo accedió, a regañadientes, poniendo por fin fecha, que no sería otra que la de la siguiente festividad de San Juan, muy próxima ya, pues tan sólo faltaba una semana.
Imagen del gato
“Llegaba la madrugada, al primer canto del gallo, mi madre ya me estaba despertando. Con dos burras, portando una de ellas los aperos de labranza, partíamos mi abuelo y yo. Íbamos ambos a lomos de una de las bestias. Él delante, sobre la albarda, yo a la culata. Tardábamos un tiempo que se me hacía eterno y cuando ascendíamos hacia las cordilleras que se levantan más arriba del cortijo de la Sacristana, ya apuntaba el día con toda su claridad. No tardaría el Sol en extender sus primeros rayos sobre aquellos montes, revistiendo de colores variopintos cerros, valles y vallejos, a la vez que aumentaba mi anhelo por ver al gato saliendo de su misterioso escondite, aunque sabedor de que ya no llegaría en el momento adecuado. El paso lento y tedioso de las bestias me causaba desazón y exasperación a partes iguales. No podía ser que tanta ilusión se viese frustrada por desajuste de un tiempo que no habíamos precisado suficientemente. Un camino pedregoso y encumbrado en la mayor parte de su recorrido dificultaba el avance y lo hacía lento hasta la desesperación. Cumbres arriba, el Sol despertó, ahogando así toda mi esperanza de ver a la terrorífica fiera salir de su escondite. Sólo me restaba descubrir la cueva. Con esa angustia caminaba y con esa especie de desilusión permanecí el resto del día.
La cueva no daba mucho de sí. Bajo unos peñascos se escondía la boca de una caverna recubierta de malezas vegetales, y a la que me dio no poco reparo penetrar. También me espantaba la idea de que hubiese algún animal salvaje o serpientes, tanto o más que la del mismo gato. Además, si la leyenda tenía algo de cierta, a esa hora el gato estaría muy lejos, estaría ya en el Castellón. Así que decidí no investigar demasiado y esperar la hora de regreso. Mientras tanto, mi abuelo llevaba a cabo la labranza y yo me entretenía persiguiendo unos chorlitejos novatos que piaban por aquel cerro, o iba de una colina a otra contemplando el escuálido paisaje. Desde una de las cumbres se contemplaba el desnivel que presentaba el Arroyo de Olías, debido a la erosión de siglos, mejor, de milenios. Se veía algún que otro cortijo diseminado. Lo mismo ocurría si lanzaba la mirada haca los Azules, donde también los había. Mi imaginación, en una alocada combinación de cuadros, colores y paisajes, cambiaba de un lugar a otro, de una fotografía a otra, pero siempre sin perder de vista la mirada hacia el Castellón, lugar de ficción en el que a aquellas horas al gato deambularía sobre restos que ya eran historia y adonde él volvería a reencarnarse en príncipe transcurridos mil años.
Así pasé el día y se hizo la tarde. Mi abuelo preparó nuevamente las bestias y emprendimos el regreso. Ya se teñía de oscuridad el paisaje cuando dimos vista nuevamente al cortijo de la Sacristana. Es un cortijo solitario, alzado sobre un leve montículo, abrazado éste, a su vez, por dos pequeñas ramblas que confluyen a sus pies. Por allí se deslizaban las bestias a paso lento, aupados nosotros sobre una de ellas, cuando mi abuelo me hizo observar un detalle del que, en mi abstracción por el desengaño vivido, yo no me había percatado. Corría un leve airecillo y, a aquella altura, aún podíamos apreciar negros nubarrones, de variadas y caprichosas formas que cubrían la sierra donde se hallaba el Castellón. De aquellas nubes empezaba a escapar, de cuando en cuando, un lejano relámpago que aportaba cierta luz a la estrecha y quebrada senda por la que descendíamos hacia la rambla de “Enmedio”. Él, con su experiencia de viejo conocedor de caminos solitarios, tal vez ya hubiese vivido algo similar.
