domingo, 30 de noviembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

IV.-Raimundo, un lego pervertido

Marta, pese a su juventud, estaba acostumbrada a sufrir el escarnio, las continuas amenazas y hasta la lujuria del padre. Desde el fallecimiento de la madre sobre ella cayó toda la crueldad de aquel inicuo y abyecto personaje. Cuanto hiciera, le era reprobado; cuanto dijera, le era refutado o contradicho; cuanto pidiera, le era denegado. Un castigo inmerecido la amenazaba noche y día, tanto que su vida se convirtió en un infierno, más oscuro aún que cuando su madre existía.  El malvado padre descargaba ahora sobre ella su ira y su maldad, convirtiéndola  también en refugio de todas sus obscenas pasiones. Cada noche, al regresar, ya beodo, obligaba a aquella indefensa criatura a cometer incesto, aunque, a diferencia del que cometiera Lot con sus hijas, él sólo recibió la animadversión, el repudio y el asco  de quien se siente tan impotente como derrotado ante un ser tan miserable. Él nunca llegó a consumar el acto, pues el alcohol lo había incapacitado.

Un día, cuando el calor estival aún fustigaba los campos, y mientras Blas gastaba silla en la tasca, Marta se dirigió hasta el arroyo para coger agua y lavar la ropa. Allí, con gran sorpresa, fue sorprendida y abordada por un hombre de entre treinta a cuarenta años, de alto talle y delgado cuerpo, tanto como un junco. Era el “hermano” Raimundo, (así le conocían en el pueblo), lego de una orden desconocida, que había conseguido autorización para dejar el monasterio y llegar hasta aquella minúscula población y ocuparse, en adelante, como anacoreta, de la cueva de Santa Rosalía.

Era éste un hombre ávido de sexo, un pervertido, embaucador y mentiroso charlatán, sin sentimientos ni escrúpulos para envolver con su palabrería y zalamería a cuantas mujeres jóvenes aparecían en su mundo; y, por supuesto, sin remordimientos. Solía elegir cuidadosamente a sus víctimas,  estudiaba sus características y con suma astucia, ponía en marcha su ansia lujuriosa, con tanta fuerza viril como la que tenía el joven pastor Marcelo, aquel que también yaciera con la virgen Orberosa, y que formaba parte de la leyenda del lego. El diablo habitaba plácidamente en el alma de aquel personaje, como un oso lo hace en su guarida. Ni el mismísimo marqués de Sade habría imaginado un sujeto tan aberrante: Permítanos entregarnos indiscriminadamente a todo lo que sugieren nuestras pasiones, y siempre seremos felices ... La conciencia no es la voz de la Naturaleza sino sólo la voz del prejuicio”. Nada encajaba tan adecuadamente al pensamiento del lego como esta expresión del marqués.

Raimundo, que desde tiempo atrás tenía señalada a Marta, pronto inició la conversación con la muchacha, que no contaba con más de quince años. Pese a su corta edad, su alma estaba envejecida por el dolor y el sufrimiento, pero para el lego eso no importaba, y hacer el mal se había convertido para él en otro placer más.

Marta estaba marcada por los frecuentes castigos de su progenitor, pero, con todo, su cuerpo se cimbreaba como una palmera movida por el viento y sus generosos senos invitaban a aquel desalmado a desearla con toda su furia. Sólo cabía el engaño, la farsa de la religión. El resto vendría solo. Y esto sólo sería posible si la convencía de la importancia de asistir a la festividad de Santa Rosalía y pasaba allí, devotamente, la noche de la fiesta.

Para ello le presentó la grandeza del alma, y cómo elevarla a los gozos más sublimes jamás soñados. Usó todas sus artimañas para convencerla en nombre de la religión, ese absurdo invento de la Humanidad, sólo rentable para los intereses de unos pocos, los poderosos, y comida barata para ingenuos y menesterosos. Mediante tales predicamentos, religión y poderosos, poderosos y religión, unidos en connivencia, manipulan mentes y dominan voluntades y sentimientos,  controlando el rebaño, siempre presto a la obediencia, a la sumisión y  a la resignación, -sin resignación no habría paz social-, prometiéndoles conseguir una vida feliz después de la muerte. Es la que se les promete en “el más allá”, y la misma que se les deniega siempre en “el más acá”.

Así convenció Raimundo a la joven y así la condujo al escenario del sexo, camino, según él, por el que discurría la voluntad de Dios para conseguir la gloria. 

La muchacha se mostró reticente en un principio, pero, a la vez, se sintió ofuscada por los planteamientos del lego. Estaba conminada por el padre a no hablar con hombre alguno, pero aquel era diferente, era el representante de “la Santita”. Tras no poca desconfianza terminó por convencerse de lo beneficioso de salvar el alma, pues su cuerpo ya estaba perdido y, contraviniendo las múltiples amenazas hechas por su progenitor, se presentó en la cueva la víspera de la fiesta. Allí la esperaba el desalmado religioso, que le pidió que lo acompañase hasta la cabaña que él habitaba, próxima a la gruta de Santa Rosalía.

