V.-La mala estrella de Marta
Para muchas
personas no existe peor miedo que el de la soledad, incluso peor que el del
inhumano castigo. Y así ocurrió a Marta. Sentirse expulsada de aquella pérfida
vivienda, pero que había sido la suya hasta ese día, para partir a un destierro
tan desconocido como inseguro, le produjo tal sentimiento de tristeza y
desolación que salió de allí como el reo que llevan al patíbulo. Su vista se
nubló, ensordecieron sus oídos, se resecó completamente su boca, su lengua
adquirió una súbita rigidez. Sus brazos se tambaleaban al ritmo inseguro de sus
piernas, y su alma se descompuso en infinitos grumos de amargura. Ella no
merecía nada de aquello y, sin embargo, ahora era escupida y destinada a vivir
proscrita, desamparada, lanzada al arroyo.
Echó a
andar sin rumbo fijo. El tenue sol de noviembre se deslizaba por entre los álamos
del río que circundaba el pequeño pueblo, como tratando de romper la débil
barrera que separa la vida y la muerte. Por primera vez soñó en lo bello que
sería marchar con su madre, e imaginó la tranquilidad plena en la que aquella
se hallaría. Amargas lágrimas, tanto como la tuera, resbalaban por sus
mejillas, nublando su vista e inundando
su rostro.
Caminó toda
la mañana. Se sentía desfallecer cuando vino a tropezar con un pequeño grupo de
arrieros que marchaban con mercancías a la ciudad. De entre los mismos hubo un
hombre mayor, sólo uno, que la trató con respeto y cariño, prestándose a ayudarle. Los demás, o le dieron la
espalda, o le dedicaron soeces y
provocadoras insinuaciones, cuando no claras proposiciones obscenas. Ella, como
si de un animalillo indefenso se tratara, se refugió al amparo de aquel viejo.
En su compañía caminó atravesando angostos trechos o amplias llanuras.
Llegaron, casi al anochecer, a una pequeña aldea en la que se detuvieron para
descansar y tomar algo de alimento antes de proseguir la marcha. El arriero la
condujo hasta una casa cercana en la que vivía una mujer mayor, viuda, con dos
hijos a cual más déspota. Allí se quedó Marta, para ayudarles en las faenas
caseras. Y allí empezó la segunda parte de su calvario.
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