VIII.-Francesca relata sus propias
desventuras
La
primavera es el período del año que hace soñar con la grandeza de la vida y con
magnitud del Universo. Se dice que el
cuquillo, con su canto, es el notario que da fe de la llegada de esta estación
y abre el ciclo musical de las aves al
principio de la misma. Y así es, pero, también se une todo un coro variopinto y armónico de colores, ruidos,
sabores y perfumes que divinizan a la
Naturaleza en su conjunto. Abril había
entrado, llenando, al igual que su predecesor marzo, de vida el campo y los
pueblos.
Francesca y
Marta habían intimado tanto entre ellas,
pese al escaso tiempo compartido, sólo unos meses, que se trataban como si el
hilo del destino las hubiese unido desde el inicio de los tiempos. Francesca
era guía y consejera. Marta era ayuda y soporte para Francesca. Ambas se
protegían mutuamente. Horas y horas que deshacía el paso del tiempo, como los
azucarillos se deshacen en el agua, era lo que ambas mujeres dedicaban a hablar
y a intercambiar todo tipo de anécdotas y vivencias habidas. No hubo tema o
cuestión que escapara a sus entretenidos coloquios, destacando por entonces el
de la preparación para afrontar la inminente maternidad. También hubo otros
muchos, que sobresalían por su trascendencia.
Y así
pasaron los días y mayo estaba a las puertas, el mes más bullicioso y alegre
dentro de la estación primaveral. Sería en ese mes cuando Marta aportaría al
mundo una nueva vida, y lo que en un tiempo le había supuesto desolación y
abatimiento, ahora significaba para ella, pese a su corta edad, el hecho más
sublime y trascendental de su existencia. Con ello soñaba a todas horas, tanto
despierta como dormida. Para ello se preparaba con toda su alma.
Mientras
tanto, Francesca iba deshojando, en sosegado coloquio con la joven, múltiples
temas. Marta quedaba embelesada ante los
relatos llenos de vida, de fuerza, de profundidad, que emanaban de la boca de
su anfitriona. Nunca había escuchado hablar a una persona con tanta mesura, con
tan profundas convicciones, con tanta autoridad. Aquella mujer la estaba
enseñando a entender la vida como nadie
lo había hecho, ni tan siquiera su propia madre había tenido la capacidad para
darle las directrices y consejos que estaba recibiendo ahora.
Francesca
le hizo un pormenorizado relato de lo que había sido su vida, de sus múltiples
desventuras. Con un lenguaje coloquial y sencillo vino a contarle, más o
menos, cómo, tras la guerra que asoló el país, llegaron las represalias y las
venganzas, pues no hay guerra a la que
no la secunden venganzas. Ernesto, su marido, había sido uno más entre las
múltiples víctimas que se llevó por delante la revancha. Su único delito había
sido el de manifestarse por causas tan justas como la de un salario más digno
para el obrero. Por ese motivo, y no otro, fue ejecutado de manera horrible por
unos abyectos asesinos. Ernesto, que había pasado la vida en una mina, era
eliminado por aquellos que se habían nutrido y engordado con su sudor, pues les
suponía un estorbo.
Una noche
fue atrapado en su propia casa por cuatro desalmados. Se lo llevaron a
culatazos de fusil y tras cuatro días de torturas, interrogatorios y martirio,
terminaron asesinándolo junto a las tapias de un cementerio. Pero, eso no fue
todo, pues, tres años más tarde, aún seguía la persecución, y sus hijos, casi
unos niños, tuvieron que huir al exilio, ya que fueron avisados de que también
iban a por ellos. Su delito no era otro que haber tenido a un padre luchador
por la justicia social. Ahora se hallaban en un país extranjero, sin poder regresar
y sin otra culpa que la de no prestarse a lamer la bota que los pisaba.
Se había
quedado sola en la vida, sin nada ni nadie, sin ilusión, sin fuerza. Y si no
tenía necesidades era gracias a que sus hijos se habían encargado, hasta el
momento, de que nada le faltara. Sin embargo, ya llevaba algún tiempo que nada
sabía de ellos. Esto la acongojaba.
Cuando recordaba aquello dejaba escapar una mueca dolorosa, pues eran
remembranzas que la angustiaban, que le desolaban el alma. Marta se percataba
de aquel dolor y le entristecía ver a la anciana ahogarse en recuerdos.
En uno de
aquellos coloquios, le explicó Francesca lo que a su entender era una dictadura
y cómo es algo que sólo interesa a unos pocos; cómo haciendo uso de los
argumentos más falaces, manipuladores y mezquinos que se pueda imaginar,
imponen su ley y su pensamiento mediante la fuerza; y cómo para ejecutarla se
sirven de lo más despreciables y crueles seres del género humano. Basta sólo
con que sean personas desprovistas de cerebro. Son personajes fáciles de
convertir en verdugos, personajes que sólo aspiran a recibir la complacencia de
los que consideran sus “jefes”, que elegidos por Dios, o por el destino, ¡a
saber!, tienen como misión divina dirigir la vida de los demás. El papel de
estos verdugos no es otro que el de ir eliminando a quienes sus jefes catalogan
como seres miserables e indignos, irreverentes e insumisos a sus principios. A
esos crueles justicieros no resulta difícil ganarlos con adulaciones y
promesas, mejor que con dádivas, pues éstas son menos agradecidas, y las
promesas, más lisonjeras. Luego basta
con enviarlos a que actúen y ejecuten órdenes.
Según la reflexión de la anciana,
una dictadura, tenga el color que tenga, sólo se basa en la fuerza de la
sinrazón. Está dirigida por gentes llenas de odio que permanentemente necesitan
la persecución y la sangre para saciar
su sed de muerte y venganza. Es hija de la mentira y de la maldad, crece con el
miedo, se alimenta de la extorsión, se protege difamando a su adversario, que
no es otro que la libertad, y sobrevive con la indefensión de los perseguidos,
mediante el terror que impone la
tiranía, una tiranía que intenta, con
todos los medios a su alcance, exterminar al enemigo.
De todo esto había transcurrido
mucho tiempo, -Francesca contaba en la actualidad con más de ochenta años-,
pero estaban pegados a su mente como se pega la hiedra a una pared.
-“¡Malditas
guerras! ¡Malditos quienes las emprenden!”- pronunciaba estas palabras la
anciana con un “deje” de tristeza infinita, de desolación y rabia contenidas,
que sólo denotaban abatimiento, cuando Marta, que hasta aquel momento había
permanecido atenta, sintió un repentino dolor de espalda, seguido de una fuerte
contracción. Carla iba a nacer.
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