lunes, 24 de noviembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

“En la cueva de la penitencia

Santa Rosalía su pelo cortó,

El demonio la estaba mirando,

Ella se consuela con mirar a Dios.

En la cueva de la penitencia

Santa Rosalía su pelo cortó,

Con su pelo hizo una soguilla

Tan la hizo que al cielo llegó.

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I.-Las pitonisas del mercado

Como un ejército de acosadoras y perversas sibilas, las organizadas pitonisas se abalanzaron sobre la joven madre, Marta, que más bien tuvo que arrastrar, cogida de la mano, a una niña de no más de cinco años, que había sido concebida por el efecto de una desenfrenada noche de lujuria de un lego y la ingenuidad de una adolescente.

Los hechos ocurrieron por la calle que unía la plaza principal de la ciudad con el mercado, lugar de concentración de aquellas adivinas sin escrúpulo, que asediaban a cuantos viandantes transitaban por la zona.

Portando pequeños ramos de romero en flor, atosigaron, con ínfulas de santas adivinas, a la desdichada mujer, conminándola a que se detuviese para derramar sus oráculos sobre ella y la niña. De no hacerlo, a la niña le sobrevendrían las más duras  desgracias y sobre la madre se  cernerían atroces males, jamás imaginados. La mujer, a malas penas, podía mantener el paso ante la obstrucción desvergonzada de aquellas mujeres, que pronto irrumpieron en amenazas y maldiciones, tan diabólicas como malignas. Una de aquellas augures, la más gruesa del grupo, tanto como una tinaja y tan negra como el azabache,  cuando ya se marchaban en busca de alguna otra presa que atrapar, se volvió hacia la madre y la conminó con esta maldición: “¡Que la niña que te acompaña, hija de tu maldito vientre, se arrastre como una culebra el resto de su vida!”  Ella se sobresaltó. Era la misma maldición que su padre había escupido sobre su rostro el día que la expulsó de su casa, al tener noticia del embarazo de la hija, fruto del estupro.

Cuando, por fin, se vio libre del asedio, no pudo por menos de asimilar ambas maldiciones como si se tratara de una terrorífica losa que pesaba sobre ella. Aquella ponzoñosa mujer acababa de maldecirla. Su padre lo había hecho unos cinco años atrás. Ambas imprecaciones se ajustaban. Ambas le produjeron una amarga sensación de culpabilidad y de terror, mientras un escalofrío recorrió su cuerpo, estremeciéndola bruscamente, a la vez que una especie de apoplejía le obstruía el cerebro. Todo transcurrió  en un instante. Lívida, desarmada de fuerza, y con el conocimiento perdido, le dio tiempo a sentarse en el suelo antes de caer. Carla, la niña, la siguió con mirada atónita y asustada, observando perpleja la situación de la madre.

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