X.-Cinco años felices
“No hay dolor ni dicha que más de
cien años dure”. Tras el nacimiento de Carla, los días fueron de sumo ajetreo,
de desbordada alegría y de duro aprendizaje. Que una mamá, que era aún niña,
tenga a una criatura en sus brazos, que depende completamente de ella, resulta
fascinante, pero también sumamente complejo y atemorizante. Y esa era la
situación de Marta: júbilo, preocupación, felicidad y tensión, a partes
iguales, ante aquel regalo, que, aunque fue algo envenenado en su origen, ahora
se había convertido en el obsequio más preciado que se puede soñar. Además, a
su lado siempre estaba Francesca.
Seguían las pláticas, ahora
orientadas, sobre todo, a las atenciones con Carla. Transcurrían los días y las
noches como si el tiempo no existiese. Y es que en realidad, el tiempo no
existía, o mejor dicho, sí que existía, pero era como si allí se hubiese
instalado en una permanencia sin fin, como principio y fin de aquella dicha que
las embargaba. Aquel tiempo fue el todo y la nada, la nada y el todo de una
suerte que nunca antes habían conocido. Era la eternidad misma medida desde lo
finito y pasajero de unas vidas, sumamente agradecidas con lo poco, y en nada
avariciosas de lo mucho. Era como si el
tiempo no pasara y fueran ellas las que pasaban por el tiempo. Sólo el
desarrollo de Carla les permitía comprender que el tiempo es algo que no se
detiene; y también eran conscientes de que sólo se vive el ahora, y eso hacían
ellas: vivir intensamente cada momento de aquel presente, que está siempre ahí
y, a la vez, escapándose como se escapa el agua de las manos. Sabían que no
existía otro presente, sino aquel. Era, además, un presente tan hipnotizante
que bien deseaban quedar atrapadas en él para siempre, como si eso fuera
posible.
Sin embargo, por los muchos golpes
llevados, eran sabedoras de que la vida es otra cosa. Es como un tren que no se
detiene en estaciones, por más que éstas envuelvan en un maravilloso sueño;
pues, también existen los oscuros túneles que obligan a despertar, que se
convierten en pesadilla, que reintegran a la realidad del dolor. No tardarían
en comprobarlo.
Habían transcurrido cinco años
desde que Carla naciera. Todo había sido demasiado bello, todo demasiado
excitante, hasta aquella tarde en la que madre e hija tuvieron la mala ventura
de venir a darse de bruces con aquellas pérfidas mujeres.
Cuando se vive en un hogar en el
que se halla amor y paz, aunque lo envuelva la pobreza, ese lugar se
convertirá, sin duda, en el más seguro y protector de cuantos se puedan soñar,
y, ante la inseguridad, jamás sería sustituido. Pero, para los desheredados, eso
es sólo un sueño.
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