Cualquiera puede imaginar hasta dónde condujeron los engaños, promesas, ofrecimientos y augurios que redundarían en beneficio de su espíritu si accedía a cuanto aquel perverso personaje le propuso. La ingenua muchacha quedó obnubilada, cayó en la trampa maldita que el religioso le tendía, se prestó a sus lujuriosos deseos, para, finalmente, regresar mucho más desolada y destruida de lo que ya estaba. Además, y por si fuera poco, también volvió con un engendro en su vientre. Cuando su padre lo supo, la maldición no se hizo esperar y, tras una terrorífica paliza, fue expulsada de la casucha, como si de una espantosa alimaña se tratara.


sábado, 29 de noviembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

III.-Marta dentro de un infierno

Blas era un hombre rechoncho casi como un tonel. De estatura normal, entendiendo por tal el que no era ni alto ni bajo. Su cara era deforme y agrietada.  Su cuerpo más bien parecía el de Balor, monstruo de la mitología celta, el que tenía un solo ojo, pues también a él sólo le funcionaba uno, ya que el otro se lo había quemado en la fragua y se le había vaciado. Su mirada, la propia de un cíclope, era hosca y torva; y su voz, ronca y repulsiva. Estaba cojo y, por si fuera poco, era persona de malas entrañas, sin ningún amigo y sí abominado de cuantos lo conocían, por sus constantes acciones marcadas por la ruindad y la vileza.

Solía pasar Blas los días y parte de las noches en “La tasca de los hombres machos”, consumiendo vino peleón, como peleón era él, pues siempre andaba metido en pendencias. Acostumbraba a comer en la tasca, haciéndolo como un cerdo, mientras que estercolaba en su casa, donde lo hacía como una vaca. Como ya queda dicho, su naturaleza era de las que son desviados engendros humanos, debido a la mucha crueldad de su alma.

Poseía una fragua en la que apenas ardía el horno y raro era escuchar el golpe del martillo castigando el yunque. No era lo que se dice “un hierro viejo”, ya que apenas aparecía por el lugar de trabajo, y no porque se lo impidiera su cojera, que era leve, sino porque lo detestaba como se detesta un dolor de muelas. Usaba muleta para sostener el cuerpo por la mucha cantidad de vino que almacenaba en su abultado vientre, más que por necesidad. Si alguna vez aparecía por su lugar de trabajo y ganaba algo, ese algo siempre tenía el mismo destino: la tasca.

Blas siempre regresaba a su casa, un reducido y maltrecho habitáculo, echada la noche encima. Y mejor así, pues siempre regresaba borracho y siempre la liaba con Lucrecia, su pobre mujer, y con Marta, la única hija del matrimonio. Al llegar, destrozaba cuanto a su paso encontrase, que era poco o nada, y amenazaba a ambas por igual.  Siempre abofeteaba a Lucrecia,  la pateaba con la pierna sana, mientras se apoyaba en la muleta, o la arrastraba del pelo, o bien la estampaba contra la pared. Y no hablemos, por supuesto, de sus abusos en el lecho, donde actuaba como un perro rabioso. Cuando se cansaba de maltratar a la mujer, la emprendía con la niña, si es que estaba aún levantada, y la amenazaba de muerte. Estas amenazas sobrecogían y espantaban de tal modo a Lucrecia que, despavorida, corría a proteger a la pequeña, cuyo  aterrorizado llanto podía crispar el alma más dura.

La bondadosa mujer hubiese deseado morir, pues su dolor, desde que uniera su vida con la de aquel monstruo, sobrepasaba cualquier límite y su existencia se había convertido en la nada, en un goteo de días, a cual más oscuro. Pero sólo pensar que aquel ser maligno se quedase con la pequeña, la amedrentaba de tal forma que un terrible escalofrío le recorría el cuerpo, apretándolo, como si una serpiente tratase de asfixiarla. Sin embargo, sí que se iba consumiendo poco a poco y a tal punto llegó su debilidad que, una noche, cuando Blas llegó con sus improperios y amenazas, Lucrecia ya no estaba en este mundo, se había desangrado, víctima de una hemorragia interna. Junto a aquel cuerpo inerte, bañado en sangre, la niña lloraba, y podría decirse que su vida se convirtió en llanto el resto del tiempo que permaneció en aquella casa.


viernes, 28 de noviembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

II.-En la cueva de Santa Rosalía

No lejana del pueblo de Marta existía una cueva que, desde años casi inmemoriales, estaba dedicada a Santa Rosalía. Se accedía al antro por una entrada bastante angosta, que pronto se ensanchaba y daba lugar a un vasto espacio en cuya pared frontal dormitaba una imagen de “la Santita” (como era conocida), ya deslucida por el transcurrir del tiempo. Una puerta compuesta a base de lienzos de diferentes maderas, algunas ya carcomidas, fraguadas entre sí por deformadas chapas y clavos de hierro, cerraba el conjunto de aquella especie de basílica. Al cargo de dicha gruta-santuario hallábase el lego Raimundo. Había  llegado de lejanas tierras y representaba como nadie al arquetipo perfecto de la doble moral. Era personaje aficionado a contar historias, muy dado a las mujeres, además de entregado a ciertos menesteres y “otras cosas” nada nobles, más que consagrado a deberes divinos.

A decir del mismo, todas aquellas historias que contaba se las había oído a un viejo fraile de la abadía de la que procedía. La que tiene que ver con el relato presente la había conocido el susodicho fraile en un antiguo libro, cuyo título el lego no recordaba. Aquella historia venía a decir más o menos así: “Existía una antigua leyenda, según la cual una mujer, llamada Orberosa, fue gozada por el diablo en una caverna donde mucho tiempo después los mozos y mozas del pueblo jugaban a diablos y bellas orberosas.”

He aquí el origen de cuanto aconteció posteriormente  en la pequeña población. por la que se extendió la citada crónica.

Pese a las severas restricciones mentales impuestas por la religión, allí empezó a tomar cuerpo el juego entre mozos y mozas, al modo de la leyenda contada por el lego y en pocos años convirtió aquella gruta de “la Santita”, en famoso lugar de peregrinaje hedonista. Hasta allí acudían tantos diablos y bellas orberosas que aquellos espacios se hicieron insuficientes para albergar a tanta juventud con ansias de gozo carnal, tanto que podría asegurarse que superaban con creces las fiestas orgiásticas de las Lupercales de Roma.  Y no es que el resto del año no dieran rienda suelta a sus delirios eróticos, sino que aquella era la fecha establecida para una celebración conjunta.

