VI.-Encuentro con la anciana Francesca
Si a algo temía Marta tanto o más que a la
muerte, no era otra cosa que al sufrimiento. Y eso es lo que le esperaba en
aquella casa. Los primeros días dieron a entender que su vida discurriría como
una balsa de aceite entre aquellas personas, pero pronto comprobó que se
trataba de un simple espejismo. Fue ya en la fría mañana del tercer día, desde
su llegada, cuando los dueños enseñaron sus garras con toda crudeza, como lo
hace un felino encolerizado. Primero fue abofeteada por uno de los hijos, por
el hecho de no hallar el desayuno a su
gusto. Peores aún fueron las insinuaciones lujuriosas del hermano menor que, de
forma desvergonzada, empezó con roces y manoseos, en absoluto consentidos.
Marta lo rechazó, pero él insistía, considerando ser un derecho que le asistía.
A fin de cuentas ella sólo formaba parte de los
objetos familiares de los que cabía aprovecharse. Pero es que la madre
no iba a la zaga, pues empezó a tratarla como a un ser inepto, como a una
despreciable esclava.
¿Adónde ir?
¿Cómo escapar de ese otro infierno? Además, ya se apreciaba su embarazo y
deseaba proteger con toda su alma la vida que llevaba en su vientre. Para ella
parecía no existir futuro y su presente estaba hecho sólo de miedo y confusión.
Aquello no
era vida. Transcurrían los días y aumentaban los abusos, la esclavitud, los
improperios, los golpes. Determinó escapar de aquel otro infierno. Lo hizo tal
y como había llegado y, al día siguiente, cuando aún la noche cubría con su
manto la vida que todavía dormía en la minúscula aldea, salió calladamente de
la vivienda, emprendiendo rumbo a la ciudad.
Durante
varios días perteneció al mundo del arroyo. Pidió limosna, compartió miserias,
lloró su desgracia, sufrió las duras y crudas noches de los portales, tuvo miedo, se sintió amenazada
y proscrita, hasta llegar a la
desesperación.
Fue una
tibia tarde de diciembre cuando una mujer muy mayor se aproximó a interesarse
por ella, pues observó su llanto callado y acongojado. Todo, todo cambiaría a
partir de ese momento, pues la acogió en su casa y le dio cama y comida. La
convirtió en su hija. La vida empezaba, por fin, a ofrecerle su cara amable.
Allí vendría Carla al mundo, allí creció hasta los cinco años, hasta aquella
fatídica tarde en la que tropezaron con unas mujeres tan despiadadas como
inhumanas, las sibilas.
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