domingo, 23 de octubre de 2011

Andrés, un personaje libre y bohemio que ya nos dejó

“No es cuento, ni tampoco una leyenda que me contaron siendo niño, no es ficticio ni inventado, sino que fue la realidad misma de la vida, de una vida que transitaba incansable de un lado para otro, siempre sin parar. Lo veíamos ir y venir continuamente, para acá y para allá, sin importarle el frío ni el calor, cargado eternamente con sus bártulos, que modernizaba o cambiaba según su antojo y capricho. Cesta, carro, cencerros, jaulas, guitarras, escobas, mantas, , sombreros de siega o mejicanos, bastones o cayados, pájaros, guantes y un interminable sinfín de pequeños objetos, que compusieron sus más preciados tesoros, le acompañaron siempre por los caminos polvorientos y pedregosos de nuestra tierra. Era su basto equipaje, su compañero inseparable, que siempre unido a él, recorrieron una y mil veces todos nuestros caminos, nuestras calles, nuestros más apartados y recónditos lugares.
Hoy ha venido a mi memoria su imagen solitaria y vagabunda. El recuerdo ya moribundo de Andrés Reche, de Andresico “EL Débil” o “El Tonto” o “Cagalargo” (con perdón, como era conocido en los cortijos, de donde era natural, por apodo tomado de su familia), empieza a desvanecerse paulatinamente entre nosotros. Tal vez dentro de un tiempo, o tal vez ya,  no quede nada en nuestra memoria sobre aquel ser errante, libre, bohemio, agradecido a veces, tremebundo otras, por muchos compadecido, por algunos despreciado, pero de todos conocido.

Y, al empezar a recordar a aquel insólito personaje, tan familiar y tan distante a la vez, no he podido por menos que remontar mi memoria a los años de mi infancia, cuando aún era niño y cuando aún Andrés no contaba “cien años”. Lo recuerdo llegando a la puerta del cortijo en el que yo vivía, arrastrando sus pesados zapatones, o sus “albarcas” o sus esparteñas, que unido a su mugriento ropaje conformaban la estampa más triste y solitaria de nuestro pueblo.

Siempre, al llegar, pedía algo “de comer”; luego se tumbaba al sol o a la sombra, según la época, mientras iba “mascullando” palabras en su continua riña con los gatos que, siempre golosos, merodeaban en su entorno en busca de alguna migaja de pan, a la vez que él iba comiendo. Yo lo veía con agrado y hasta me complacía en aquellos años jugando junto a él y preguntándole algunos detalles sobre sus andanzas y correrías por tierras  lejanas  para mí, como entonces podía ser  “el campo” (apelativo que se daba a todas las tierras  por encima de la sierra del Saliente), u otras zonas en las que yo soñaba e imaginaba con pájaros gigantes  y llenos de colores, con llanuras interminables, con trabajadores infatigables. Él me hablaba y hablaba, aunque yo, inmerso en el juego, no le prestaba demasiada atención hasta que me decía que tenía algún nido de “avilanejos” o de palomas “torcazas”, o de mochuelos, o de “venga usted a ver”. Y ya que se cansaba de no hacer nada, de estar siempre descansando, volvía a coger sus bártulos y seguía su camino.

Al tiempo volvía y todos lo recibíamos con un poco de alegría, porque allí casi nunca llegaba enfadado, y preguntaba por todos, por los que estaban en Argentina, en Barcelona, en Alemania, o dondequiera que fuese.

 No se olvidaba de nadie: - “¿Ha escrito ya tu Ángel?”, “¿Va a venir tu Juan?” “¿Cuándo viene tu Juan?”- en un tono apagado y somnoliento y propio de sus expresiones cuerdas, si es que de éstas puede hablarse. Creo que ésta era su manera de agradecer el buen trato que allí recibía y reconocer los pequeños favores que se le hacían. Volvía a pedir algo de comer. Volvía a tumbarse al sol. Volvía a pelearse con los gatos, aunque nunca por esto le daba un “treme” y volvía a marcharse después. Allí jamás lo enfadamos, porque eso sí, era tremendamente irascible e irritable y ¡ay de aquel que contradijera su teoría sobre las cosas!

Había personas, sobre todo “zagalones”, que le hacían rabiar y enfurecerse hasta tal punto que “perdía por completo las riendas”, cosa que tampoco tuvo nunca muy en su sitio y, en su furor demencial y en su delirio, lanzaba piedras en tromba, corría a enormes zancadas que a mi se me antojaban las del gigante de las botas de las  siete leguas y media, blandía su enorme bastón amenazante y, todos los seres vivos huíamos despavoridos a escondernos en los más apartados rincones, cerrando puertas y ventanas, ante el pánico que infundía aquella ciega locura. Así podíamos estar días enteros. A distancia, porque en ese estado  no respetaba  ya nada ni a nadie, yo observaba cómo aquellos “sinvergúenzones-canallas”, -así les llamaba mi abuela a los zagalones-, seguían mofándose y herían “su verdad”,  diciéndole que había “cuervos blancos y negros” o que la campana de la Rambla (Llano del Espino) era “de paleta y la tocaban con una caña” o “que tenía un ojo blanco y otro negro”. Después de perseguirlos infructuosamente y de lanzar al cielo y a la tierra las más furibundas palabras, regresaba hasta donde se hallaban sus enseres, emprendiéndola a bastonazos con todo lo que tenía, descuartizando jaulas, pájaros, cestas,…y emprendiendo también un baile infernal sobre los pocos objetos que aún pudieran quedarle. Yo lo observaba con tristeza desde mi escondite, sintiendo una pena enorme por aquel loco desafortunado. Y así, clamando contra todo y contra todos, volvía a marcharse.