Acontecía cada noche que precedía al  tres de septiembre de cada año, (también solían hacerlo el trece de julio). Fue, primero, la juventud del pueblo, seguida de la de territorios limítrofes, la que llegaba a venerar durante la noche y el día cuatro, día de la festividad de la Santa, a la que consideraban libertadora de enfermedades infecciosas, de epidemias tan maléficas como la peste, y Santa siempre protectora en momentos difíciles.

La religión, que durante siglos había sido mordaza y tortura, estaba adoleciendo de rigor, aunque aún quedaban muchachas jóvenes que, pese a su comportamiento licencioso, jugaban cada semana a liberarse del lastre de sus pecados, postrándose ante el confesionario con el deseo de ser redimidas de sus voluptuosos pensamientos e irresistibles ansias de placer. Pero de nada  valía, pues, una vez que se sentían liberadas del pecado, renovaban con mayor ímpetu, si cabe, una nueva etapa de lozanía y desenfreno. Y siempre así.

De esa manera, la religión dejó de ser lo que era y aquella romería que, en principio, encerraba una finalidad piadosa, más pronto que tarde se convirtió en una  bacanal del placer. Podría decirse  que el hedonismo se fue adueñando de la mente y cuerpos de toda aquella juventud, más proclive a los instintos de la carne que a la devoción por la Santa, pues deducían que la religión sólo aportaba miedo, miseria e ignorancia, frente a la libertad del gozo y deleite que les otorgaba el desprendimiento de prejuicios y ataduras impuestas por falsas creencias. Aquella juventud ya no  tenía más religión que el placer. Con todo, el motivo de “La Santita” les servía de excusa más que sobrada para acudir a tan ineludible cita.

No eran muchos los que se adentraban en la caverna para la práctica de un culto religioso, y sí demasiados los que se esparcían por los arrabales de la gruta para disfrutar de cuantos  instintos pasionales se encierran en el ser humano. Aquel fue, en adelante, el elemento primordial de aquellas jornadas. Las jóvenes, bellas orberosas,  pasaron a asemejarse a ninfas sacadas de lo más profundo de los bucólicos bosques que rodeaban la gruta. Eran ninfas  que incitaban la voluptuosidad de los mozos, pobres diablos, y los arrastraban, seduciéndolos con su belleza, por entre árboles,  cañadas y  valles, donde se adentraban para dar rienda suelta a una lujuria que ni la misma Afrodita habría igualado.

Cada uno de aquellos  mozos, que acudía cortejando y acompañando  a una bella doncella, sucumbía a la irresistible tentación de rendirse  ante la cautivadora dádiva de sumo placer que se le ofrecía, tal y como le ocurriera al diablo con la virgen Orberosa. Lo hacían con auténtico delirio y ninguno se encontró en la tesitura de llevar a cabo un rapto como el que llevara Plutón con Proserpina, para saciar su incontinencia y ansias lascivas. Sin embargo, el estupro habido entre el lego Raimundo y la bella Marta sólo se debió a la farsa que él le montó y a la ingenuidad de la joven.


lunes, 24 de noviembre de 2025

LA CUEVA DE SANTA ROSALÍA

 

“En la cueva de la penitencia

Santa Rosalía su pelo cortó,

El demonio la estaba mirando,

Ella se consuela con mirar a Dios.

En la cueva de la penitencia

Santa Rosalía su pelo cortó,

Con su pelo hizo una soguilla

Tan la hizo que al cielo llegó.

………………………………………..

I.-Las pitonisas del mercado

Como un ejército de acosadoras y perversas sibilas, las organizadas pitonisas se abalanzaron sobre la joven madre, Marta, que más bien tuvo que arrastrar, cogida de la mano, a una niña de no más de cinco años, que había sido concebida por el efecto de una desenfrenada noche de lujuria de un lego y la ingenuidad de una adolescente.

Los hechos ocurrieron por la calle que unía la plaza principal de la ciudad con el mercado, lugar de concentración de aquellas adivinas sin escrúpulo, que asediaban a cuantos viandantes transitaban por la zona.

Portando pequeños ramos de romero en flor, atosigaron, con ínfulas de santas adivinas, a la desdichada mujer, conminándola a que se detuviese para derramar sus oráculos sobre ella y la niña. De no hacerlo, a la niña le sobrevendrían las más duras  desgracias y sobre la madre se  cernerían atroces males, jamás imaginados. La mujer, a malas penas, podía mantener el paso ante la obstrucción desvergonzada de aquellas mujeres, que pronto irrumpieron en amenazas y maldiciones, tan diabólicas como malignas. Una de aquellas augures, la más gruesa del grupo, tanto como una tinaja y tan negra como el azabache,  cuando ya se marchaban en busca de alguna otra presa que atrapar, se volvió hacia la madre y la conminó con esta maldición: “¡Que la niña que te acompaña, hija de tu maldito vientre, se arrastre como una culebra el resto de su vida!”  Ella se sobresaltó. Era la misma maldición que su padre había escupido sobre su rostro el día que la expulsó de su casa, al tener noticia del embarazo de la hija, fruto del estupro.

