IV.-Raimundo, un lego pervertido
Marta, pese a su juventud, estaba
acostumbrada a sufrir el escarnio, las continuas amenazas y hasta la lujuria
del padre. Desde el fallecimiento de la madre sobre ella cayó toda la crueldad
de aquel inicuo y abyecto personaje. Cuanto hiciera, le era reprobado; cuanto
dijera, le era refutado o contradicho; cuanto pidiera, le era denegado. Un
castigo inmerecido la amenazaba noche y día, tanto que su vida se convirtió en
un infierno, más oscuro aún que cuando su madre existía. El malvado padre descargaba ahora sobre ella
su ira y su maldad, convirtiéndola
también en refugio de todas sus obscenas pasiones. Cada noche, al
regresar, ya beodo, obligaba a aquella indefensa criatura a cometer incesto,
aunque, a diferencia del que cometiera Lot con sus hijas, él sólo recibió la
animadversión, el repudio y el asco de
quien se siente tan impotente como derrotado ante un ser tan miserable. Él
nunca llegó a consumar el acto, pues el alcohol lo había incapacitado.
Un
día, cuando el calor estival aún fustigaba los campos, y mientras Blas gastaba
silla en la tasca, Marta se dirigió hasta el arroyo para coger agua y lavar la
ropa. Allí, con gran sorpresa, fue sorprendida y abordada por un hombre de
entre treinta a cuarenta años, de alto talle y delgado cuerpo, tanto como un
junco. Era el “hermano” Raimundo, (así le conocían en el pueblo), lego de una
orden desconocida, que había conseguido autorización para dejar el monasterio y
llegar hasta aquella minúscula población y ocuparse, en adelante, como
anacoreta, de la cueva de Santa Rosalía.
Era
éste un hombre ávido de sexo, un pervertido, embaucador y mentiroso charlatán,
sin sentimientos ni escrúpulos para envolver con su palabrería y zalamería a
cuantas mujeres jóvenes aparecían en su mundo; y, por supuesto, sin
remordimientos. Solía elegir cuidadosamente a sus víctimas, estudiaba sus características y con suma
astucia, ponía en marcha su ansia lujuriosa, con tanta fuerza viril como la que
tenía el joven pastor Marcelo, aquel que también yaciera con la virgen
Orberosa, y que formaba parte de la leyenda del lego. El diablo habitaba
plácidamente en el alma de aquel personaje, como un oso lo hace en su guarida.
Ni el mismísimo marqués de Sade habría imaginado un sujeto tan aberrante: “Permítanos entregarnos indiscriminadamente a
todo lo que sugieren nuestras pasiones, y siempre seremos felices ... La
conciencia no es la voz de la Naturaleza sino sólo la voz del prejuicio”. Nada encajaba tan adecuadamente al pensamiento del lego como esta expresión
del marqués.
Raimundo,
que desde tiempo atrás tenía señalada a Marta, pronto inició la conversación
con la muchacha, que no contaba con más de quince años. Pese a su corta edad,
su alma estaba envejecida por el dolor y el sufrimiento, pero para el lego eso
no importaba, y hacer el mal se había convertido para él en otro placer más.
Marta
estaba marcada por los frecuentes castigos de su progenitor, pero, con todo, su
cuerpo se cimbreaba como una palmera movida por el viento y sus generosos senos
invitaban a aquel desalmado a desearla con toda su furia. Sólo cabía el engaño,
la farsa de la religión. El resto vendría solo. Y esto sólo sería posible si la
convencía de la importancia de asistir a la festividad de Santa Rosalía y
pasaba allí, devotamente, la noche de la fiesta.
Para ello
le presentó la grandeza del alma, y cómo elevarla a los gozos más sublimes
jamás soñados. Usó todas sus artimañas para convencerla en nombre de la
religión, ese absurdo invento de la Humanidad, sólo rentable para los intereses
de unos pocos, los poderosos, y comida barata para ingenuos y menesterosos.
Mediante tales predicamentos, religión y poderosos, poderosos y religión,
unidos en connivencia, manipulan mentes y dominan voluntades y sentimientos, controlando el rebaño, siempre presto a la
obediencia, a la sumisión y a la
resignación, -sin resignación no habría paz social-, prometiéndoles conseguir
una vida feliz después de la muerte. Es la que se les promete en “el más allá”,
y la misma que se les deniega siempre en “el más acá”.
Así
convenció Raimundo a la joven y así la condujo al escenario del sexo, camino,
según él, por el que discurría la voluntad de Dios para conseguir la
gloria.
La muchacha
se mostró reticente en un principio, pero, a la vez, se sintió ofuscada por los
planteamientos del lego. Estaba conminada por el padre a no hablar con hombre
alguno, pero aquel era diferente, era el representante de “la Santita”. Tras no
poca desconfianza terminó por convencerse de lo beneficioso de salvar el alma,
pues su cuerpo ya estaba perdido y, contraviniendo las múltiples amenazas
hechas por su progenitor, se presentó en la cueva la víspera de la fiesta. Allí
la esperaba el desalmado religioso, que le pidió que lo acompañase hasta la
cabaña que él habitaba, próxima a la gruta de Santa Rosalía.
Cualquiera
puede imaginar hasta dónde condujeron los engaños, promesas, ofrecimientos y
augurios que redundarían en beneficio de su espíritu si accedía a cuanto aquel
perverso personaje le propuso. La ingenua muchacha quedó obnubilada, cayó en la
trampa maldita que el religioso le tendía, se prestó a sus lujuriosos deseos,
para, finalmente, regresar mucho más desolada y destruida de lo que ya estaba.
Además, y por si fuera poco, también volvió con un engendro en su vientre.
Cuando su padre lo supo, la maldición no se hizo esperar y, tras una
terrorífica paliza, fue expulsada de la casucha, como si de una espantosa
alimaña se tratara.
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