XI.-Despertar en la enfermería del Mercado
Cuando Marta despertó se hallaba en
una vieja y sucia camilla que, en un lúgubre recinto del interior del mercado,
hacía las veces de enfermería. Era tarde y tuvo un despertar tan desconcertado
como desorientado. Miró hacia los lados y no vio a nadie. Todo estaba oscuro.
Se sobresaltó al no reconocer el lugar y un grito de pánico escapó de su boca.
No recordaba nada. La vieja que se quedaba durante las noches como guardiana
del mercado, y que era la encargada de abrir las puertas a los primeros
labriegos y mercaderes que llegaban con sus productos antes del alba, escuchó
la voz asustada de Marta. Sabía que la joven se hallaba en dicho habitáculo y
conocía la razón por la que se encontraba allí.
Bajo la custodia de la anciana
estaban todas las llaves del recinto. También tenía acceso a la enfermería,
pero dudó antes de hacerlo y esperó a que la joven llamase de nuevo. Pronto
volvió a escucharse aquella voz angustiada y, en esta ocasión lo hacía con un
nombre de mujer:
-“¡Carla! ¡Carla! ¡Carla! ¿Dónde
estás, Carla, hija mía?¿Dónde estás?”
La vieja, de corazón noble, pero de
actitud lenta, dejó salir un suspiro de sus labios y sin excesiva presteza, se
dirigió hacia la enfermería. Prefería seguir esperando alguna señal de alarma
que la incitase a prestar más atención a la muchacha. No tardaría en llegar un
grito de desesperación que produjo estupor en la vieja y ésta aceleró el paso.
Llegó sigilosamente y con su cuerpo
ejerció una leve presión sobre la puerta del oscuro cuartucho, penetrando en su
interior casi como un espectro.
-No se alarme, señora. Soy Juliana,
-soltó con premura la anciana-. Soy la encargada de las puertas del mercado.
Ayer la hallaron mareada muy cerca de aquí. Una curandera-adivina la estuvo
observando y dijo que usted necesitaba descansar, que estaba muy pálida y débil
y debía reponerse. La trajeron a esta habitación; por esa razón se encuentra
aquí. No se asuste. Durmió durante toda la tarde y lo que va de noche. Todo ha
pasado ya. Tome un poco de agua, otra cosa no puedo darle.
Marta escuchó, desconcertada entre
la rabia, la desesperación y la incertidumbre, las palabras de aquella
desconocida, mientras le surgían confusos interrogantes:
-¿Quién era aquella mujer? ¿Qué había
ocurrido? ¿Por qué estaba ella allí?
Cuando Juliana dio por finalizada
su lacónica explicación, Marta con ánimo exaltado, tanto como si las tres
Furias se hubieran encarnado al unísono en su alma, agarró con vehemencia a la
mujer por la cintura, preguntando por su hija:
-¿Y mi hija? ¿Dónde está mi Carla?
¿Dónde está mi hija?- gritaba entre el espanto y el horror-¿Quién se llevó a mi
hija de mi lado?
-No sé, señora, -repuso la vieja
asustada-. Sólo vi a unas mujeres, las adivinas del mercado, que se hacían
cargo de la niñita que estaba junto a usted. No sé más, señora. Tal vez los
hombres que acudieron a socorrerla cuando se mareó, puedan darle alguna
explicación.
La noticia descompuso a la joven
que, como una exhalación, herida en lo más profundo de su ser, escapó a todo
correr hacia aquella plaza, atravesando en un suspiro la calle que la unía con
el mercado, la misma en la que se había tropezado con las augures. Dormían las
gentes de la ciudad. La plaza aparecía desierta, negra como la noche, alquitranada
de soledad, salvo la presencia de un
borracho que, a malas penas se sostenía en una pared de aquellos soportales.
Sólo se escuchaba lejano el “cric-cric”
de un insolente grillo que aún no había atrapado el sueño, y el aullido
lastimero de un perro. Y sólo las lejanas
estrellas, luciendo como perlas brillantes, en un firmamento inmenso,
podían dar, en aquella oscura noche, un toque de belleza y esperanza.
Pero Marta no entendía de esperanza
y menos aún de belleza. Ella corría y corría. Se sentía desolada, y no dejaba
de llamar a su hija. Corría sí, pero
corría como loca por una ciudad que de repente se había convertido para ella en
una sombra lúgubre, en el destino macabro de su propia fatalidad. Lo hacía como
sonámbula, como abstraída, sin ideas, sin fuerza, odiando todo lo que la
pequeña urbe encerraba. Sí, corría, pero corría hacia ninguna parte.
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