viernes, 28 de octubre de 2011

SOBRE UN GATO Y UN GALLO


 Al hidalgo don Diego de la Caparrota. Me dirijo a vuesa merced para dar cumplida respuesta a su petición, según la cual me hace saber estaría sumamente interesado en recuperar un cuento o fábula que pudo escuchar tiempo ha, y que dado que su recuerdo de la misma es difuso y que su memoria anda un tanto mermada, hoy ya no da pie con bola para enlabazar dicha historia. Cuéntame que fue allá por el año de 1900 y pico (nada aclara sobre cual fue el pico), de Nuestro Señor,  que su merced llegóse a esta villa de Albox cuando se celebraba la feria que aquí denominamos de Todos los Santos, conocida en todo el orbe por la mucha cantidad de bestias y demás animales que se compran y venden. Cuéntame que su viaje debióse al interés por comprar unos borricos y que, llegado que hubo a la villa,  dirigióse  a buscar hospedaje a una de las infinitas casas que albergaban a los muy variados transeúntes.  Según despréndese de su misiva  halló en dicha posada huéspedes de toda calaña, tales como marchantes, trotamundos, buscavidas, feriantes, titiriteros, buhoneros, pícaros y truhanes de toda clase y origen,  lo que hizo que su turbación fuera tal que, entre las muchas pulgas que lo recibieron a su llagada y el desasosiego que le provocaba el resto de huéspedes, no pudiese pegar ojo y fue por ello que prefirió la vela a cualquier tipo de ensueño fatídico. Fue así que acércose a una mesilla en torno a la que estaban sentados tres modestos y al parecer honrados viajeros, provenientes de las Extremaduras, según me comenta,  y uno de los cuales contaba  el cuento de “EL GATO Y EL GALLO”. En fin, mi señor don Diego, no sé si será exactamente el mismo relato que su merced oyóle al extremeño, pero éste humilde servidor suyo conoció dicha historia porque la contara para esparcimiento de niños y vecindario en general, una muy buena mujer, y que decía así:


EL GATO Y EL GALLO

Había una vez una familia que vivía en un cortijo y, entre  los animales que había en dicha hacienda, destacaban un gato y un gallo que se hicieron famosos por sus malas relaciones y por  sus continuas refriegas y disputas.
Así, cuando era la época de siega, la familia madrugaba mucho y antes de que amaneciera ya estaban haciendo los preparativos para ir a la faena del campo. La dueña de la casa se ponía a preparar las viandas para la jornada y,  entre esas viandas destacaban, un  día sí y otro también, las migas que, luego de hacerlas, echaba en una olla de porcelana bien tapada para que se conservaran más calientes, pues éstas nunca podían faltar. La buena señora encendía la lumbre, preparaba la sartén con agua, aceite, sal y harina e iba amasando primero y desliando después, aquellas enormes sartenadas que tenían que saciar a media mañana a los segadores. Mientras ella estaba en este menester, el gato se colocaba a su lado, junto a la chimenea, para ir cogiendo todas las migajas, pegados o restos de engañifas que de la sartén pudieran escapar. Entre tanto el gallo, que ya había despertado, desde el corral decía a voz en grito:
-¿Cuándo romperá el día? ¿Cuándo romperá el  día?
¿Y sabéis por qué decía esto? Pues porque en cuanto despertaba ya estaba pidiendo comida, deseando que le echaran algo que llevar al pico. Pero como los amos estaban en otros quehaceres, no reparaban en los quiquiriquís del gallo y seguían a lo suyo. El gato, sin despegarse del lado de la sartén, no dejaba escapar nada que cayera al suelo y sólo rompía su atención y su silencio para contestar al gallo de esta manera:
-¡Rompa o no rompa, las migas tengo en la trompa! ¡Rompa o no rompa, las migas tengo en la trompa!
Así que el gallo se moría de envidia y…de hambre.
Aquel año era año de cosecha y la siega duró, ¡vaya que si duró!, y el gallo no veía el día en que le dieran suelta para ir a la era, y se estaba quedando esquelético. Pero todo en esta vida acaba y así llegó el día en el que terminó la siega y empezó la trilla, que también duró lo que no está escrito. La faena comenzaba también temprano, pero como  la  era estaba al lado de la casa, descuidaban hacer la comida, dejándola para más tarde, y todos se ponían a echar una mano en la tarea de la trilla: que si limpiar la era, que si los arreos de las bestias, que si el trillo o las colleras, que si extender la parva o volverla, que si acordonar la paja, que si aventar, que si regoger las granzas y limpiar la mies, meter la paja, y así un largo etcétera.
A todo esto, a las gallinas y al señor gallo, en cuanto amanecía,  les daban suelta, pues estaban a la vista, y así podían picar en el grano que quedaba  donde habían estado las hacinas. Se puede decir que allí el gallo se ponía las botas mientras el gato era el que pasaba ahora más hambre que el perro de un “afilaor”. Y el pobre no paraba de gruñir, diciendo:
-¿Dónde estará mi amo? ¿Dónde estará mi amo?
A lo que el gallo, altanero y estirado como él solo, contestaba alegremente:
-¡De era andamos! ¡De era andamos!
Y como donde las dan las toman, ahora era el gato el que maullaba desolado y hambriento, a la espera de que los dueños hicieran las migas o el puchero o venga “usté” a ver, mientras el gallo andaba cebándose.
Y· “colorín colorao” que este cuento se ha “acabao”.



