“En la
cueva de la penitencia
Santa
Rosalía su pelo cortó,
El
demonio la estaba mirando,
Ella se
consuela con mirar a Dios.
En la
cueva de la penitencia
Santa
Rosalía su pelo cortó,
Con su
pelo hizo una soguilla
Tan la
hizo que al cielo llegó.
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I.-Las pitonisas del
mercado
Como un ejército de acosadoras y perversas sibilas, las
organizadas pitonisas se abalanzaron sobre la joven madre, Marta, que más bien
tuvo que arrastrar, cogida de la mano, a una niña de no más de cinco años, que
había sido concebida por el efecto de una desenfrenada noche de lujuria de un
lego y la ingenuidad de una adolescente.
Los hechos ocurrieron por la calle que unía la plaza
principal de la ciudad con el mercado, lugar de concentración de aquellas
adivinas sin escrúpulo, que asediaban a cuantos viandantes transitaban por la
zona.
Portando pequeños ramos de romero en flor, atosigaron, con
ínfulas de santas adivinas, a la desdichada mujer, conminándola a que se
detuviese para derramar sus oráculos sobre ella y la niña. De no hacerlo, a la
niña le sobrevendrían las más duras
desgracias y sobre la madre se
cernerían atroces males, jamás imaginados. La mujer, a malas penas,
podía mantener el paso ante la obstrucción desvergonzada de aquellas mujeres,
que pronto irrumpieron en amenazas y maldiciones, tan diabólicas como malignas.
Una de aquellas augures, la más gruesa del grupo, tanto como una tinaja y tan
negra como el azabache, cuando ya se
marchaban en busca de alguna otra presa que atrapar, se volvió hacia la madre y
la conminó con esta maldición: “¡Que la niña que te acompaña, hija de tu
maldito vientre, se arrastre como una culebra el resto de su vida!” Ella se sobresaltó. Era la misma
maldición que su padre había escupido sobre su rostro el día que la expulsó de
su casa, al tener noticia del embarazo de la hija, fruto del estupro.
Cuando, por fin, se vio libre del asedio, no pudo por menos
de asimilar ambas maldiciones como si se tratara de una terrorífica losa que
pesaba sobre ella. Aquella ponzoñosa mujer acababa de maldecirla. Su padre lo
había hecho unos cinco años atrás. Ambas imprecaciones se ajustaban. Ambas le
produjeron una amarga sensación de culpabilidad y de terror, mientras un
escalofrío recorrió su cuerpo, estremeciéndola bruscamente, a la vez que una
especie de apoplejía le obstruía el cerebro. Todo transcurrió en un instante. Lívida, desarmada de fuerza,
y con el conocimiento perdido, le dio tiempo a sentarse en el suelo antes de
caer. Carla, la niña, la siguió con mirada atónita y asustada, observando
perpleja la situación de la madre.