domingo, 30 de noviembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

IV.-Raimundo, un lego pervertido

Marta, pese a su juventud, estaba acostumbrada a sufrir el escarnio, las continuas amenazas y hasta la lujuria del padre. Desde el fallecimiento de la madre sobre ella cayó toda la crueldad de aquel inicuo y abyecto personaje. Cuanto hiciera, le era reprobado; cuanto dijera, le era refutado o contradicho; cuanto pidiera, le era denegado. Un castigo inmerecido la amenazaba noche y día, tanto que su vida se convirtió en un infierno, más oscuro aún que cuando su madre existía.  El malvado padre descargaba ahora sobre ella su ira y su maldad, convirtiéndola  también en refugio de todas sus obscenas pasiones. Cada noche, al regresar, ya beodo, obligaba a aquella indefensa criatura a cometer incesto, aunque, a diferencia del que cometiera Lot con sus hijas, él sólo recibió la animadversión, el repudio y el asco  de quien se siente tan impotente como derrotado ante un ser tan miserable. Él nunca llegó a consumar el acto, pues el alcohol lo había incapacitado.

Un día, cuando el calor estival aún fustigaba los campos, y mientras Blas gastaba silla en la tasca, Marta se dirigió hasta el arroyo para coger agua y lavar la ropa. Allí, con gran sorpresa, fue sorprendida y abordada por un hombre de entre treinta a cuarenta años, de alto talle y delgado cuerpo, tanto como un junco. Era el “hermano” Raimundo, (así le conocían en el pueblo), lego de una orden desconocida, que había conseguido autorización para dejar el monasterio y llegar hasta aquella minúscula población y ocuparse, en adelante, como anacoreta, de la cueva de Santa Rosalía.

Era éste un hombre ávido de sexo, un pervertido, embaucador y mentiroso charlatán, sin sentimientos ni escrúpulos para envolver con su palabrería y zalamería a cuantas mujeres jóvenes aparecían en su mundo; y, por supuesto, sin remordimientos. Solía elegir cuidadosamente a sus víctimas,  estudiaba sus características y con suma astucia, ponía en marcha su ansia lujuriosa, con tanta fuerza viril como la que tenía el joven pastor Marcelo, aquel que también yaciera con la virgen Orberosa, y que formaba parte de la leyenda del lego. El diablo habitaba plácidamente en el alma de aquel personaje, como un oso lo hace en su guarida. Ni el mismísimo marqués de Sade habría imaginado un sujeto tan aberrante: Permítanos entregarnos indiscriminadamente a todo lo que sugieren nuestras pasiones, y siempre seremos felices ... La conciencia no es la voz de la Naturaleza sino sólo la voz del prejuicio”. Nada encajaba tan adecuadamente al pensamiento del lego como esta expresión del marqués.

Raimundo, que desde tiempo atrás tenía señalada a Marta, pronto inició la conversación con la muchacha, que no contaba con más de quince años. Pese a su corta edad, su alma estaba envejecida por el dolor y el sufrimiento, pero para el lego eso no importaba, y hacer el mal se había convertido para él en otro placer más.

Marta estaba marcada por los frecuentes castigos de su progenitor, pero, con todo, su cuerpo se cimbreaba como una palmera movida por el viento y sus generosos senos invitaban a aquel desalmado a desearla con toda su furia. Sólo cabía el engaño, la farsa de la religión. El resto vendría solo. Y esto sólo sería posible si la convencía de la importancia de asistir a la festividad de Santa Rosalía y pasaba allí, devotamente, la noche de la fiesta.

Para ello le presentó la grandeza del alma, y cómo elevarla a los gozos más sublimes jamás soñados. Usó todas sus artimañas para convencerla en nombre de la religión, ese absurdo invento de la Humanidad, sólo rentable para los intereses de unos pocos, los poderosos, y comida barata para ingenuos y menesterosos. Mediante tales predicamentos, religión y poderosos, poderosos y religión, unidos en connivencia, manipulan mentes y dominan voluntades y sentimientos,  controlando el rebaño, siempre presto a la obediencia, a la sumisión y  a la resignación, -sin resignación no habría paz social-, prometiéndoles conseguir una vida feliz después de la muerte. Es la que se les promete en “el más allá”, y la misma que se les deniega siempre en “el más acá”.

Así convenció Raimundo a la joven y así la condujo al escenario del sexo, camino, según él, por el que discurría la voluntad de Dios para conseguir la gloria. 

La muchacha se mostró reticente en un principio, pero, a la vez, se sintió ofuscada por los planteamientos del lego. Estaba conminada por el padre a no hablar con hombre alguno, pero aquel era diferente, era el representante de “la Santita”. Tras no poca desconfianza terminó por convencerse de lo beneficioso de salvar el alma, pues su cuerpo ya estaba perdido y, contraviniendo las múltiples amenazas hechas por su progenitor, se presentó en la cueva la víspera de la fiesta. Allí la esperaba el desalmado religioso, que le pidió que lo acompañase hasta la cabaña que él habitaba, próxima a la gruta de Santa Rosalía.

Cualquiera puede imaginar hasta dónde condujeron los engaños, promesas, ofrecimientos y augurios que redundarían en beneficio de su espíritu si accedía a cuanto aquel perverso personaje le propuso. La ingenua muchacha quedó obnubilada, cayó en la trampa maldita que el religioso le tendía, se prestó a sus lujuriosos deseos, para, finalmente, regresar mucho más desolada y destruida de lo que ya estaba. Además, y por si fuera poco, también volvió con un engendro en su vientre. Cuando su padre lo supo, la maldición no se hizo esperar y, tras una terrorífica paliza, fue expulsada de la casucha, como si de una espantosa alimaña se tratara.


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