Cuando, por fin, se vio libre del asedio, no pudo por menos de asimilar ambas maldiciones como si se tratara de una terrorífica losa que pesaba sobre ella. Aquella ponzoñosa mujer acababa de maldecirla. Su padre lo había hecho unos cinco años atrás. Ambas imprecaciones se ajustaban. Ambas le produjeron una amarga sensación de culpabilidad y de terror, mientras un escalofrío recorrió su cuerpo, estremeciéndola bruscamente, a la vez que una especie de apoplejía le obstruía el cerebro. Todo transcurrió  en un instante. Lívida, desarmada de fuerza, y con el conocimiento perdido, le dio tiempo a sentarse en el suelo antes de caer. Carla, la niña, la siguió con mirada atónita y asustada, observando perpleja la situación de la madre.

miércoles, 13 de octubre de 2021

EL GALLO QUE SABÍA LEER

EL GALLO QUE SABÍA LEER  

     Cuenta una antigua leyenda que una fría mañana de invierno, una vecina se acercó a su corral para recoger los huevos que el día anterior habían puesto las gallinas. Ella no tenía gallo, por aquello de que los gallos son agresivos y malos, y atacan cuando te acercas al corral. Ella iba toda confiada, con su cestillo para hacer la recova, o lo que es lo mismo, la recogida de los huevos. Casi adormilada aún por el madrugón, entró distraída hasta donde estaba el gallinero. Y allí tuvo una gran sorpresa, pues sobre el palo en el que dormían las gallinas, ahora había un gallo rojo gigante, con cresta también gigante. La mujer, completamente confundida ante tan inesperado intruso, no se atrevió a acercarse, ni siquiera hasta los ponedores donde se hallaban los huevos. Se llevó, además, un gran susto, preguntándose cómo habría podido llegar aquel animal hasta allí. ¿O era sólo un espejismo, una alucinación debida a lo temprano de la hora? No hallando la respuesta a aquel estado tan confuso, dejó el gallinero y regresó a la casa bastante aturdida. 

    Indecisa entre contar o no lo que había observado, no fuese que su marido y sus hijos la tomasen por tonta, o loca, que es aún peor, determinó regresar de nuevo al corral. Y ahora la sorpresa fue total: el gallo se había puesto unas grandes gafas y leía una historia a las gallinas, que lo escuchaban embelesadas. No se le entendía bien, o, al menos, ella no lo entendía muy bien, pero la historia que contaba el gallo debía ser muy interesante. Ya no sabía si es que se había puesto de verdad tonta, o aquello era un milagro-prodigio de los que a veces le habían contado que ocurrían. Se ocultó detrás de un portalón y sin perder ni un momento la mirada hacia el gallo, observó cómo el animal, con sus lentes puestas y un libro de cuentos sostenido por sus alas, les narraba a las gallinas una historia sobre un pequeño mono que un abuelo había regalado a su nieto. 

   El gallo leía y leía sin parar, pero no cantaba, algo impropio de un gallo a esas horas de la mañana. La señora, muy extrañada ante lo que estaba pasando, decidió volver y contárselo al marido, no fuese que ella tuviera visiones, estuviera viendo cosas irreales. Pero, no, no era así. Pues cuando volvieron al gallinero, contemplaron cómo las gallinas aplaudían la historia y pedían que la repitiese. Y el gallo, como buen galante de sus anfitrionas, repitió la historia que sigue a continuación. 

   “Ángelo era un hombre de unos cincuenta años y, como todos los hombres mayores de 15 años y menores de 60, fue llamado por el rey para ir a la guerra. A la guerra sólo iban los pobres, pues el rey había dicho que quienes pagaran mil reales de plata podrían librarse. La guerra se hacía contra el reino vecino, por unas minas de oro que se hallaban en la frontera de ambos reinos. Y, como en todas las guerras, los pobres siempre luchan para salvar los intereses de los ricos, no los propios. Las minas eran del rey y de los ricos, por eso éstos podían librarse de ir a la guerra, pues tenían mucho dinero y podían pagar los mil reales de plata. Ángelo, que no poseía ni cinco reales, tuvo que marchar a la guerra. Allí conoció a Sandro, un buen hombre, como él. Se hicieron muy amigos. Sandro no tenía nadie en el mundo, sólo un mono, tan pequeño como un puño, que lo acompañaba a todas partes. Era travieso y juguetón como ningún otro mono, saltarín y hasta burlón. Pero lo principal de “Relámpago”, -así lollamaba su dueño-, es que hasta sabía hablar. 

     Una noche, antes de que fuese la batalla al día siguiente, Sandro le dijo a Ángelo que si le ocurría algo o moría en la lucha, que se hiciera cargo de “Relámpago”, que no lo dejase abandonado. Al día siguiente tuvo lugar la batalla alrededor de un monte que se conoce como el Cerro Gurugú. Allí hubo muchas víctimas, entre otras estuvo la de Sandro. Ángelo también fue herido, pero salvó la vida. Como ya no servía para seguir batallando, fue enviado a su casa y con él llevó a “Relámpago”. 

      Cuando su nieto Pietro lo vio, se encaprichó del pequeño mono y su abuelo tuvo que regalárselo. El niño no se portaba muy bien con los animales, cosa que no se hace, pero si él estaba enfadado por lo que fuese, se desfogaba con el animal, maltratándolo, castigándolo, dejándolo sin comer, y cosas así. Pietro también tenía una gata, llamada “Minerva”, blanca y negra, preciosa. 

    Relámpago se enamoró de Minerva y no la dejaba tranquila. La besaba, le gritaba al oído, le hacía cosquillas, se subía encima de ella, haciéndole rabiar continuamente. Un día apareció por la aldea un gato romano, grande y sabio como ningún otro. Minerva lo vio y enseguida se enamoró de él. Y como estaba harta de soportar a Relámpago y ya se había dado cuenta de que el mono estaba enamorado de ella, decidió marcharse con el gato, pues no entendía que un mono se enamorase de una gata. 

