VII.-¿Quién era Francesca?
Francesca
no era otra cosa que un saco de restos de vida, de una vida ya apagada. Sus
huesos y venas conformaban un marchito manojo
de sarmientos retorcidos, envueltos en una piel enjuta que más bien
parecía el sudario de un muerto en vida. Su cuerpo era alargado y esquelético.
Su andar lento, por culpa del reúma, y su mirada, apagada y triste, le daban el
aire de un ser completamente acabado. Había sido una batalladora, indignada por
tantas y tantas injusticias, ahora no le quedaba otra lucha que la de su voz,
la de su palabra, su amor y comprensión para con los desechados por la
sociedad. Francesca continuaba siendo el símbolo mismo de la bondad, de una bondad
sin límites.
Sobrepasaba de largo
los ochenta el día que se acercó a preguntar a Marta el motivo de su
llanto. La joven, asustada y reticente, contestó con imprecisión y medias
palabras, sin ni tan siquiera mirar a la anciana. Sin embargo, ésta optó por
sentarse en la parte desocupada del banco, intentando prestarle atención y
ofrecerle ayuda, en la medida de sus posibilidades. Con su voz dulce y afable
logró que la muchacha la escuchara.
El
principio no fue fácil. Marta venía muy dañada y su desconfianza con todo y con
todos era total. Poco a poco fue abriendo su alma a aquella desconocida mujer,
con palabras casi entrecortadas, en un principio, y de forma más precisa y
clara, después, terminó por aceptar lo que se le ofrecía.
Durante los
primeros días Marta se mostró callada, unas veces; reticente, otras; huidiza,
también; expectante siempre; hasta que comprendió la actitud bondadosa de
Francesca, pues así le había dicho que
se llamaba. Poco a poco fue haciendo conocedora a la anciana de sus muchas penas,
de sus muchos desengaños y frustraciones,
del cruel infierno que había sido su vida, pues en ésta nunca había
habido un presente que le ofreciera el sueño de un halagüeño futuro; al
contrario, cada presente sólo le mostraba un futuro cada vez más terrorífico.
Para ella no había elección posible y en la dicotomía entre un mundo prometedor
o un mundo de desolación, se hallaba instalada en este último.
La anciana
la escuchaba siempre con total atención y también con enorme pena. Ella no
podía hacer más de lo que había hecho: ofrecerle un techo, una mesa, una cama
y, sobre todo, un gesto amable. Ella vivía sola, como solos vivían sus
recuerdos, aquellos que no quería que
murieran postergados en un rincón de su memoria. Aquella joven le serviría de
ayuda y compañía y, a la vez, la muchacha encontraría en ella el amparo y el
apoyo que tanto necesitaba, anhelaba y merecía.
Transcurrieron
los meses y Marta fue preparándose para recibir lo que llevaba en su vientre.
Francesca se convirtió para ella en una auténtica madre, en su guía y salvaguarda. Llegado mayo, allí mismo, con
la ayuda de una vecina, -Paula, así se llamaba-, vino al mundo Carla que pasó a
ser el pilar en torno al cual giraría en adelante la vida de la madre, y también la de
Francesca.
Unos meses
más tarde, tras el parto, Marta halló un trabajo como ayudante de peluquería,
quedando Carla al cuidado de la anciana. La niña había traído la luz y el gozo
a aquellas paredes, donde las tres conformaban una familia. Aquella casa fue
otra desde que arribara Carla.
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