Trilla
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domingo, 23 de octubre de 2011

ANDRÉS, “EL CAGALARGO”

Dedicado a los que lo conocieron  y a los que no.

Corría el año 1987. Fue un día cualquiera, tal vez de marzo o abril y cayó, cayó rendido para siempre, sin separarse de su carro, de sus sombreros, de sus “apechusques”, de todos aquellos enseres que habían conformado sus sencillas posesiones. Posesiones que iban con él allí adonde él fuera. Un día, sin más, lo recogieron muriéndose. Fue por Locaiba. Hoy ya está difuso o ni aparece en el recuerdo de los que lo conocimos. Y vaya que fue conocido de muchos por todos estos contornos. Sólo los más jóvenes se perdieron este peculiar personaje. No fue famoso por lo que hizo o dejara de hacer. Él fue famoso porque sí. Anduvo caminos mientras pudo. Durmió bajo las estrellas mientras pudo o al cobijo de alguna cueva, de algún antro, de algún chiquero o corralizo abandonado, si es que el tiempo se ponía feo. Pero jamás quiso que se supiera dónde. Así era él: ambulante, trotamundos, sin familia, solitario, abandonado de todos porque así lo deseaba, enfadado muchas veces, tremebundo en sus enfados, sucio y mal afeitado siempre. Decían de él que rehuía el agua más que los gatos. Era caprichoso con la comida. Abominaba de ésta cuando en la casa había niños. Fue infatigable en los caminos, solitario siempre. Digamos que estoy hablando de Andrés. Andrés Reche, (nombre y apellidos reales), o Andresico “El  débil”, como le llamaban las gentes del pueblo, o Andrés “El “Cagalargo”, como le llamábamos en el campo, ya que éste era el apodo familiar.

Al caer agotado por Locaiba se lo llevaron a Almería y allí transcurrieron sus últimos días, sus últimas horas. Seguro que si mantuvo el conocimiento, -qué conocimiento cabría preguntarse-, estaría echando de menos sus escobas, sus jaulas, sus guitarras, sus manoplas, su carro, y todo aquello que le permitió soñar tantos días y tantas noches, sin importarle el sol abrasador o el cálido simplemente, o  el frío intenso con  noches de ventisca, o  enfurecidas tormentas, y todo por seguir siempre libre, siempre solo, siempre errante, siempre bajo  el resplandor de las estrellas, bajo la luz de la luna o en la oscuridad más absoluta.

De él escribí una breve reseña al poco de su muerte. Ahora quiero reproducirla aquí.
Hubo también otros personajes, también llamativos, pero ninguno tanto, tan universal, tan pegado a las gentes como él, y a la vez…tan huidizo.

La transcripción es fiel al texto  que apareció en la sección  “ESTAMPAS DE NUESTRO PUEBLO” ,  en el Programa de feria de Albox de 1987




Andrés, un personaje libre y bohemio que ya nos dejó

“No es cuento, ni tampoco una leyenda que me contaron siendo niño, no es ficticio ni inventado, sino que fue la realidad misma de la vida, de una vida que transitaba incansable de un lado para otro, siempre sin parar. Lo veíamos ir y venir continuamente, para acá y para allá, sin importarle el frío ni el calor, cargado eternamente con sus bártulos, que modernizaba o cambiaba según su antojo y capricho. Cesta, carro, cencerros, jaulas, guitarras, escobas, mantas, , sombreros de siega o mejicanos, bastones o cayados, pájaros, guantes y un interminable sinfín de pequeños objetos, que compusieron sus más preciados tesoros, le acompañaron siempre por los caminos polvorientos y pedregosos de nuestra tierra. Era su basto equipaje, su compañero inseparable, que siempre unido a él, recorrieron una y mil veces todos nuestros caminos, nuestras calles, nuestros más apartados y recónditos lugares.
Hoy ha venido a mi memoria su imagen solitaria y vagabunda. El recuerdo ya moribundo de Andrés Reche, de Andresico “EL Débil” o “El Tonto” o “Cagalargo” (con perdón, como era conocido en los cortijos, de donde era natural, por apodo tomado de su familia), empieza a desvanecerse paulatinamente entre nosotros. Tal vez dentro de un tiempo, o tal vez ya,  no quede nada en nuestra memoria sobre aquel ser errante, libre, bohemio, agradecido a veces, tremebundo otras, por muchos compadecido, por algunos despreciado, pero de todos conocido.