     Pietro, al saber que Minerva no estaba, encerró a Relámpago en un cuarto oscuro, sin comida ni agua, durante tres días. El día que salió, el mono escapó huyendo, no tanto para escapar de Pietro, si no como para buscar a Minerva, pues sin ella no sabía vivir. Recorrió aldeas y más aldeas, pero no la encontró. Muerto de hambre y cansancio decidió regresar con su dueño, Pietro. Éste se vengó de él amarrándolo con una cuerdecilla al balcón, para que no escapara de allí. Relámpago saltaba, brincaba, hacía puenting con la cuerdecilla por fuera del balcón, y así siempre. Las gentes de la aldea, que pasaban por la calle, se detenían al ver un mono tan simpático, y lo que más les sorprendía es que el mono hablara tan bien como ellos. 

    Un día el mono se soltó, pues se había roto el cordelillo, dio un salto dela balcón al suelo y se marchó para no regresar jamás. Tal vez fuera en busca de Minerva, o quizás porque no quería que volviesen a maltratarlo. El relato finalizaba diciendo que los ricos, generalmente, abusan de los pobres y también suelen hacer daño a muchos animales, divirtiéndose con su dolor.” 

     Esta es la historia que el gallo contaba a las gallinas. A la mañana siguiente la dueña del corral acudió muy temprano a ver si el gallo estaba contando otra historia, pero, no, el gallo ya no estaba. Había desaparecido como desaparece un fantasma. Estos hechos sorprendieron a los dueños del corral y a todos los vecinos, tanto que durante años y años en la aldea no se hablaba de otra cosa. Habían pasado varias generaciones y aún seguían contando lo del gallo que leía, cuando una noche de verano, en la que las gentes de la barriada tomaban el fresco bajo la brillante lamparilla de millones de estrellas, de improviso se presentó un hombre pobre, que bien se notaba que cabalgaba a lomos del hambre y la miseria. Dio las buenas noches y pidió algo de comer. Unos caritativos vecinos le saciaron el hambre. Él se sentó con ellos y les preguntó por la leyenda del “Gallo que sabía leer”. Ellos se la contaron, diciéndole que de eso habían pasado casi cien años. Fue entonces cuando él viajero los sorprendió diciéndoles que el gallo no era otro que un príncipe encantado por una bruja a estar cien años vagando y contando la historia del abuelo que regaló un mono a su nieto. Y es que el príncipe siempre se había portado muy mal con todos los animales, y también con los habitantes del reino. Cuando pasara ese tiempo volvería a desencantarse, pero antes tendría que ir visitando uno por uno todos los gallineros de todas las aldeas por las que había pasado hacía cien años, y que aquella aldea la visitaría al día siguiente. Sería la única forma de desencantarse. 

    Todos quedaron perplejos ante lo que el hombre les decía, mirándose unos a otros, sin decir palabra. De pronto se dieron cuenta de que el hombre ya no estaba, había desaparecido. Ningún vecino durmió aquella noche, esperando la madrugada. 




    Como era verano y en verano amanece muy temprano, a las cinco o así de la mañana ya estaban todos a la puerta del corral. Y, ¿sabéis qué pasó? Pues que, cuando llegaron ya estaban las gallinas despiertas y el gallo, con sus gafas puestas, leyendo la historia del abuelo que regaló un mono a su nieto. 

    Todos y todas quedaron asombrados al comprobar que la leyenda era cierta. El gallo les estaba aconsejando que jamás maltratasen a un animal. Él pasó el día en el corral, pero a la madrugada siguiente, cuando fueron los vecinos, éste ya había desaparecido.

jueves, 5 de noviembre de 2020

HISTORIAS CON ALMA

 BAJO EL "HAYA" DE LA RIERA

 

Cada fin de semana o festivo empacaban lo necesario y desaparecían de la ciudad, sin más, en busca del aire limpio del campo y la montaña. Tenían su propia residencia en las afueras de un bello pueblo del Prepirineo, una pequeña, pero coqueta masía, bastante próxima a una riera y no lejos del "viejo molí", aún habitado por un anciano matrimonio. También ellos habían sido payeses  toda la vida, no lo olvidaban. También contaban con algunos animales a los que atender cuando iban. El resto de semana se encargaba de hacerlo la vecina del "molí". De todas formas,  ellos les dejaban todo preparado antes de regresar al humo, a la contaminación, al ruido, al ajetreo propio de la urbe. Pero, la vida había cambiado tanto, que no quedaba otro remedio que buscar la supervivencia en los grandes núcleos de población.

La mañana amaneció fría y lluviosa. El hombre se vistió rápidamente, con ánimo decidido. Había pasado la noche desvelado a sabiendas de que aquel era el día que precedía a la boda. Antes de que el resto de la familia se levantara, salió sigilosamente de la pequeña masía, cruzó el jardincillo que presidía la entrada y emprendió camino adelante sin echar la vista atrás. Tenía prisa, pues ella lo esperaba.

Arreció la lluvia y el cielo se ennegrecía por momentos. Un fogonazo cegador, acompañado de un fortísimo trueno, le hizo tambalear. Sin embargo,  no se amedrantó y aligeró aún más el paso. Debía llegar cuanto antes. Ella estaría allí, aguardando en la puerta, con su vestido rojo, estampado de grandes nardos, como siempre había hecho. Su amor se había fraguado siendo ella casi una niña. Ninguno de los dos había tenido otro. Bajo un “haya”, la única que había en aquel lugar, él le había declarado su amor. Ella le había respondido con una diáfana sonrisa a la vez que le lanzaba un pequeño y blanco guijarro, piedrecilla que él había conservado como el más preciado de los tesoros. 

En aquel lugar se habían prometido amor eterno. Durante años habían acudido en múltiples ocasiones hasta allí. Durante años habían esperado, impacientes, la fecha de la boda. Y ésta había llegado. Ahora tocaba devolverle aquel insignificante objeto, aunque de incalculable valor sentimental para él. Él haría también las veces de "el vers del padrí", pues no había hallado un amigo que lo hiciera. Tampoco le entregaría ramo de flores ni había preparado un poema, lo que le entristecía. Pero, guardado en el bolsillo del pantalón, llevaba el minúsculo regalo..

