lunes, 8 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

VIII.-Francesca relata sus propias desventuras 

La primavera es el período del año que hace soñar con la grandeza de la vida y con magnitud del Universo. Se dice  que el cuquillo, con su canto, es el notario que da fe de la llegada de esta estación y  abre el ciclo musical de las aves al principio de la misma. Y así es, pero, también se une todo un coro  variopinto y armónico de colores, ruidos, sabores y perfumes  que divinizan a la Naturaleza en su conjunto.  Abril había entrado, llenando, al igual que su predecesor marzo, de vida el campo y los pueblos.

Francesca y Marta habían intimado tanto  entre ellas, pese al escaso tiempo compartido, sólo unos meses, que se trataban como si el hilo del destino las hubiese unido desde el inicio de los tiempos. Francesca era guía y consejera. Marta era ayuda y soporte para Francesca. Ambas se protegían mutuamente. Horas y horas que deshacía el paso del tiempo, como los azucarillos se deshacen en el agua, era lo que ambas mujeres dedicaban a hablar y a intercambiar todo tipo de anécdotas y vivencias habidas. No hubo tema o cuestión que escapara a sus entretenidos coloquios, destacando por entonces el de la preparación para afrontar la inminente maternidad. También hubo otros muchos, que sobresalían por su trascendencia.

Y así pasaron los días y mayo estaba a las puertas, el mes más bullicioso y alegre dentro de la estación primaveral. Sería en ese mes cuando Marta aportaría al mundo una nueva vida, y lo que en un tiempo le había supuesto desolación y abatimiento, ahora significaba para ella, pese a su corta edad, el hecho más sublime y trascendental de su existencia. Con ello soñaba a todas horas, tanto despierta como dormida. Para ello se preparaba con toda su alma.

Mientras tanto, Francesca iba deshojando, en sosegado coloquio con la joven, múltiples temas. Marta  quedaba embelesada ante los relatos llenos de vida, de fuerza, de profundidad, que emanaban de la boca de su anfitriona. Nunca había escuchado hablar a una persona con tanta mesura, con tan profundas convicciones, con tanta autoridad. Aquella mujer la estaba enseñando a  entender la vida como nadie lo había hecho, ni tan siquiera su propia madre había tenido la capacidad para darle las directrices y consejos que estaba recibiendo ahora.

Francesca le hizo un pormenorizado relato de lo que había sido su vida, de sus múltiples desventuras.  Con un lenguaje  coloquial y sencillo vino a contarle, más o menos, cómo, tras la guerra que asoló el país, llegaron las represalias y las venganzas,  pues no hay guerra a la que no la secunden venganzas. Ernesto, su marido, había sido uno más entre las múltiples víctimas que se llevó por delante la revancha. Su único delito había sido el de manifestarse por causas tan justas como la de un salario más digno para el obrero. Por ese motivo, y no otro, fue ejecutado de manera horrible por unos abyectos asesinos. Ernesto, que había pasado la vida en una mina, era eliminado por aquellos que se habían nutrido y engordado con su sudor, pues les suponía un estorbo.

Una noche fue atrapado en su propia casa por cuatro desalmados. Se lo llevaron a culatazos de fusil y tras cuatro días de torturas, interrogatorios y martirio, terminaron asesinándolo junto a las tapias de un cementerio. Pero, eso no fue todo, pues, tres años más tarde, aún seguía la persecución, y sus hijos, casi unos niños, tuvieron que huir al exilio, ya que fueron avisados de que también iban a por ellos. Su delito no era otro que haber tenido a un padre luchador por la justicia social. Ahora se hallaban en un país extranjero, sin poder regresar y sin otra culpa que la de no prestarse a lamer la bota que los pisaba.

Se había quedado sola en la vida, sin nada ni nadie, sin ilusión, sin fuerza. Y si no tenía necesidades era gracias a que sus hijos se habían encargado, hasta el momento, de que nada le faltara. Sin embargo, ya llevaba algún tiempo que nada sabía de ellos. Esto la acongojaba.

Cuando recordaba aquello dejaba escapar una mueca dolorosa, pues eran remembranzas que la angustiaban, que le desolaban el alma. Marta se percataba de aquel dolor y le entristecía ver a la anciana ahogarse en recuerdos.

En uno de aquellos coloquios, le explicó Francesca lo que a su entender era una dictadura y cómo es algo que sólo interesa a unos pocos; cómo haciendo uso de los argumentos más falaces, manipuladores y mezquinos que se pueda imaginar, imponen su ley y su pensamiento mediante la fuerza; y cómo para ejecutarla se sirven de lo más despreciables y crueles seres del género humano. Basta sólo con que sean personas desprovistas de cerebro. Son personajes fáciles de convertir en verdugos, personajes que sólo aspiran a recibir la complacencia de los que consideran sus “jefes”, que elegidos por Dios, o por el destino, ¡a saber!, tienen como misión divina dirigir la vida de los demás. El papel de estos verdugos no es otro que el de ir eliminando a quienes sus jefes catalogan como seres miserables e indignos, irreverentes e insumisos a sus principios. A esos crueles justicieros no resulta difícil ganarlos con adulaciones y promesas, mejor que con dádivas, pues éstas son menos agradecidas, y las promesas, más lisonjeras.  Luego basta con enviarlos a que actúen y ejecuten órdenes.

Según la reflexión de la anciana, una dictadura, tenga el color que tenga, sólo se basa en la fuerza de la sinrazón. Está dirigida por gentes llenas de odio que permanentemente necesitan la persecución y la sangre  para saciar su sed de muerte y venganza. Es hija de la mentira y de la maldad, crece con el miedo, se alimenta de la extorsión, se protege difamando a su adversario, que no es otro que la libertad, y sobrevive con la indefensión de los perseguidos, mediante el terror que  impone la tiranía,  una tiranía que intenta, con todos los medios a su alcance, exterminar al enemigo.

De todo esto había transcurrido mucho tiempo, -Francesca contaba en la actualidad con más de ochenta años-, pero estaban pegados a su mente como se pega la hiedra a una pared.

-“¡Malditas guerras! ¡Malditos quienes las emprenden!”- pronunciaba estas palabras la anciana con un “deje” de tristeza infinita, de desolación y rabia contenidas, que sólo denotaban abatimiento, cuando Marta, que hasta aquel momento había permanecido atenta, sintió un repentino dolor de espalda, seguido de una fuerte contracción. Carla iba a nacer.

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