jueves, 4 de diciembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

VI.-Encuentro con la anciana Francesca

Si  a algo temía Marta tanto o más que a la muerte, no era otra cosa que al sufrimiento. Y eso es lo que le esperaba en aquella casa. Los primeros días dieron a entender que su vida discurriría como una balsa de aceite entre aquellas personas, pero pronto comprobó que se trataba de un simple espejismo. Fue ya en la fría mañana del tercer día, desde su llegada, cuando los dueños enseñaron sus garras con toda crudeza, como lo hace un felino encolerizado. Primero fue abofeteada por uno de los hijos, por el hecho de no hallar el desayuno  a su gusto. Peores aún fueron las insinuaciones lujuriosas del hermano menor que, de forma desvergonzada, empezó con roces y manoseos, en absoluto consentidos. Marta lo rechazó, pero él insistía, considerando ser un derecho que le asistía. A fin de cuentas ella sólo formaba parte de los  objetos familiares de los que cabía aprovecharse. Pero es que la madre no iba a la zaga, pues empezó a tratarla como a un ser inepto, como a una despreciable esclava.

¿Adónde ir? ¿Cómo escapar de ese otro infierno? Además, ya se apreciaba su embarazo y deseaba proteger con toda su alma la vida que llevaba en su vientre. Para ella parecía no existir futuro y su presente estaba hecho sólo de miedo y confusión.

Aquello no era vida. Transcurrían los días y aumentaban los abusos, la esclavitud, los improperios, los golpes. Determinó escapar de aquel otro infierno. Lo hizo tal y como había llegado y, al día siguiente, cuando aún la noche cubría con su manto la vida que todavía dormía en la minúscula aldea, salió calladamente de la vivienda, emprendiendo rumbo a la ciudad.

Durante varios días perteneció al mundo del arroyo. Pidió limosna, compartió miserias, lloró su desgracia, sufrió las duras y crudas noches de  los portales, tuvo miedo, se sintió amenazada y proscrita,  hasta llegar a la desesperación.

Fue una tibia tarde de diciembre cuando una mujer muy mayor se aproximó a interesarse por ella, pues observó su llanto callado y acongojado. Todo, todo cambiaría a partir de ese momento, pues la acogió en su casa y le dio cama y comida. La convirtió en su hija. La vida empezaba, por fin, a ofrecerle su cara amable. Allí vendría Carla al mundo, allí creció hasta los cinco años, hasta aquella fatídica tarde en la que tropezaron con unas mujeres tan despiadadas como inhumanas, las sibilas.


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