Sosteniendo un paso ligero, embarrados calzado y pantalón, a la vez que aumentaba la fuerza de aquel diluvio, se aproximó a la riera. Debía cruzarla y también cruzar la pequeña montaña que separaba las masías, la propia y la de su amada. La riera iba ya muy crecida y arrastraba gran cantidad de desechos. Pero, en su mente estaba ella y debía llegar cuanto antes para entregarle aquel obsequio que, según tradición en Cataluña, los novios debían hacer a la novia el día anterior a llegar al altar.

Frenó el paso, pues comprendió que tal avenida de agua no le era propicia para cruzar por donde siempre solía hacerlo. Y, sin embargo, debía cumplir con su misión fuese como fuese. Buscó el viejo puente que cruzaba la riera, pero no lo hallaba. El ímpetu del agua al caer, la ceguera que producían los continuos relámpagos, en contraste con la tenebrosidad del día, no le permitían distinguir el lugar exacto en el que se hallaba. Buscó desesperadamente. Cayó en más de una ocasión por la fuerza del viento y del agua, y a punto estuvo de que aquella endiablada fuerza lo arrastrase. Como pudo, se sujetó al tronco de un viejo árbol. Anduvo un poco más por la ribera del arroyo, el cual producía ya un ruido atronador.

La hija, que se había levantado con el fin de resguardar algunos enseres y animales que estaban en un pequeño aprisco junto a la vivienda, volvió a la casa y se puso a preparar el desayuno para el marido y los hijos. También preparó el del padre, junto a los varios medicamentos que debía tomar diariamente. Él estaría en siete sueños, pues nunca solía levantarse temprano, y menos aún cuando había tormenta. Siempre le habían asustado las tormentas.

Como si se hubiese abierto el cielo, el agua no caía ya a ramales, caía a cántaros. Los pocos animales que tenían, los había dejado a buen resguardo en la minúscula establo-granero adosado a la vivienda, y estaba tranquila. Sólo se trataba de unas gallinas, unos conejos y un pato, más el perro. Con los gatos, que eran dos, no había cuenta, pues siempre campaban a sus anchas. Mientras iba preparando todo, no dejaba de mirar hacia el exterior, pues aquel negror y aquel tipo de tormentas era inusitado y le asustaba.

Los niños podrían dormir cuanto quisieran. No podrían salir a la calle a jugar, ni andar por el campo. Hacía un día de perros, y el tiempo no estaba como para atreverse a sacar ni tan siquiera la nariz.   La mañana ya hacía entender que iba a ser un día especial. Tal y como todo apuntaba, sería una magnífica ocasión para estar todos en casa. Todos bien resguardados en el interior de aquellas vetustas paredes que tantos recuerdos les traían. Tal vez encenderían el fuego, que hasta entonces había estado apagado desde finales de la primavera. Ya era otoño y el frío estaba haciendo acto de presencia. Ella aprovecharía para ayudar a los niños a hacer sus deberes, al padre a hacer ejercicios de memoria y le quedaría algún tiempo para leer la obra de Ken Follet “Las Tinieblas y el Alba”. Incluso podrían entretenerse con algún juego de mesa, tras el almuerzo, junto al fuego. Luego volvería al establo, daría de comer a los animales y recogería los huevos del día.

Se levantó el marido y, a sabiendas ya de que aquel día se había convertido en un infierno, se aseó, se envolvió en un gran chubasquero y fue hasta el pequeño corral a recoger la leña para prender el fuego. Los niños seguían durmiendo, y,…¿para qué despertarlos si no podrían salir de casa? Los dejaría dormir hasta las diez o más, igual que al padre. Mientras tanto ellos encenderían la lumbre y empezarían a calentar un poco la estancia principal de la masía. Esperarían a estar todos juntos para el desayuno.

Llegaron los gatos exigiendo, como de costumbre, su parte de alimento. Iban completamente empapados, sacudiendo el lomo y mojando parte del suelo. Subieron a una silla que había a la entrada y también la empaparon. Sí, era la hora de llamar a los niños. Después lo haría con el padre. Se dirigió al dormitorio de los pequeños, que ya estaban despiertos y jugando sobre las camas. Les avisó que dejasen el juego y fuesen a la cocina, junto al fuego para tomar el desayuno. Seguidamente se dirigió al dormitorio del padre y… ¡oh sorpresa! ¡El padre no estaba! ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo habría podido salir sin dejar una sola huella, sin que se enteraran?  ¡Y más en un día tan aciago! Él, que siempre había temido a las tormentas, ahora no estaba. Todas las alarmas se encendieron en la pequeña masía. ¡El abuelo había desaparecido! 

Durante toda la jornada fue subiendo el nivel del agua en la riera y el ruido que hacía era ensordecedor, pues por aquel lugar transcurrían como auténticas aguas bravas. El desconcertado anciano no hallaba el paso que tantas y tantas veces había cruzado.  Desorientado,  impotente ante la situación, decidió cobijarse, mientras no cesara la lluvia, bajo un enorme árbol y allí esperaría a que cejara aquella monstruosa tempestad. Su amada lo estaría esperando y se impacientaría ante la tardanza, pero entendería el porqué. Aquella mujer era su vida. La había conocido varios años atrás, en la fiesta mayor del pueblo. Ella tenía entonces catorce años. Él dieciocho. Se habían mirado de frente y todo pareció quedar sellado en aquel instante. Ya llevaban seis años de novios y, por fin, al siguiente día sería la boda. Antes debía obsequiarla con aquella preciosa joya que llevaba en el bolsillo. Se trataba de un ritual obligado.