El caso fue que,
cuando ya nos acercábamos a la rambla, me indicó que mirara hacia atrás, que
una corta, pero gruesa hebra de lana se arrastraba desde hacía algún tiempo
detrás de nosotros, siguiendo nuestros pasos. Al principio, y ante la oscuridad
que se cernía sobre el lugar, pensé que se trataba de una broma que me
estaba jugando. Pero no era así. Con la iluminación de uno de aquellos
relámpagos pude comprobar la veracidad de sus palabras. El camino se me hacía
cada vez más lento, la distancia hasta la vivienda, más infinita. Bajamos toda
la rambla y en ningún momento la negra hebra de lana nos abandonó, nos seguía,
avanzando rápida en unos momentos, o deteniéndose otros, impelida siempre por un airecillo que corría o amainaba, según en qué instante. Al llegar a los cañares
del Saltador, donde ya abandonábamos la rambla y emprendíamos de nuevo
empinadas y tortuosas cuestas, comprobamos que la hebra no estaba, que había
sido sustituida por una perfolla (Hoja que cubre la
panocha o fruto de maíz, especialmente cuando está seca. Con perfollas se
rellenaban colchones a falta de lana) negra que realizaba el mismo
cometido que la hebra de lana: seguirnos.
El desconcierto y el miedo, -y eso que mi abuelo era un valiente entre los valientes-, se adueñó de nosotros. Las bestias renqueaban lentamente cuesta arriba. Los relámpagos se hacían más frecuentes, aproximándose la tormenta, en una noche tenebrosa y aterradora, a la vez que nos mostraban aquella insólita visión de la perfolla perseguidora. Nuestras gargantas estaban secas, obstruidas no ya por el miedo, sino por indefinible pánico. Ni a respirar nos atrevíamos, y eso que no restaba ni un kilómetro para llegar a nuestra casa. Jamás había tenido tanta ansia por desparecer en el interior de la vivienda, echar el pestillo en la puerta y que ni mil gigantes pudieran abrirla. El cielo se había convertido en una permanente luminaria, la tormenta ya nos pisaba los talones, zumbidos atronadores rompían nuestra ya exigua capacidad para la supervivencia dentro de aquel infierno en el que se había convertido la noche, y con ella mi experiencia.
Cruzamos el barranco de los Graneros y fue entonces cuando, a la
luz de uno de aquellos fulgurantes relámpagos, apreciamos que la perfolla había
desparecido y, en su lugar, un espeluznante gato negro nos seguía a corta
distancia. El terror nos desarmó completamente. El dios Fobos
(dios del pánico
en la Mitología griega) se había convertido en nuestro dios. Al
subir a los Graneros, cuando ni cuatrocientos metros nos faltaban para llegar,
descabalgamos de la bestia, dejando ambas a su libre albedrío y emprendimos una
carrera sin igual, pues tal era velocidad que ni el mismísimo dios Hermes (dios de la velocidad en la Mitología griega)
nos hubiese alcanzado. Cruzamos la rambla del Saliente y la huerta de los
Patricios en dos zancadas, como se suele decir, yo sujeto siempre a la mano de
mi abuelo, que me arrastraba como si de un muñeco se tratara. Ya subiendo la
cuesta que da a la vecindad, vimos que el espantoso y horrible gato negro nos
había adelantado, dejándonos sin respiración, exhaustos, desarmados,
derrotados.”
Fue entonces cuando mi madre me despertó sacudiéndome con fuerza, pues había oído mi ahogo desesperado, producido por aquella terrible pesadilla. Además, era la hora de partir. Las bestias estaban preparadas y mi abuelo me esperaba para ir a la Cueva del Gato. Yo decidí no acompañarlo. Me encontraba enfermo. Nunca fui a la “CUEVA DEL GATO"
lunes, 27 de junio de 2016
EL RATÓN DE CANARIAS
![]() |
José Antonio García Ramos |
Hoy, 27 de junio de 2016, José Antonio ha fallecido. Ha sido de manera fulminante. Desde aquí quiero ofrecerle, como homenaje póstumo, este simpático romance que él me hizo llegar para que lo publicase en esta sección. Nunca pensé que tuviera que hacerlo así.Descanse en paz.
Bufón: payaso, persona que se dedica a divertir a los demás.
Poner pie en polvorosa: salir huyendo de forma precipitada y a toda velocidad.