Y, al empezar a recordar a aquel insólito personaje, tan familiar y tan distante a la vez, no he podido por menos que remontar mi memoria a los años de mi infancia, cuando aún era niño y cuando aún Andrés no contaba “cien años”. Lo recuerdo llegando a la puerta del cortijo en el que yo vivía, arrastrando sus pesados zapatones, o sus “albarcas” o sus esparteñas, que unido a su mugriento ropaje conformaban la estampa más triste y solitaria de nuestro pueblo.

Siempre, al llegar, pedía algo “de comer”; luego se tumbaba al sol o a la sombra, según la época, mientras iba “mascullando” palabras en su continua riña con los gatos que, siempre golosos, merodeaban en su entorno en busca de alguna migaja de pan, a la vez que él iba comiendo. Yo lo veía con agrado y hasta me complacía en aquellos años jugando junto a él y preguntándole algunos detalles sobre sus andanzas y correrías por tierras  lejanas  para mí, como entonces podía ser  “el campo” (apelativo que se daba a todas las tierras  por encima de la sierra del Saliente), u otras zonas en las que yo soñaba e imaginaba con pájaros gigantes  y llenos de colores, con llanuras interminables, con trabajadores infatigables. Él me hablaba y hablaba, aunque yo, inmerso en el juego, no le prestaba demasiada atención hasta que me decía que tenía algún nido de “avilanejos” o de palomas “torcazas”, o de mochuelos, o de “venga usted a ver”. Y ya que se cansaba de no hacer nada, de estar siempre descansando, volvía a coger sus bártulos y seguía su camino.

Al tiempo volvía y todos lo recibíamos con un poco de alegría, porque allí casi nunca llegaba enfadado, y preguntaba por todos, por los que estaban en Argentina, en Barcelona, en Alemania, o dondequiera que fuese.

 No se olvidaba de nadie: - “¿Ha escrito ya tu Ángel?”, “¿Va a venir tu Juan?” “¿Cuándo viene tu Juan?”- en un tono apagado y somnoliento y propio de sus expresiones cuerdas, si es que de éstas puede hablarse. Creo que ésta era su manera de agradecer el buen trato que allí recibía y reconocer los pequeños favores que se le hacían. Volvía a pedir algo de comer. Volvía a tumbarse al sol. Volvía a pelearse con los gatos, aunque nunca por esto le daba un “treme” y volvía a marcharse después. Allí jamás lo enfadamos, porque eso sí, era tremendamente irascible e irritable y ¡ay de aquel que contradijera su teoría sobre las cosas!

Había personas, sobre todo “zagalones”, que le hacían rabiar y enfurecerse hasta tal punto que “perdía por completo las riendas”, cosa que tampoco tuvo nunca muy en su sitio y, en su furor demencial y en su delirio, lanzaba piedras en tromba, corría a enormes zancadas que a mi se me antojaban las del gigante de las botas de las  siete leguas y media, blandía su enorme bastón amenazante y, todos los seres vivos huíamos despavoridos a escondernos en los más apartados rincones, cerrando puertas y ventanas, ante el pánico que infundía aquella ciega locura. Así podíamos estar días enteros. A distancia, porque en ese estado  no respetaba  ya nada ni a nadie, yo observaba cómo aquellos “sinvergúenzones-canallas”, -así les llamaba mi abuela a los zagalones-, seguían mofándose y herían “su verdad”,  diciéndole que había “cuervos blancos y negros” o que la campana de la Rambla (Llano del Espino) era “de paleta y la tocaban con una caña” o “que tenía un ojo blanco y otro negro”. Después de perseguirlos infructuosamente y de lanzar al cielo y a la tierra las más furibundas palabras, regresaba hasta donde se hallaban sus enseres, emprendiéndola a bastonazos con todo lo que tenía, descuartizando jaulas, pájaros, cestas,…y emprendiendo también un baile infernal sobre los pocos objetos que aún pudieran quedarle. Yo lo observaba con tristeza desde mi escondite, sintiendo una pena enorme por aquel loco desafortunado. Y así, clamando contra todo y contra todos, volvía a marcharse.