Mientras, en la masía, se produjo la alarma. La hija acudió a la cocina. Nerviosa, profundamente alterada, comunicó la situación al marido que, en aquel momento, bregaba por encender el fuego. ¿Adónde acudir? ¿A qué echar mano? El ahogo, la desesperación cundía al mismo ritmo que aumentaban las borrascas. Salir así era imposible. Los niños, asustados, empezaron a llorar. La madre llamaba y también lloraba a la vez. El marido corrió como una exhalación hasta el pequeño corral-granero por si el abuelo se hallaba allí y no lo habían visto. Inquietud y desaliento empezaron a ser inversamente proporcionales a la esperanza de hallarlo. Buscó y rebuscó, casi como si se hubiese tratado de hallar un minúsculo alfiler. Llamó, se desesperó, todo sin resultado. Regresó a la vivienda donde el llanto y el desánimo se multiplicaban al mismo ritmo que aumentaba el aguacero. No había otro remedio que esperar a que acampara. Como pudieron, envueltos en chubasqueros, buscaron y rebuscaron en torno a la masía. El día avanzaba y las tormentas no cesaban.  Avisaron a vecinos de las proximidades, que se prestaron a colaborar en la búsqueda del anciano por los alrededores más cercanos. Pero todo quedó para el siguiente día, pues la noche se había echado encima. La lluvia no paraba ni un solo momento, acompañada, además, de fuerte  aparato eléctrico.

Envuelto en agua y barro el hombre, poco a poco, se fue amodorrando. Estaba agotado. Antes de quedar profundamente dormido, sacó de su bolsillo el obsequio para su amada, el pequeño guijarro, que apretó con fuerza entre sus dedos encallecidos. Así esperaría hasta que el agua le permitiera el paso por el puentecillo, pues seguro que estaba allí. Allí había estado siempre. Aquel puentecillo y el “HAYA” sabían todo acerca de su amor. Ambos eran testigos mudos y  guardianes  silenciosos de muchos de sus secretos, como aquel primer beso que se dieran una luminosa noche, mientras una espléndida luna llena  bañaba su rostro  plateado en las aguas  cristalinas de la pequeña riera. Sobre sus maderas aparecían grabados los nombres de su amada y el suyo propio. Y entre los nombres, grabado a fuego, aparecía un corazón, y ¡no!, ... ¡de ninguna forma podía desaparecer! El agua no podría arrastrarlo. Sería como arrastrar sus vidas, las de ambos. Con aquellos recuerdos, con aquella ansiedad por llegar hasta su amada, su cuerpo  se fue vaciando de vida hasta quedar apagado.

Al día siguiente, temprano, varias patrullas dieron comienzo a la búsqueda del anciano. Pronto encontraron al hombre apoyado sobre la enorme “haya”. El caudal del río había bajado. El puente estaba allí, pero el gastado tablón, en el que habían estado grabados sus nombres durante más de sesenta años,  había sido arrastrado por el agua. Ésta se había llevado  para siempre los recuerdos  de aquel hombre, y con el corazón y los nombres se marchó también su vida. Su esposa lo había hecho diez años antes. Cuando lo hallaron,  su cuerpo inerte, envuelto en barro, se encontraba recostado sobre el tronco del gran árbol. Refulgentes rayos de sol, los primeros del día, centelleaban por entre el  follaje del "haya" sobre el cuerpo del anciano, que más bien parecía dormido.  En su mano, fría como el mármol, fuertemente apretada, estaba  la ofrenda que llevaba a su amada. 

Es lo que tiene el AMOR, cuando éste es AUTÉNTICO. 


Puente sobre la Riera

martes, 29 de septiembre de 2020

LA PRINCESA POBRE

 

LA PRINCESA POBRE

(Basada en la leyenda oriental del "HILO ROJO")

Cuando yo era muy niño siempre estaba pidiendo a los mayores que me contasen cuentos, historias o leyendas  que sirviesen para llenar de vida y de embrujo mi imaginación. Recuerdo cuentos maravillosos, como el de “Juanillo el Oso”, o “El castillo de irás y no volverás”, y también, otros muchos. A quien más le insistía para que me contase historias que ella supiese, era a mi madre, que se llamaba Ana, pero a la  que yo sólo le decía “mamá”. Ella nunca tenía tiempo para detenerse a contar alguna historia, pues siempre estaba trabajando. Pero, una noche,  ¡ah! …, una noche sí que me relató una historia fascinante. Aquel día, -creo que era un 19 de julio-, habíamos trillado, pero no nos había dado tiempo a recoger la parva (parva=la mies, -trigo, cebada o avena-, que ya estaba trillada, pero todavía extendida en la era). Había sido una jornada de insoportable calor. Acalorados y fatigados, como estábamos,  decidimos dormir en la era. Sobre la parva colocamos una jarapa (Tejido realizado con tiras de trapos retorcidos) y también llevamos una almohada. Una Luna llena, radiante, vestía de un tono blanco-plateado el paisaje, no permitiendo que ningún objeto, por pequeño que fuese, quedase oculto a la vista. Bajo aquel firmamento que nos cubría, sólo destacaba la belleza del astro de la noche y la albina estela que conformaba la Vía Láctea sobre nuestros cuerpos. Nos acompañaban el sonido chirriante de algún grillo y los ladridos intermitentes de varios perros. Allí, tumbados sobre aquel improvisado colchón le pedí, una vez más, a mi madre, que me contase alguna historia o cuento. Y fue entonces cuando me relató una de las más fantásticas leyendas que jamás he escuchado. Tal y como me la contó, yo la voy a contar.