Una de las veces que volvió siendo verano, trajo una graja (en realidad una urraca, pero él le llamaba graja), La llevaba suelta e iba posada sobre su hombro, o revoloteando en torno a él.
Yo no había visto jamás aquella clase de pájaro. La traía del “Campo María” y él hablaba con ella. La llamaba  ¡“curú”, “curú”! y el animal  volaba hasta él, posándose en su hombro o en su mano, para que le echase de comer. Yo quedaba fascinado y creía que los dos se entendían y, lo cierto es, que admiraba aquella capacidad para domesticar al avecilla. Pero todo, como siempre, se fue a pique en uno de sus terroríficos impulsos sólo porque le habían dicho que tenía “más de cien años”. Y la graja murió asesinada por el que había sido su mejor cuidador y su mejor amigo. Porque eso sí, Andrés nunca llegó a tener “cien años”, porque él, “fijamente, fijamente no tendría más de cincuenta años”, que se lo había dicho Aniceto, que eran de la misma quinta y Aniceto no lo engañaba.

Pero Andrés también era ingenuo y, muchas veces, su desconfianza no era suficiente para entender el propósito de los demás para burlarse de él. Y así, le hicieron creer en más de una ocasión, que cualquier objeto  podía ser válido para hablar con “Rosa la Bocarrana”, llegando a ponerse hasta la boca de un cántaro y, a grandes voces, llamaba a Rosa, creyendo que ésta lo estaría escuchando desde la Argentina. Y es que Andrés estaba locamente enamorado de Rosa y a todos anunciaba que había escrito y que decía que vendría “un día de estos” y que le traería una guitarra mejor que la que llevaba.

Porque Andrés también era músico, aunque su guitarra, según él, no tenía “buenas voces” y sólo podía tocar con ella “punteaos”. Yo jamás lo oí tocar.

Y así fueron transcurriendo los días y los años entre anécdotas y anécdotas, aunque él, creo no llegó  a pasar de sesenta años, “ni un día más ni un día menos”, cuando se le asomó la muerte junto a la carretera un día cualquiera del pasado enero  (1987) y le avisó que venía a por él. Se lo llevaron los de CRUZ ROJA a Almería y, en aquella despedida que tuvo de las gentes de su pueblo, cuando lo dejaban en el Hospital, tengo entendido que quedó definitivamente marcada su partida para otro mundo que, posiblemente sea más benévolo  y comprensivo con el pobre bohemio. No pudo resistir la falta de libertad ni la privación de su carro, de sus escobas, de su sombreo,...¡de tantas y tantas cosas! Y se fue hacia las estrellas, bajo las mismas que había vivido, para seguir caminando con su carro y sus bártulos eternamente.



Pedro Pardo Berbel
(Libro de la Feria de Albox, 1987)


GLOSARIO:


Bártulo: 1) trasto: trasto, chisme, chirimbolo, utensilio, útil, objeto, cacharro, cachivache. 2) bulto: bulto, equipaje, maletas, baúles, equipo, avíos, efecto.
Mascullar: articular - balbucir - bisbisear - farfullar - ganguear - murmurar - musitar - refunfuñar – rezongar.
Avilanejo:  ave rapaz, de plumaje oscuro, vientre blanco y manchas oscuras muy usado en cetrería. (Es muy conocida por norte de las provincias de Granada, Almería, Jaén y Murcia. Las gentes del campo le temían cuando tenían camadas de polluelos en la calle).
Treme: El latín TREMERE, “temblar”, se encuentra en la base de una extensa nómina de términos castellanos, tales como temblar, trémulo, tremebundo, tremendo. El uso que aquí se hace de este término es el equivalente a estremecimientos, convulsiones
En portugués: tremer (tre-mer) Ser agitado por pequeños movimentos: o solo tremeu às descargas da artilharia.. Convulsionar-se por frio, medo etc.: tremer de frio
Peder las riendas: volverse loco.
Graja: en este caso se trataba de una urraca. La urraca (Pica pica) también conocida como picaraza, picaza o muñoncito es una especie de ave de la familia de los córvidos, y es una de las aves más comunes en Europa.  Destaca la urraca por su cuerpo blanco y negro iridiscente, acabado en una larga cola de color azul o verde metálico.
Un día de estos: un día próximo (sin especificar).
Campo María: en realidad hacía referencia a toda la zona comprendida entre Cúllar y  Sierra María y los Vélez.
Punteaos: las gentes de esta zona empleaba este término para indicar que no se está tocando una pieza, sino que sólo se acompaña.
Según diccionario: Interpretación de una pieza musical con una guitarra o un instrumento semejante que se hace pulsando las cuerdas por separado con una púa o con los dedos.


2 comentarios:

  1. ¡Qué relato verdadero y bello! Segues con tu hermoso trabajo... Y yo me voy leyendo a los pocos cada una de tus publicaciones.

    ¡¡Felicitaciones!!

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  2. Enhorabuena por tu relato es todo la pura verdad, yo tb lo viví de cerca. Me gustaría añadir q cuando venía a pedir un plato de comida a cada de mi abuela, si había niños alrededor no comía porque le daña asco y tiraba la comida.
    Gracias por traer a nuestra memoria parte de nuestra infancia.

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