Una de las veces que volvió siendo verano, trajo una graja (en realidad una urraca, pero él le llamaba graja), La llevaba suelta e iba posada sobre su hombro, o revoloteando en torno a él.
Yo no había visto jamás aquella clase de pájaro. La traía del “Campo María” y él hablaba con ella. La llamaba  ¡“curú”, “curú”! y el animal  volaba hasta él, posándose en su hombro o en su mano, para que le echase de comer. Yo quedaba fascinado y creía que los dos se entendían y, lo cierto es, que admiraba aquella capacidad para domesticar al avecilla. Pero todo, como siempre, se fue a pique en uno de sus terroríficos impulsos sólo porque le habían dicho que tenía “más de cien años”. Y la graja murió asesinada por el que había sido su mejor cuidador y su mejor amigo. Porque eso sí, Andrés nunca llegó a tener “cien años”, porque él, “fijamente, fijamente no tendría más de cincuenta años”, que se lo había dicho Aniceto, que eran de la misma quinta y Aniceto no lo engañaba.

Pero Andrés también era ingenuo y, muchas veces, su desconfianza no era suficiente para entender el propósito de los demás para burlarse de él. Y así, le hicieron creer en más de una ocasión, que cualquier objeto  podía ser válido para hablar con “Rosa la Bocarrana”, llegando a ponerse hasta la boca de un cántaro y, a grandes voces, llamaba a Rosa, creyendo que ésta lo estaría escuchando desde la Argentina. Y es que Andrés estaba locamente enamorado de Rosa y a todos anunciaba que había escrito y que decía que vendría “un día de estos” y que le traería una guitarra mejor que la que llevaba.

Porque Andrés también era músico, aunque su guitarra, según él, no tenía “buenas voces” y sólo podía tocar con ella “punteaos”. Yo jamás lo oí tocar.

Y así fueron transcurriendo los días y los años entre anécdotas y anécdotas, aunque él, creo no llegó  a pasar de sesenta años, “ni un día más ni un día menos”, cuando se le asomó la muerte junto a la carretera un día cualquiera del pasado enero  (1987) y le avisó que venía a por él. Se lo llevaron los de CRUZ ROJA a Almería y, en aquella despedida que tuvo de las gentes de su pueblo, cuando lo dejaban en el Hospital, tengo entendido que quedó definitivamente marcada su partida para otro mundo que, posiblemente sea más benévolo  y comprensivo con el pobre bohemio. No pudo resistir la falta de libertad ni la privación de su carro, de sus escobas, de su sombreo,...¡de tantas y tantas cosas! Y se fue hacia las estrellas, bajo las mismas que había vivido, para seguir caminando con su carro y sus bártulos eternamente.



Pedro Pardo Berbel
(Libro de la Feria de Albox, 1987)


GLOSARIO:


Bártulo: 1) trasto: trasto, chisme, chirimbolo, utensilio, útil, objeto, cacharro, cachivache. 2) bulto: bulto, equipaje, maletas, baúles, equipo, avíos, efecto.
Mascullar: articular - balbucir - bisbisear - farfullar - ganguear - murmurar - musitar - refunfuñar – rezongar.
Avilanejo:  ave rapaz, de plumaje oscuro, vientre blanco y manchas oscuras muy usado en cetrería. (Es muy conocida por norte de las provincias de Granada, Almería, Jaén y Murcia. Las gentes del campo le temían cuando tenían camadas de polluelos en la calle).
Treme: El latín TREMERE, “temblar”, se encuentra en la base de una extensa nómina de términos castellanos, tales como temblar, trémulo, tremebundo, tremendo. El uso que aquí se hace de este término es el equivalente a estremecimientos, convulsiones
En portugués: tremer (tre-mer) Ser agitado por pequeños movimentos: o solo tremeu às descargas da artilharia.. Convulsionar-se por frio, medo etc.: tremer de frio
Peder las riendas: volverse loco.
Graja: en este caso se trataba de una urraca. La urraca (Pica pica) también conocida como picaraza, picaza o muñoncito es una especie de ave de la familia de los córvidos, y es una de las aves más comunes en Europa.  Destaca la urraca por su cuerpo blanco y negro iridiscente, acabado en una larga cola de color azul o verde metálico.
Un día de estos: un día próximo (sin especificar).
Campo María: en realidad hacía referencia a toda la zona comprendida entre Cúllar y  Sierra María y los Vélez.
Punteaos: las gentes de esta zona empleaba este término para indicar que no se está tocando una pieza, sino que sólo se acompaña.
Según diccionario: Interpretación de una pieza musical con una guitarra o un instrumento semejante que se hace pulsando las cuerdas por separado con una púa o con los dedos.