Según ella en un lejano país de Oriente se contaba la siguiente leyenda de

“La Princesa Pobre”

“En una pequeña colina que daba vista a la ciudad habitaba una pobre, muy pobre niña. Su pequeño palacio estaba hecho de adobes de barro y paja y el tejado estaba formado por cañas de bambú cubiertas por hojas de acanto. La niña vivía sola con su madre, que estaba muy enferma. Ella la cuidaba con esmero, se sentaba a su lado y le daba leche y caldo, y también infusiones de  yerbas curativas que traía del mercado. No quería quedarse sin madre, pues aunque también tenía padre, éste se había tenido que marchar a trabajar muy, muy lejos, en unas minas que había en otra región del país.

Junto a la puerta de la humilde casa tenían un pequeño huerto en el que la niña había plantado lechugas, tomates, zanahorias, berenjenas y otras hortalizas. Conforme las iba cosechando las llevaba al mercado de la ciudad y allí las cambiaba por alguna ropa para su madre, alguna manta, alguna camisa para su padre o pantalón, pues en las ocasiones que volvía a visitarlas, siempre traía su vestimenta destrozada por el duro trabajo de la mina. Para ella casi nunca compraba nada, alguna vez unas alpargatas para no ir siempre descalza. Y así un día y otro: de la casa al mercado, y del mercado a la casa para cuidar a su madre y el huertecillo.

Justo al otro lado de la ciudad, sobre otra elevada colina destacaba un enorme y precioso palacio. Era el palacio del príncipe. Éste tenía  mucho interés por saber con qué princesa podría casarse y, aunque aún era muy joven, la curiosidad por conocerla lo estaba torturando.

Por la ciudad corría la leyenda de que cada persona nacía con un hilo rojo, invisible, atado al dedo meñique y que ese hilo  llegaba hasta el dedo meñique de la persona que era su alma gemela. Además, ese hilo nadie lo puede romper por mucho que lo intente, pues un anciano, que vive en la Luna, sale cada noche en busca de las almas que están destinadas a estar unidas en la tierra y cuando las encuentra les ata el hilo rojo para que no se pierdan. Esa leyenda llegó hasta los oídos del príncipe, y como los príncipes todo lo desean, también él quiso saber quién sería la joven que el anciano habría elegido para él. Se enteró de que en la ciudad había una bruja que todo lo sabía, así que llamó a su mayordomo para que la buscase  y la trajese a su presencia.

Así lo hizo el mayordomo. Buscó a la bruja, se enteró de quién era y envió a dos sirvientes para que la llevasen al castillo. Cuando la bruja ya estaba junto al príncipe le dijo que ella lo llevaría, siguiendo el hilo, hasta la que un día sería su esposa. Salieron del castillo y se dirigieron a la ciudad. Cruzaron plazas, recorrieron calles y, finalmente, fueron a parar a un pequeño y pobre mercado. Recorrían puestos y más puestos, cuando la bruja se detuvo ante uno en el que una niña pobre, de tan sólo unos ocho o nueve años, vendía las hortalizas que tenía en una cesta. La bruja señaló a la niña, a la vez que le decía al príncipe “aquí termina tu hilo”.   Él, completamente enfurecido, creyendo que se trataba de una burla de la bruja, propinó tal empujón a la pobre muchacha que cayó contra la cesta y el suelo, abriéndose una gran brecha en la frente.

Al regresar al castillo, el príncipe,  encolerizado por el vaticinio de la bruja, ordenó que le cortasen la cabeza. Y así tuvieron que hacer los guardias  de la prisión.


Pasó el tiempo, y el dueño de las minas donde trabajaba el padre de la princesita pobre, se arruinó por el juego y otros muchos vicios. Entonces decidió vender la mina y fue el padre de la niña quien se la compró, pues con su trabajo había ahorrado mucho dinero. Cuando él se hizo cargo de la mina contrató a obreros muy diligentes y cumplidores con el trabajo, teniendo la enorme suerte de dar con un gran filón de oro. Volvió el hombre inmediatamente a la humilde casa y entonces se llevó con él a la mujer y a la hija. La niña  ya no tuvo que volver a vender en el mercado y la esposa fue curada por los mejores médicos del reino. Con las muchas riquezas que ya tenían adquirieron un bello palacio y allí se instalaron.


Transcurrido algún tiempo, el príncipe decidió contraer matrimonio. Se informó de quiénes eran las personas más ricas de su reino y le dijeron que la persona más poderosa y rica era el dueño de la mina de oro más grande que había en todo el país y que tenía una hija muy joven y hermosa, y que,  si él príncipe quería, podría convertirla en su esposa. Y así se decidió. Él  envió a su mayordomo  para que concertase la boda con el padre de la joven, pues  estaba deseoso de que llegara el día para comprobar que la predicción de la bruja no se cumpliría. Una vez en el templo, la joven iba con el rostro cubierto por un velo, como van todas las novias. Cuando el sacerdote, oficiante de la ceremonia, dijo a la novia que ya podía descubrirse la cara, ni imaginar pudo el príncipe que la joven que se había convertido en su esposa tenía una cicatriz muy peculiar en su frente, la misma que se había hecho al caer tras el empujón que él la había propinado. Él se arrepintió mucho de las malas acciones que había cometido, no volviendo a hacer daño a nadie en su reino”.

Esto venía a demostrar que todos estamos predestinados y que el destino ya nos tiene señalada nuestra alma gemela, pues el anciano de la Luna no cesa en atar cada noche los hilos rojos, pero invisibles, que nos unen con quien será nuestro compañero o compañera de vida.

Y ésta fue la maravillosa historia que mi madre me contó aquella calurosa  y luminosa noche de julio, tumbados sobre la parva. Esta historia también nos demuestra que jamás debemos despreciar a nadie porque sea pobre o de otro color. Así me lo enseñaba a mí mi madre Ana.